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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (2 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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I

EL ÚLTIMO IMPERIO ROMÁNTICO

U
n gran pueblo vivía un invierno de privaciones. Envuelto en niebla y melancolía, Londres tiritaba aquel uno de enero de 1947. Quizá nunca había conocido la capital británica un Año Nuevo tan lúgubre. Aquella mañana de fiesta, pocos eran los hogares que disponían de suficiente agua caliente como para llenar una bañera. Y aún eran menos los londinenses que tenían la habitual resaca de su cena de Nochevieja. El escaso whisky puesto a la venta para las fiestas al precio de ocho libras esterlinas la botella, más de mil pesetas, se había agotado rápidamente. Sólo unos cuantos coches se deslizaban por las abandonadas calles, fantasmas fugitivos de una nación privada de gasolina. Envueltos en sus abrigos, anticuados y raídos después de seis años de guerra o en heterogéneos uniformes gastados por el uso, varios transeúntes caminaban apresuradamente con la cabeza hundida entre los hombros y una expresión hosca en el semblante. En los días de lluvia, al desprenderse de las ruinas que sembraban la ciudad un tufo a podredumbre y materiales quemados, un olor especial impregnaba las calles. Los escombros se amontonaban todavía en los muelles y el barrio que rodea la catedral de San Pablo. Siniestros blocaos de hormigón continuaban alzándose en ciertas plazas, y las alambradas cubrían los céspedes de Green Park.

Esta capital triste y martirizada era, sin embargo, la de un país vencedor. Diecisiete meses antes, Inglaterra había ganado la guerra más espantosa de la Historia de la Humanidad. La gesta de su pueblo, su valor ante la adversidad y su tenacidad indomable le habían valido la admiración del mundo. Pero ahora pagaba el exorbitante precio de esta victoria. Su industria estaba paralizada y sus arcas vacías. Más de dos millones de ingleses se encontraban en paro. El año que comenzaba sería el octavo que vivirían bajo un régimen de draconianas restricciones. Todos o casi todos los bienes de consumo se hallaban sometidos a un severo racionamiento: los alimentos, los combustibles, el alcohol, la energía, las prendas de vestir, hasta la famosa
stout
de los
pubs
y las pelotas de cricket. Los periódicos proponían, incluso, las recetas de los humoristas para
reciclar
el papel higiénico. «Cinturón y sabañones» era la nueva divisa del pueblo que había derribado a Hitler haciendo obstinadamente la «V» de la victoria. Apenas una familia de cada quince había podido permitirse el lujo de comer pavo en Navidad y, hallándose gravados los juguetes con un impuesto del cien por cien, muchos zapatos infantiles habían quedado vacíos ante la chimenea. Los puestos de los mercados y los escaparates de las tiendas generalmente lucían carteles anunciando: «No hay…» No hay patatas, no hay leña, no hay carbón, no hay cigarrillos, no hay tocino. La triste realidad con la que se enfrentaba Inglaterra aquella mañana de Año Nuevo había sido resumida en una frase cruel por su más grande economista: «Somos un país pobre —había afirmado John Maynard Keynes a sus compatriotas— y debemos aprender a vivir en consecuencia».

Sin embargo, los ingleses eran ricos. Un documento azul y oro, el pasaporte británico, les otorgaba el privilegio de penetrar libremente en más territorios que ningún otro ciudadano de ningún otro país del mundo. Aquel uno de enero de 1947 el extraordinario conjunto de posesiones, de colonias, de protectorados y de condominios que constituía el Imperio británico se mantenía intacto. La existencia de 563 millones de hombres —fantástico mosaico de pueblos, tamules y chinos, bosquimanos y hotentotes del Sudoeste africano, aborígenes drávidas y melanesios, australianos, escoceses, canadienses y tantos otros— aún dependía de las decisiones de estos ingleses que temblaban de frío en un Londres sin calefacción. Los 291 territorios de este dominio, desparramados por toda la superficie del planeta, incluían posesiones tan vastas como el Canadá, la India o Australia, y entidades tan minúsculas e ignoradas como Bird Island, Bramble Bay y Wreck Reef. Ni Alejandro, ni César, ni Carlomagno, habían reinado jamás sobre extensiones semejantes. Se mantenía justificado el más grande orgullo de Inglaterra: cada vez que el carillón del «Big Ben» resonaba sobre las ruinas del centro de Londres, los pliegues tricolores de la Unión Jack se elevaban a lo alto de un mástil en alguna parte del Imperio Británico. Durante tres siglos, sus manchas rojas que invadían los mapamundis habían exaltado la imaginación de los escolares de Inglaterra, los apetitos de sus mercaderes, las ambiciones de sus aventureros. Sus materias primas habían alimentado las fábricas de la revolución industrial y sus territorios proporcionado un privilegiado mercado para sus productos. De un pequeño reino insular de menos de cincuenta millones de almas, el Imperio había hecho la nación más poderosa del Globo, y de Londres, la capital del Universo.

Sin ruido, casi furtivamente, un «Austin Princess» negro se dirigía aquella mañana hacia el corazón de la ciudad. Mientras pasaba ante el palacio de Buckingham y enfilaba el Mail, su único pasajero contemplaba con melancolía la amplia avenida que desfilaba ante sus ojos. ¡Cuántas veces, pensaba, había celebrado Gran Bretaña sus triunfos a lo largo de esta arteria! Medio siglo antes, el 20 de junio de 1897, la carroza dorada de la reina Victoria la había recorrido con ocasión de la grandiosa fiesta que señaló el apogeo de su reinado, sus bodas de diamante. Gurkhas del Nepal, sikhs del Penjab, pathans de la frontera afghana, housas de Costa de Oro, swahilis de Kenya, sudaneses, jamaicanos, malasios, chinos de Hong Kong, cazadores de cabezas de Borneo, australianos y canadienses habían desfilado entre los aplausos del enérgico pueblo que gobernaba el Imperio, al que tan orgullosos estaban de pertenecer. Los ingleses habían vivido gracias a él un sueño fabuloso. Pero la herencia de este pasado sin par iba a serles muy pronto arrebatada. La era del imperialismo había muerto, y el simple reconocimiento de esta evidencia histórica era lo que, aquel uno de enero de 1947, motivaba el paso solitario del «Austin Princess» negro por el Mail. Una llamada oficial había obligado a su pasajero a interrumpir unas vacaciones en Suiza, con su familia, para hacerle regresar urgentemente a Londres, donde acababa de llevarle un avión especial de la R.A.F. El automóvil se detuvo ante la puerta sin duda más fotografiada del mundo, la del número 10 de Downing Street. Durante seis años, la Prensa mundial había asociado la imagen de esta puerta con una silueta familiar tocada con un negro sombrero de fieltro, un puro en la boca, un bastón en una mano y la otra levantada haciendo la «V» de la victoria. Winston Churchill no vivía ya en esta casa, desde la que había librado dos grandes batallas, una para vencer a Hitler, la otra para defender el Imperio Británico.

Un nuevo Primer Ministro residía ahora en el 10 de Downing Street, un profesor socialista que Churchill había rebajado al rango de individuo modesto que no carece de razones para serlo». Clement Attlee y el partido laborista habían llegado al poder firmemente decididos a iniciar la descolonización del Imperio Británico. Para ellos, este proceso histórico debía ineludiblemente comenzar por la emancipación del vasto territorio densamente poblado que se extendía desde el paso de Khyber hasta el cabo Comorin: la India. Esta soberbia construcción, el Imperio de la India, constituía la piedra angular y la justificación del Imperio entero, su logro más noble y el objeto de su más vigilante atención. Con sus lanceros bengalíes y sus maharajás cubiertos de joyas, sus cacerías de tigres y sus elefantes reales engualdrapados de oro, sus plantaciones de té y sus junglas tropicales, sus
sadhus
[1]
y sus altivos
memsahibs
[2]
, la India había encarnado el sueño imperial. Para poner fin a este sueño había sido convocado por el Primer Ministro el joven almirante que llegaba ante su puerta.

A sus cuarenta y seis años, Louis Francis Albert Víctor Nicholas Mountbatten, vizconde de Birmania era una de las más célebres personalidades de Inglaterra. Medía 1,80, y ni una sola onza de grasa deformaba su cintura. Pese a las abrumadoras responsabilidades que había asumido durante los seis últimos años, no había la menor huella de fatiga o de tensión en su rostro, tan conocido por los millones de lectores de la Prensa popular inglesa. La regularidad perfecta de sus facciones y los ojos azules resaltados por el color castaño de los cabellos contribuían a que pareciera más joven aún la máscara voluntaria y distinguida de este atleta que parecía salir de un estadio de la antigua Grecia.

Lord Mountbatten sabía por qué lo habían llamado a Londres. Desde que dejara su mando supremo interaliado del Sudeste asiático, había respondido con frecuencia a la invitación del Primer Ministro, deseoso de conocer su opinión sobre los asuntos concernientes a esa parte del mundo. Durante Su última visita, el interés de Clement Attlee se había concentrado, sin embargo, en un país que no perteneció al teatro de operaciones bajo su autoridad: la India. Mountbatten había experimentado de pronto «una impresión muy desagradable». Su premonición resultó justificada. En efecto, Attlee tenía la intención de nombrarle virrey de la India, de concederle así el puesto más elevado del Imperio, la prestigiosa función de una larga estirpe de ingleses que habían presidido los destinos de una quinta parte del género humano. Pero Clement Attlee no había elegido a Louis Mountbatten para gobernar el Imperio de la India, sino para llevar a cabo la misión más dolorosa que podía desempeñar un británico: organizar la salida de Inglaterra de la India.

Este prestigioso almirante de sangre real no quería por nada del mundo que se le confiara esta tarea de verdugo. Con la ingenua esperanza de obligar a Attlee a renunciar a su nombramiento, había subordinado su aceptación a toda una gama de exigencias que iban desde la selección caprichosa de un equipo de colaboradores hasta la puesta a su disposición de un avión tetramotor especial. Con gran consternación por su parte, Attlee había accedido a todas sus peticiones. Por eso, Mountbatten estaba decidido a presentar ahora nuevas pretensiones particularmente audaces.

Con su cara pálida, su aire triste y sus trajes de mediana calidad, aparentemente rebeldes a las caricias de una plancha, el Primer Ministro Clement Attlee simbolizaba a la perfección la atmósfera gris y siniestra del momento. Que este viejo jefe socialista hubiera podido pensar en el seductor jugador de polo, primo del rey de Inglaterra, para liquidar la perla del Imperio podía, a primera vista, antojarse absurdo. Sin embargo, esta elección era más juiciosa de lo que parecía. Las numerosas filas de condecoraciones que adornaban la pechera del uniforme del joven almirante revelaban cualidades que su imagen pública no siempre había popularizado. Sus responsabilidades en el Sudeste asiático le habían permitido adquirir un conocimiento excepcional de los movimientos nacionalistas indígenas. Había negociado con los guerrilleros de Ho Chi Minh en Indochina, con Sukarno en Indonesia y Aung San en Birmania, con los comunistas chinos de Malasia y los sindicalistas revolucionarios de Singapur. Convencido de que estos hombres representaban el futuro de Asia, había buscado el medio de entenderse con ellos en lugar de intentar suprimirlos, como le exhortaban sus consejeros. El movimiento nacionalista con el que tendría que tratar si iba a la India era el más antiguo y el más poderoso de todos. En veinticinco años de agitación y de acción, sus jefes habían logrado que las masas indias obligaran al Imperio más grande de todos los tiempos a renunciar a su dominio. Juiciosamente, Inglaterra prefería ahora retirarse antes de ser expulsada por la fuerza.

Clement Attlee expuso a su visitante el sombrío cuadro de la situación en la India. El clima se deterioraba de día en día, declaró, y había llegado el momento de tomar una decisión. Una sorprendente paradoja de la Historia hacía, en efecto, que en el momento crítico de conceder a los indios su libertad, Inglaterra no supiera cómo proceder. La consumación que debía marcar la apoteosis de su reinado amenazaba con transformarse en pesadilla. Había conquistado y gobernado la India derramando menos sangre de la que habían hecho correr la mayor parte de las demás aventuras coloniales, pero su marcha arriesgaba desencadenar una terrible explosión de violencia entre las poblaciones indígenas súbitamente privadas de su guardián.

Las raíces de esta tragedia se hundían en el inmemorial antagonismo que enfrentaba a los trescientos millones de hindúes con los cien millones de musulmanes que vivían en la India. Mantenido por la tradición, la historia y las religiones violentamente contrarias, solapadamente exacerbado en el pasado por la política británica que había tratado de «dividir para reinar», el conflicto estaba a punto de estallar. Ahora, los jefes de los cien millones de musulmanes exigían que Gran Bretaña desgarrase la unidad de la India tan duramente edificada para darles un Estado islámico independiente. En caso de negativa, amenazaban con provocar la guerra civil más sangrienta que Asia hubiera conocido jamás. Igualmente decididos a oponerse a esta ambición estaban sus adversarios, los dirigentes del partido del Congreso, que agrupaba a la mayoría de los trescientos millones de hindúes. A sus ojos, la división del subcontinente indio sería una mutilación odiosamente sacrílega de su patria histórica.

Atrapada entre estas dos posiciones aparentemente inconciliables, Inglaterra se hundía cada día más en un avispero del que parecía incapaz de librarse. Sus numerosos intentos para conseguirlo habían fracasado. La situación era ahora tan desesperada que el actual virrey, mariscal Sir Archibald Wavell, acababa de presentar a Londres un verdadero plan para echar a pique el Imperio de la India. Como último recurso, sugería que el Gobierno «anuncie la intención de Gran Bretaña de retirarse de la India en el momento y de la manera exigidos por el respeto a sus intereses; y que consideraría todo intento de entorpecer esta operación como un acto de guerra, al cual respondería con todos los medios a su disposición». Gran Bretaña y la India se encaminaban, pues, hacia un tremendo desastre, precisó Clement Attlee a Mountbatten. Todas las mañanas llegaban telegramas informando a Londres de sangrientos incidentes acaecidos en nuevos rincones de la India. Era necesario actuar con rapidez. El actual virrey no se hallaba en condiciones de corregir la situación. Este valeroso soldado carecía de la elocuencia necesaria para establecer contactos válidos con sus volubles interlocutores indios. Sólo una personalidad nueva, un enfoque original, permitirían contener la crisis. Por ello, Mountbatten debía considerar como un deber de Estado el aceptar sustituir al virrey.

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