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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (12 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Los ingleses replicaron con la batida más gigantesca de la historia de la India y encarcelaron a millares de personas. Gandhi era una de ellas. Antes de quedar reducido al silencio de su celda de Yeravda, logró enviar un último mensaje a sus seguidores. «El honor de la India —les decía— ha sido simbolizado por un puñado de sal en la mano de un hombre de la no violencia. El puño que ha sostenido esa sal puede ser roto, pero la sal no será devuelta».

Durante tres siglos, en estos muros de la Cámara de los Comunes del Parlamento inglés, habían retumbado las voluntades del puñado de hombres que habían edificado y guiado al Imperio británico. Sus debates y sus decisiones regían los destinos de quinientos millones de seres humanos esparcidos por toda la superficie del Globo e imponían la dominación cristiana blanca de una pequeña élite europea sobre más de un tercio de las tierras emergidas. De generación en generación, los constructores del Imperio habían subido a esta tribuna para explicar en ella las grandiosas empresas que hacían de Inglaterra la nación más poderosa del mundo. Testigos silenciosos de estas grandezas pasadas, los altos artesonados de encima habían oído sucesivamente los discursos de William Pitt anunciando la anexión del Canadá, del Senegal, de las Antillas, de Florida, la colonización de Austria y la salida para un viaje alrededor del mundo de un velero con bandera británica fletado por el explorador James Cook. Habían oído de Disraeli anunciar la ocupación del canal de Suez —la vital arteria que unía a Inglaterra con su Imperio de la India—, con la conquista del Transvaal, la sumisión de los zulúes, la derrota de los afghanos y la apoteosis del Imperio, su decisión de hacer proclamar a Victoria emperatriz de la India. Habían oído a Joseph Chamberlain presentar el famoso proyecto de encerrar a África en un cinturón de acero británico merced al ferrocarril desde el Cabo hasta El Cairo.

En esta triste tarde de febrero de 1947, los miembros de la Cámara de los Comunes esperaban en la sombra glacial y melancólica de su prestigioso recinto sin calefacción a que el Primer Ministro subiera a la tribuna para pronunciar la oración fúnebre por el Imperio británico. En los bancos de la oposición destacaba, como un mascarón de proa, Winston Churchill, pesada masa granítica envuelta en un gabán negro.

Durante los casi cincuenta años transcurridos desde que, joven oficial de Caballería ingresado en el periodismo y la política, había pasado a formar parte de esta asamblea, su voz había encarnado en ella el sueño imperial, al igual que durante la Segunda Guerra Mundial había sido conciencia de Inglaterra y el catalizador de su valor. Hombre político de rara clarividencia, pero inflexible en sus convicciones, Churchill profesaba al Imperio una devoción apasionada. Y, de todos los vastos y pintorescos territorios que lo componían, ninguno ocupaba en su corazón un lugar comparable al de la India. Churchill amaba a la India con todas las fibras de su ser. Siendo muy joven, había servido en ella como oficial del 4º Regimiento de Húsares de la reina, y en ella había vivido todas las aventuras de los personajes de Kipling. Había jugado al polo en los céspedes de sus
maidan
, perseguido jabalíes con lanza y cazado el tigre. Había escalado las pendientes del paso de Khyber y galopado contra los pathans de la frontera del Noroeste. Un gesto simbolizaba la solidez de los lazos que le unían a ese país: cincuenta años después de su marcha, continuaba enviando todos los meses dos libras esterlinas a un antiguo criado de Bangalore.

A esta pasión sentimental se añadía una fe inquebrantable en la grandeza imperial. Había afirmado sin cesar que la posición de Inglaterra en el mundo dependía de su Imperio. Se adhería sinceramente al dogma Victoriano según el cual «esos pobres pueblos privados de leyes» eran infinitamente más felices bajo la autoridad de Inglaterra que bajo el yugo de una banda de déspotas locales.

Nada podía alterar la fuerza de su convicción. La dominación de la Gran Bretaña en la India había sido siempre justa, ejercida en beneficio de los intereses del país; las masas profesaban a sus amos afecto y gratitud; los agitadores políticos que reclamaban la independencia constituían solamente la ínfima minoría educada, y no reflejaba ni las aspiraciones del pueblo ni sus intereses. Pese a toda la lucidez de que había dado pruebas con ocasión de tantas crisis mundiales, Churchill permaneció ciego y sordo ante el drama de la India. Desde 1910, había combatido todos los esfuerzos destinados a conducir a este país hacia su independencia. Despreciaba a Gandhi y la mayoría de los políticos indios, a los que consideraba como «hombres de paja».

Churchill era consciente, más que ninguno de los demás diputados presentes aquel día, de la premura dada por el Primer Ministro que le había remplazado a aquella desmembración del Imperio de la que siempre se había negado a ser instrumento. Pero, aunque —para asombro del mundo entero había sido derrotado en las elecciones de 1945, el viejo león controlaba todavía una mayoría absoluta en la Cámara de los Lores, y esta ventaja le otorgaba el poder retrasar el trágico fin durante, por lo menos, dos largos años. Apretando los labios, contempló cómo subía a la tribuna su sucesor socialista.

La breve declaración que Clement Attlee se disponía a leer había sido redactada por el joven almirante que enviaba a la India y cuyo nombre iba a revelar ahora. Con su audacia habitual, Louis Mountbatten había logrado sustituir por su propio texto el largo discurso que prepara Attlee. El nuevo texto definía en concisos términos la misión del virrey. Contenía además una precisión que el almirante consideraba fundamental y sin la cual, pensaba, el rompecabezas indio no tendría la menor posibilidad de ser resuelto. Mountbatten había discutido durante seis semanas con Attle para obtener la mención de este punto concreto.

La friolenta asamblea se puso rígida cuando Attlee comenzó a leer su histórica declaración. «El Gobierno de Su Majestad desea hacer saber claramente que tiene la firme intención de adoptar las medidas necesarias para proceder al traspaso de la soberanía de la India a manos de una autoridad india responsable en fecha no posterior al mes de junio de 1948».

Un atónito silencio cayó sobre los diputados mientras cada uno medía el alcance exacto de estas palabras. Tenían consciencia de las convulsiones de la Historia, conocían la orientación política deliberadamente emprendida en la India por Gran Bretaña, pero nada atenuaba la melancolía que se apoderó de ellos ante la idea de que el Imperio británico de la India no tenía más que catorce meses de vida. Concluía una época del destino de Inglaterra. Lo que el
Manchester Guardian
denominaría al día siguiente «el más grande desentendimiento de la Historia» estaba a punto de realizarse.

La imponente silueta se levantó del banco de la oposición cuando le llegó el turno de pronunciar un último alegato en favor del Imperio. Estremeciéndose de frío y de emoción, Churchill denunció «la maniobra del Gobierno, que se servía de ilustres de la guerra para encubrir una melancólica y desastrosa transición». Fijando un plazo tan próximo al abandono de la India, Attlee se sometía a «una de las más demenciales exigencias de Gandhi» al pedirle a gritos a Inglaterra que se vaya y «abandone la India a la gracia de Dios… Con profundo pesar —deploró—, asisto al desmantelamiento del Imperio británico con todas sus glorias y todas sus obras realizadas por el bien de la Humanidad. Son muchos los que han defendido a Gran Bretaña contra sus enemigos. Nadie puede defenderla contra ella misma… Guardémonos de añadir una huida vergonzosa, un hundimiento apresurado y prematuro. Guardémonos, al menos, de añadir a los abismos de tristeza sentida por tantos de nosotros el perfume y el sabor de la vergüenza».

Estas palabras eran las de un maestro de la elocuencia, pero no constituían sino un vano intento de impedir que se pusiera el sol. A la hora del escrutinio, la Cámara de los Comunes ratificó la marcha de la Historia. Por aplastante mayoría, la Cámara votó el final del reinado de Gran Bretaña, en la India, con la fecha límite del mes de junio de 1948.

Gandhi, al que Churchill llamaba «ese faquir semidesnudo», recorrió, durante 30 años, hasta los más apartados rincones de la India, para incitar a su pueblo a romper las cadenas y llevarle su mensaje de amor y de fraternidad.
(Foto Camera Press-Parimage)

Su pobreza voluntaria, su sencillez y su humildad hacían de él un santo hombre llegado de algún lejano pasado para dar nacimiento a una nueva India. Cada día hilaba durante algunas horas en su ancestral rueca de la que había hecho el emblema de su mensaje.
(Foto Camera Press-Parimage)

Viajaba sólo en tercera clase, y se vestía, aunque fuese para ir a ver al rey de Inglaterra, únicamente con una simple tela de algodón.
(Foto Camera Press-Parimage)

A la hora del té, aun en compañía del virrey, tomaba sólo un poco de yogur en una escudilla de madera, procedente de la última cárcel en que estuvo.
(Foto Camera Press-Parimage)

Segunda estación del viacrucis de Gandhi:
cascos de botellas y excrementos

Cuanto más se adentraba su pequeño grupo en los pantanos del distrito de Noakhali, más difícil se tornaba la misión de Gandhi. El caluroso recibimiento dispensado por las poblaciones musulmanas de las primeras aldeas irritaba vivamente a los responsables de los poblados que se disponía ahora a visitar. Considerando que amenazaba su propia autoridad, decidieron provocar la hostilidad de los habitantes contra el Mahatma.

Aquella mañana, sus pasos le guiaron hacia una escuela musulmana en la que niños de siete y ocho años, sentados en cuclillas en torno a su jeque, asistían a una clase al aire libre. Resplandeciente de alegría, como un anciano abuelo que se sintiera feliz al volver a encontrar a sus nietos preferidos, Gandhi se precipitó hacia la joven asamblea. Pero el jeque se levantó al instante. Con gesto brusco y encolerizado, hizo entrar a los niños en su cabaña, como si el anciano fuese algún brujo llegado para echarle un maleficio. Petrificado de estupor, Gandhi permaneció ante la cabaña haciendo tristes señas con la mano a las cabecitas que distinguía en la penumbra, recogiendo en respuesta sus sombrías miradas llenas de perpleja curiosidad. Luego, se llevó la mano al corazón para saludarles con un «salam», a la manera musulmana. Ninguna mano le respondió. Ni siquiera aquellos niños inocentes tenían derecho a aceptar su mensaje de fraternidad. Con un doloroso suspiro, Gandhi dio media vuelta y reemprendió su camino.

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