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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (7 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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El segundo concepto fundamental del hinduismo, la reencarnación, estaba igualmente ligado, de cierta manera, al sistema de castas. Los hindúes consideraban que el cuerpo no es más que una envoltura provisional del alma. La vida del cuerpo es sólo una de las numerosas encarnaciones del alma durante su viaje a través de la eternidad, cadena que empieza y termina en la unión con el cosmos. El balance del bien y el mal acumulados durante todas las existencias mortales se llama el
karma
. El
karma
determina si en su nueva encarnación, un alma va a elevarse o a descender en la jerarquía de las castas. Esta sanción moral había suministrado así al poder el medio ideal para mantener las desigualdades sociales. Del mismo modo que la Iglesia cristiana invitaba a los siervos de la Edad Media a soportar su suerte mostrándoles la esperanza en recompensas de la vida eterna, el hinduismo alentó a los indigentes de la India a aceptar la suya con resignación; ésta constituía el medio más seguro de obtener un destino mejor en una próxima encarnación.

Los musulmanes, para quienes el Islam representaba una privilegiada fraternidad de creyentes, lanzaron su anatema sobre este sistema. Religión acogedora y generosa, la fe de Mahoma atrajo millones de conversos hacia las mezquitas. La mayoría de estos nuevos fieles, provenía, evidentemente, de los parias del hinduismo, los intocables. Éstos encontraban inmediatamente en el Islam la rehabilitación que solamente se les había prometido en una lejana encarnación, escapando al mismo tiempo al impuesto sobre los infieles.

Al producirse el derrumbamiento del Imperio mogol a principios del siglo XVIII, un renacimiento hindú se extendió clamorosamente a través de la India, originando una oleada de sangrientos conflictos entre hindúes y musulmanes. Vinieron después Inglaterra, su
pax britannica
y un apaciguamiento temporal. Pero subsistía la recíproca desconfianza que separaba a las dos comunidades. Los hindúes no olvidaban que la mayoría de los musulmanes descendían de intocables que habían abandonado en otro tiempo su religión para escapar a su condición. Se negaban a ingerir el menor alimento en compañía de un musulmán, cuya sola presencia estaba considerada como una contaminación. Un contacto corporal con un musulmán obligaba a un brahmán a largas purificaciones rituales.

Hindúes y musulmanes vivían juntos en el distrito de Noakhali, que visitaba Gandhi, del mismo modo que compartían los millares de aldeas del norte de la India, de Bihar, de las Provincias Unidas y del Penjab. Si bien se mezclaban en la vida cotidiana, hasta el punto de prestarse sus herramientas e ir unos a las fiestas de los otros, sus lazos no pasaban de ahí. Los matrimonios entre las dos comunidades permanecían prácticamente desconocidos. Vivían en barrios separados. Una carretera o un camino, a menudo llamados la Ruta del Medio, servía de frontera. Los musulmanes vivían a un lado, los hindúes al otro. Unos y otros extraían su agua de pozos distintos, y un hindú habría preferido morir de sed antes que beber el agua de un pozo musulmán situado a sólo unos metros del suyo. Los niños hindúes aprendían a leer y escribir en hindú con el pandit del pueblo, los jóvenes musulmanes recibían en urdu la enseñanza del jeque de la mezquita. Incluso las atávicas drogas a base de hierbas y de orina de vaca a las que todos habían recurrido para luchar contra enfermedades idénticas estaban elaboradas según dosis y ritos diferentes.

A estas distinciones sociales y religiosas se añadió muy pronto una división más insidiosa aún, la desigualdad económica. Los hindúes fueron más rápidos que los musulmanes en comprender las ventajas que la educación británica y el pensamiento occidental aportaban a la India. Además, aunque los ingleses se sentían socialmente más cercanos a los musulmanes, fueron los hindúes quienes hicieron funcionar los engranajes de la maquinaria administrativa británica. Se convirtieron en los financieros, los hombres de negocios, los administradores del país. Con los parsis, minoría surgida de los zoroastrianos, adoradores del fuego de la Persia antigua, monopolizaban los seguros, la Banca, el gran comercio y las escasas industrias nacientes. En las ciudades y las pequeñas aglomeraciones, constituían la clase comerciante dominante. Casi en todas partes el papel de usurero era asumido por hindúes, en parte debido a sus aptitudes, en parte porque la ley coránica prohíbe a los musulmanes el comercio del dinero.

Los grandes burgueses musulmanes, muchos de los cuales descendían de los conquistadores mogoles, continuaban siendo, cuando no habían elegido el oficio de las armas, grandes terratenientes. En cuanto a las masas musulmanas, las estructuras de la sociedad india rara vez les habían permitido, pese a su nueva religión, escapar a la condición de parias que había sido la suya. Volvían a encontrarse en los campos, campesinos sin tierra encadenados a las explotaciones de grandes propietarios hindúes o musulmanes, y en las ciudades como pequeños artesanos generalmente al servicio de comerciantes hindúes.

Esta desigualdad económica ahondaba más aún el abismo religioso y social que separaba de forma irreversible a las dos comunidades y mantenía constante la posibilidad de una matanza como la que acababa de sumergir en un baño de sangre a la aldea de Srirampur. Podía desencadenarla la menor chispa, y cada comunidad tenía sus provocaciones favoritas. Para los hindúes, era la música. No tenían medio más seguro de desencadenar la cólera de sus vecinos musulmanes que el de turbar su oración del viernes con un concierto blasfemo ante la mezquita. Para los musulmanes, el mejor desafío debía ejercerse sobre un animal, una de esas reses esqueléticas que rondan por las calles de todas las ciudades y de todos los pueblos de la India y son objeto de un singular respeto por parte del hinduismo, las «vacas sagradas».

La veneración por la vaca se remonta a los tiempos bíblicos, en los que el destino de las tribus arias que marchaban hacia el subcontinente estaba en función de la vitalidad de sus rebaños. Así como los rabinos de la antigua Judea prohibieron a los judíos el consumo de carne de cerdo para salvarles de los estragos de la triquinosis, los sabios de la India antigua habían sacralizado la vaca para salvar de la matanza a los rebaños de los que dependía la supervivencia de sus pueblos.

En 1947 la India poseía el rebaño más importante del mundo: doscientos millones de cabezas, cinco veces más que franceses en Francia, es decir, un bóvido por cada dos indios. Cuarenta millones de estos animales no daban ni siquiera un litro de leche al día. Otros cuarenta o cincuenta millones, uncidos a los carros y a los arados, servían de animales de tiro. El resto, unos cien millones de cabezas, estériles e inútiles, erraban a su antojo a través de los campos y las ciudades, robando diariamente a diez millones de indios parte de su exigua pitanza. El más elemental instinto de supervivencia habría exigido la destrucción de estos animales, pero la superstición era tan tenaz que la muerte de una sola vaca continuaba siendo un crimen inexpiable para los hindúes. El propio Gandhi proclamaba que, al proteger a la vaca, el hombre protegía a toda la obra de Dios.

Este respeto idólatra inspiraba a los musulmanes la más viva repugnancia. Encontraban un maligno placer en hacer pasar ante las puertas de los templos hindúes las vacas que conducían al matadero. En el transcurso de los siglos, millares de seres humanos habían acompañado a estos animales a la muerte, víctimas de los sangrientos disturbios que seguían inevitablemente a tales provocaciones. Durante su reinado en la India, los ingleses lograron mantener un frágil equilibrio entre las dos comunidades, no vacilando en servirse de sus antagonismos para facilitar su propia dominación. Al principio, la lucha por la independencia de la India fue obra de una pequeña élite intelectual. Olvidando sus prejuicios raciales y religiosos, hindúes y musulmanes trabajaron codo a codo por un fin común. Paradójicamente, Gandhi fue quien destruyó esta asociación.

Era inevitable que en esta región del mundo, la más impregnada de espiritualidad, el combate por la libertad adoptara la forma de una cruzada. Nadie era más tolerante que Mohandas Gandhi. Pero sus esfuerzos para asociar a los musulmanes a su campaña de liberación, no pudieron impedir que fuera considerado, ante todo, como un santo hombre hindú. Fatalmente, su movimiento por la independencia se teñiría de una coloración religiosa hindú que no tardaría en despertar la sospecha de los musulmanes. Su desconfianza fue agravándose a medida que se veían despojados por sus rivales hindúes de su justa parte del poder local. Un angustioso temor fue creciendo en la conciencia musulmana: la de encontrarse sumergida en una India independiente bajo dominación hindú y condenada a la existencia de una minoría indefensa en el país que habían conquistado sus antepasados mogoles. Sólo una secesión y su reagrupamiento en un Estado independiente podían ofrecer a los musulmanes indios la perspectiva de escapar a ese destino.

El proyecto de crear un Estado musulmán autónomo había sido formulado por primera vez el 28 de enero de 1933 en un documento mecanografiado de cuatro páginas y media redactado en Inglaterra, en una casa de campo de Cambridge. Su autor, Rahmat Ali, era un universitario indio musulmán de cuarenta años de edad. La idea de que la India constituía una sola nación, era, según él, una «absurda mentira». «No nos dejaremos crucificar en la cruz del nacionalismo hindú», escribía Rahmat Ali. Reclamaba la reunión de las provincias del noroeste de la India, donde los musulmanes constituyen mayoría, el Penjab, Cachemira, Sind, la provincia fronteriza del Noroeste, y el Beluchistán. Proponía incluso un nombre para el nuevo Estado: «Pakistán», el país de los puros.

Adoptada por los jefes nacionalistas de la Liga musulmana, la sugerencia de Rahmat Ali inflamó poco a poco la imaginación de las masas musulmanas indias. Sus progresos se veían alentados además por el chauvinismo de que daban muestras los dirigentes hindúes del partido del Congreso obstinándose en negar hasta la menor concesión política a sus rivales musulmanes.

El acontecimiento que serviría de catalizador al odio que enfrentaba a musulmanes e hindúes se produjo el 16 de agosto de 1946, cinco meses antes de la salida de Gandhi en su peregrinación de penitencia. Su escenario fue la segunda ciudad del Imperio británico después de Londres, una metrópoli cuya reputación de violencia y salvajismo no tenía rival, Calcuta. La larga tradición criminal de esta ciudad había enriquecido los diccionarios de la lengua inglesa con la palabra «thug», estrangulador, nombre de una secta cuyos miembros desvalijaban a sus víctimas después de haberlas estrangulado con un pañuelo en cuyas esquinas estaban cosidas medallas con la efigie de Kali, la diosa hindú de la destrucción. El infierno, se decía, era haber nacido intocable en los suburbios de Calcuta. Allí se amontonaba la mayor concentración mundial de indigentes, musulmanes e hindúes entremezclados sin orden ni concierto.

Al amanecer del 16 de agosto de 1946, grupos de fanáticos musulmanes salieron aullando de sus cuchitriles. Blandían porras, barras de hierro, palas. Ese era el resultado del llamamiento lanzado por la Liga musulmana declarando el 16 de agosto de 1946 «jornada de acción directa», a fin de demostrar a los ingleses y a los hindúes que los musulmanes estaban dispuestos «a conquistar por sí solos el Pakistán y, si era necesario, por la fuerza». Estos homicidas asesinaron implacablemente a todos los hindúes que encontraban, arrojando sus despojos a las alcantarillas. La Policía, aterrorizada, evitó prudentemente intervenir. Muy pronto, espesas columnas de humo se elevaron en numerosos puntos por encima de la ciudad: los bazares hindúes ardían. Pocas horas después, los hindúes salieron, a su vez, de sus barrios, exterminando a todos los musulmanes que encontraban. Jamás en toda su violenta historia había conocido Calcuta veinticuatro horas de un salvajismo semejante. Hinchados como odres llenos, decenas de cadáveres flotaban a la deriva por el río Hooghly, que atraviesa la ciudad. Cuerpos mutilados cubrían las calles. En todas partes, quienes más habían sufrido eran los débiles indefensos. En una plaza, yacía toda una hilera de
coolies
, apaleados hasta la muerte en el lugar mismo en que los habían sorprendido sus asesinos, entre las varas de sus carritos. Cuando la carnicería hubo terminado, Calcuta quedó en poder de los buitres. Volaban en bandadas compactas, lanzándose continuamente en picado para alimentarse con la carne de los seis mil muertos de la jornada.

Esta matanza de Calcuta desencadenó nuevos asesinatos musulmanes en el distrito de Noakhali y, luego, feroces represalias hindúes en la vecina provincia de Bihar. Iba a cambiar el rumbo de la historia de la India. Durante años, los musulmanes habían predicho que un terrible cataclismo anegaría a la India si les era negado un Estado nacional. Su amenaza adquiría entonces aterradora realidad. El móvil que había lanzado a Gandhi a los pantanos de Noakhali —la guerra civil— se perfilaba en el horizonte.

Para otro hombre, para el glacial y brillante abogado musulmán que durante un cuarto de siglo había sido el principal adversario de Gandhi, esta perspectiva se convertía hoy en el mejor medio de desgarrar el mapa de la India y conquistar el Pakistán. Era él, Mohammed Ali Jinnah, más aún que Gandhi, quien en aquel uno de enero de 1947 poseía la llave del futuro de la India. Este severo e inflexible mesías musulmán era con quien debía enfrentarse el bisnieto de la reina Victoria a su llegada a la India. En el curso de una manifestación en Bombay, en agosto de 1946, Mohammed Ali Jinnah extrajo para sus partidarios las lecciones de las matanzas de Calcuta. Si los hindúes quieren la guerra, anunció ese día, los musulmanes indios «la aceptan sin vacilar».

Con los labios crispados en una despreciativa sonrisa, había lanzado entonces un desafío tanto a los hindúes como a los ingleses: «O provocaremos la división de la India, o provocaremos su destrucción».

III

LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD

S
abéis que me ocurre algo terrible? —confió Louis Mountbatten.

Los dos primos estaban solos en la intimidad de un salón privado del palacio de Buckingham. Ningún protocolo regía las relaciones de este género de entrevistas. Sentados mano a mano como dos compañeros de colegio, el rey Jorge VI y el joven almirante charlaban tranquilamente mientras tomaban el té. Mountbatten había deseado ardientemente esta entrevista. Su primo Jorge VI representaba su último recurso, la débil esperanza de escapar a la mala suerte de haber sido elegido para cortar los lazos de Inglaterra con la India. Después de todo, el rey era emperador de la India y tenía la facultad de sancionar o desaprobar su nombramiento de virrey.

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