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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (4 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Años muy duros habían esperado a los jóvenes administradores del Imperio al final de este primer viaje. Habían sido enviados a puestos lejanos, la mayor parte del tiempo apartados de toda civilización, desprovistos de telégrafos y de electricidad, sin carreteras ni ferrocarriles, y privados de toda presencia europea. Con frecuencia, se habían encontrado, a los veinticuatro o veinticinco años de edad, dueños omnipotentes de territorios a veces más extensos que Córcega y más poblados que Bélgica. Habían inspeccionado su distrito a pie o a caballo, yendo de aldea en aldea al frente de toda una caravana de sirvientes, de guardias de corps, de secretarios, y de una cohorte de burros, de camellos o de carros que transportaban su tienda-despacho, su tienda-habitación, su tienda-comedor, su tienda-cocina, su tienda-cuarto de baño, así como víveres para todo un mes. En cada etapa, la tienda-despacho se había convertido en la sala de audiencia de un tribunal. Dignamente instalados tras una mesa plegable, flanqueados por dos sirvientes que ahuyentaban las moscas con sus abanicos, habían administrado la justicia en nombre de Su Majestad el rey de Gran Bretaña y emperador de la India. Al ponerse el sol, tras darse un baño en una bañera de piel de cabra, se habían puesto ceremoniosamente su esmoquin para una cena solitaria bajo el mosquitero de la tienda-comedor iluminada por una lámpara cuya llama estaba protegida del viento mientras resonaban a su alrededor los ruidos de la jungla y el rugido ocasional de un tigre. A cada amanecer, habían reemprendido la marcha para ejercer en otro punto la autoridad soberana del hombre blanco.

En general, este duro aprendizaje cualificaba a los servidores imperiales para ocupar su puesto en esos privilegiados islotes de verdor desde los que la aristocracia imperial reinaba sobre la India. Ghettos dorados de la dominación británica, los
cantonments
constituían verdaderos cuerpos extraños adheridos a las principales ciudades indias. Cada uno de ellos tenía su jardín público, sus céspedes al estilo inglés, su Banco, su matadero, sus tiendas y su iglesia con su campanil de piedra, orgullosa y conmovedora réplica de los encantadores campanarios de Dorset o de Surrey. El corazón de estos enclaves era obligatoriamente la institución que aparece siempre que se encuentran dos ingleses, el club. Durante generaciones enteras, a la sosegada hora en que el sol se desvanecía en el horizonte, los dignos representantes de Su Majestad se habían instalado sobre los céspedes o bajo las frescas verandas de estos clubs para un
sundown
, el primer whisky de la velada, que les servían criados vestidos con túnica blanca. Cada uno de estos clubs tenía un rincón tranquilo en el que los ingleses podían evadirse por unos instantes de la India y recuperar el país que habían abandonado quizá para siempre. Confortablemente instalados en sillones de cuero, se entregaban a la lectura del
Times
, cuyas páginas, de hacía un mes o más, les traían los ecos lejanos de los debates en los Comunes o de los hechos y gestos de la familia real, las efemérides de la vida londinense y, sobre todo, el anuncio de los nacimientos, matrimonios o fallecimientos de sus contemporáneos, de los que les separaba la cuarta parte de la superficie del Globo. Tras esta escala ritual, les esperaba otra, primero en el bar, luego en el comedor. Allí, bajo una batería de ventiladores que agitaban el aire tropical, bajo la mirada de vidrio de las cabezas de tigres y búfalos salvajes matados en las junglas circundantes, desdeñaban los tesoros de la gastronomía mogol para degustar religiosamente la insípida cocina de su remota isla, servida en una profusión de centelleante cubertería de plata.

La India imperial había refulgido con las fiestas y recepciones más fastuosas. «Toda familia inglesa que se preciara de la menor posición poseía una sala de baile y un salón de treinta metros de largo —cuenta una gran dama de esta época—. No existían entonces esos horribles
buffets
donde las gentes se sientan con su plato junto a los invitados que eligen. La cena más íntima reunía por lo menos a cuarenta comensales, con un servidor detrás de cada uno de ellos. Los comerciantes no asistían a estas recepciones, ni tampoco ningún indio, desde luego; jamás habría osado nadie frecuentar su compañía. Nada tenía más importancia que la precedencia, y era un hecho imperdonable faltar a sus reglas. ¡Imaginen qué viento polar podía barrer de pronto una velada cuando la esposa del secretario general de un Ministerio descubría que había sido colocada junto a un funcionario de rango inferior al de su marido!»

El mayor entretenimiento de los ingleses en la India había sido, sin duda, el deporte. Su pasión por el cricket, el tenis, el squash y el hockey sobre hierba lo convertirían, además de la lengua inglesa, en la herencia más duradera que estos colonizadores dejarían tras sí. En Calcuta se jugaba al golf en 1829, treinta años antes que en Nueva York, y el recorrido más elevado del mundo fue creado a tres mil metros de altitud, en pleno Himalaya. Ningún saco de golf era más apreciado que los fabricados con la piel de una verga de elefante…, a condición, desde luego, de que su propietario hubiera matado por sí mismo al animal. Toda ciudad que se respetase poseía un equipo de caza a caballo, con su jauría de perros importados de Inglaterra. Audaces caballeros con chaqueta roja y gorra negra galopaban en el horno de las áridas llanuras en persecución de los chacales que la India ofrecía a falta de zorros. Los más temerarios cazaban jabalí con lanza, y la leyenda aseguraba que algunos habían incluso cobrado así tigres y panteras. Estos enamorados de los caballos habían adoptado el juego nacional indio hasta el punto de hacer del polo una verdadera institución británica. Y la final anual del torneo de polo entre los veintiún regimientos de caballería del Ejército de la India había constituido durante décadas el acontecimiento deportivo más brillante de la India imperial.

Si generaciones de ingleses habían encontrado en la India la realización de sus sueños de aventura, también muchos debían de encontrar allí la muerte en la flor de su vida. Contiguo a la iglesia de cada enclave británico, un cementerio y sus numerosas tumbas ilustraban el tributo que la colonización inglesa pagaba al clima cruel de la India, a sus peligros, a sus epidemias de cólera, de malaria y de fiebre de las junglas. Sus lápidas recordaban su conmovedora historia. La tumba más antigua era la de una tal Elizabeth Baker «muerta en 1610a 1 dar a luz a bordo del
Roebuck
a dos días de Madrás». Estaban las de comerciantes como Christopher Oxender, primer presidente del establecimiento de Surat —la ciudad ante la que había anclado el capitán del
Hector
—, muerto el 15 de abril de 1659 después de «haber vivido en una inmensa mansión en la que trompetas de plata anunciaban los innumerables platos de sus banquetes» y que «se paseaban por las calles de Surat precedido por su chambelán, su guardia de corps y el portador de la sombrilla imperial, bajo la cual avanzaba con particular dignidad». Estaban las de agentes de la civilización británica como Augustus Cleveland, un recaudador de impuestos de Bhagalpur muerto a la edad de veintinueve años, cuyo epitafio precisaba que «había llevado el progreso a una raza salvaje de montañeses de la jungla de Raj Mahal, les había comunicado el amor a la cultura y ligado para siempre a la Corona británica». Estaban todas las de los soldados del Imperio caídos gallardamente por su soberano y su país. El teniente W. H. Sitwell, del 31° regimiento indígena, había «muerto en el campo del honor a la edad de veintiún años, el 11 de febrero de 1850», cuando «joven, bello, valiente, noble, con un corazón generoso y lleno de esperanza, la vida le esperaba con todos sus sueños, que se desvanecieron de golpe. Pereció cargando gloriosamente, sable en alto, sobre el enemigo».

La India había permanecido fiel a sus leyendas hasta en la muerte. El teniente St. John Shaw, de la
Royal Horse Artillery
, había sucumbido «a las heridas causadas por una pantera el 12 de mayo de 1866, a la edad de veintiséis años». El mayor Archibald Hibbert, que mandaba la 80.ª batería de la
Royal Field Artillery
, había perecido el 15 de junio de 1902 cerca de Raipur «bajo los cuernos de un búfalo salvaje». Harris McQuaid había sido «pisoteado por un elefante en Saugh el 6 de junio de 1902», y Thomas Butler, contable de Obras Públicas de Jabalpur, había tenido «la desgracia de ser devorado por un tigre en la selva de Tilman el 25 de febrero de 1897». La muerte más insólita había sido la del general de Ingenieros Henry Durand, caído de su elefante durante el desfile de inauguración del arco de triunfo cuya altura había calculado mal.

Más anónimas, pero no menos simbólicas del precio en vidas humanas que había costado el sueño imperial inglés, eran las lápidas funerarias de todos los inspectores de Policía, ferroviarios, plantadores, misioneros, lanceros de Bengala, y de todas las esposas a quienes había vencido la enfermedad. Nadie fue perdonado, ni siquiera la mujer del primer virrey de la India, Lady Canning, que había muerto de fiebre de la jungla en su propio palacio, no obstante hallarse a cubierto de las pestilencias. Todavía más conmovedoras y reveladoras de los sacrificios impuestos a los conquistadores de la India imperial eran las pequeñas sepulturas de todos los niños que habían encontrado la muerte a consecuencia de un clima y una enfermedades que no habrían conocido jamás en la Inglaterra de sus padres. Dos epitafios sobre una misma losa del cementerio de Asigarn resumen a la perfección toda su crueldad: «19 de abril de 1845, Alexander, siete meses, hijo del ferroviario Johnson Scott y de su mujer Martha, muerto de cólera», «30 de abril de 1845, William John, cuatro años, hijo del ferroviario Johnson Scott y de su mujer Martha, muerto de cólera». Debajo estaba grabada la despedida de unos padres inconsolables:

Aquí yacen,

frutos salidos de las mismas entrañas,

dos niños

que una mortal enfermedad se llevó consigo

lejos de una Inglaterra

que jamás conocieron.

Funcionarios o soldados prestigiosos, estas generaciones de ingleses habían administrado la India como jamás fueron éstas administradas en el pasado. Entregados por completo a su tarea y sin más ambición que la de inspirar a una sociedad fundada en la desigualdad el respeto a la ley y la justicia, habían sido, con muy raras excepciones, hombres capaces e incorruptibles. Pero la insignificancia de su número y el complejo de superioridad racial que ardía en ellos les habían privado de verdaderos contactos con las poblaciones situadas bajo su autoridad. Este prejuicio Victoriano de la preeminencia del hombre blanco nunca ha sido más perfectamente expresado que por un antiguo administrador del
Indian Civil Service
en el curso de un debate parlamentario de principios de siglo. Existía, afirmó, «una convicción compartida por todos los ingleses que vivían en la India, desde el más poderoso hasta el más humilde, desde el plantador en su remoto bungalow hasta el director de un periódico de la capital, desde el prefecto de una gran provincia hasta el virrey en su trono: la convicción, arraigada en lo más profundo de cada uno, de pertenecer a una raza que Dios había elegido para gobernar y someter».

La muerte de seiscientos mil miembros de esta raza elegida en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial habría de asestar un primer golpe a la leyenda de una cierta India. Toda una generación de jóvenes destinados a patrullar a lo largo de la frontera afghana, a administrar los lejanos distritos y a galopar en sus caballos de polo sobre el polvo de los
maidans
había caído en las trincheras de Flandes. A partir de 1918, el reclutamiento del
Indian Civil Service
había resultado cada vez más difícil. Presintiendo la evolución de los tiempos, los supervivientes de la guerra preferían apartarse de una carrera que parecía destinada a finalizar mucho antes de la edad del retiro.

El uno de enero de 1947 solamente quedaban de servicio en la India un millar de supervivientes del
Indian Civil Service
, élite minúscula que, bien que mal, aún conseguía imponer la autoridad de la Gran Bretaña sobre cuatrocientos millones de hombres. Eran los últimos representantes de una raza de hombres llamados a desaparecer en la caída del colosal edificio condenado por la marcha inexorable de la Historia, y que una conversación secreta sostenida aquel día en Londres acababa de precipitar ineluctablemente.

Esta soberana, de mejillas regordetas, reinó sobre el más fabuloso imperio del mundo. Encarnando la vocación de la raza británica de dominar el universo, el 1º de enero de 1877, Victoria se hizo proclamar emperatriz de la India. Este inmenso territorio, poblado por 300 millones de almas, convirtióse en la joya de su corona. Todos los Maharajás, reunidos en Delhi aquél día, rogaron a los cielos por que fuese eterna la soberanía de Inglaterra sobre la India
(Foto Roger-Viollet)
.

Iniciada como una tímida aventura colonial, la conquista de la India dio nacimiento al último gran Imperio romántico del mundo. Con su palacio de 347 habitaciones y los escuadrones indios de su guardia, el virrey de la India era uno de los personajes más poderosos del Planeta. Su llegada a la India fue acompañada de un fasto extraordinario.

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