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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (10 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Gandhi fue enviado a Inglaterra para estudiar Derecho, con la esperanza de que pudiera suceder a su padre como Primer Ministro del principado. Semejante viaje representaba considerables sacrificios para una piadosa familia hindú. Ningún miembro de su familia había ido nunca al extranjero antes que él. Gandhi fue solemnemente excluido de su casta de mercaderes, pues, a los ojos de sus mayores, su viaje al otro lado de los mares no podía por menos de mancharlo para siempre.

En Londres, Gandhi fue terriblemente desgraciado. Era tan tímido que el solo hecho de dirigir la palabra a un extranjero le hacía sufrir lo indecible. Su desmedrado aspecto y su atavío ofrecían un patético espectáculo en el mundo sofisticado del Foro de Londres. Flotaba en el interior de su traje mal cortado y, a sus diecinueve años, parecía tan enclenque, tan trágicamente anónimo, que sus compañeros de Facultad le tomaban a veces por un recadero.

Gandhi decidió que el único medio de escapar a su calvario era transformarse en un gentleman británico. Abandonó sus ropas de Bombay, sustituyéndolas por una chistera de seda, un frac, botas de charol, guantes blancos y un bastón con puño de plata. Adquirió una loción para ordenar sus rebeldes cabellos y se pasó horas enteras ante un espejo contemplando su nuevo aspecto y ejercitándose en la tarea de hacer un nudo de corbata. Compró, incluso, un violín, se matriculó en un curso de baile, contrató un profesor de francés y un maestro de elocución.

Los resultados de esta empresa fueron tan desastrosos como lo había sido su experiencia con la carne de cabra. No logró arrancar más que vagos chirridos a su violín. Sus pies rechazaron la opresión de los botines de Bond Street, su lengua, pronunciar una sola palabra de francés, y todas las lecciones de elocución resultaron impotentes para liberar el espíritu que trataba de expresarse tras una abrumadora timidez. Incluso una visita a una casa de placer terminó en fracaso. Gandhi no pudo nunca pasar del salón. Renunciando entonces a copiar a los ingleses, decidió volver a ser él mismo. En cuanto obtuvo el título, se apresuró a regresar a la India.

Su regreso no tuvo nada de triunfal. Durante meses, vagó por los tribunales de Bombay en busca de una causa que defender. El hombre cuya voz levantaría un día a todo un pueblo se mostraba incapaz de articular las frases susceptibles de impresionar a un magistrado.

Este fracaso dio lugar al primer gran punto de inflexión en la vida de Gandhi. Decepcionada, su familia lo envió a África del Sur para que se encargase del proceso de un pariente lejano. Su viaje debía de durar unos meses. Permanecería ausente durante un cuarto de siglo. Allí, en aquella tierra hostil y remota, Gandhi descubrió los principios filosóficos que iban a transformar su vida y la historia de la India.

Nada en su actitud delataba la menor vocación a la ascesis o la santidad cuando en abril de 1893 desembarcó en el puerto de Durban. El futuro profeta de la pobreza hizo su entrada en África del Sur vestido con la elegante levita de los abogados londinenses y un blanco cuello almidonado para defender allí la causa del comerciante indio que lo había contratado.

La verdadera toma de contacto de Gandhi con este nuevo país se produjo durante un viaje en ferrocarril desde Durban a Pretoria. Al final de su vida, Gandhi todavía consideraba este viaje como «la experiencia más decisiva de su existencia». Hacia la mitad del recorrido, un blanco irrumpió en su departamento de primera clase y le ordenó que se fuera al vagón de equipajes. Gandhi, que llevaba un billete de primera, se negó. En la parada siguiente, el blanco llamó a un policía, y Gandhi fue expulsado del tren en plena noche. Completamente solo, tiritando de frío porque no se atrevía a reclamar sus efectos personales, que había depositado en consigna, Gandhi pasó una noche de profunda aflicción. Era su primer enfrentamiento con la injusticia racial. Como un joven caballero de la Edad Media velando sus armas antes de recibir el espaldarazo, imploró al dios del
Gita
que le diera valor y luz. Cuando los primeros albores del día aparecieron sobre la pequeña estación de Maritzbourg, el joven tímido y desmañado había tomado la decisión más importante de su vida. En lo sucesivo, Mohandas Gandhi diría «no».

Una semana después pronunciaba su primer discurso público ante los indios de Pretoria. El abogado principiante que había mostrado una enfermiza timidez en los tribunales de Bombay recuperaba de repente el uso de su lengua. Exhortó a sus hermanos a unirse para defender sus intereses, y, en primer lugar, a hacerlo en la lengua inglesa de sus opresores. Al día siguiente por la tarde, Gandhi comenzaba, sin darse cuenta de ello, la cruzada que habría de liberar un día a cuatrocientos millones de indios, enseñando la gramática inglesa a un tendero, un peluquero y un empleado. Y muy pronto logró su primera victoria. Obtuvo de las autoridades ferroviarias el derecho para los indios convenientemente vestidos a viajar en primera o en segunda clase en los trenes sudafricanos.

Cuando terminó el proceso que había motivado su viaje, Gandhi decidió quedarse en África del Sur. Se convirtió en el paladín de la comunidad india local y, a la vez, en un floreciente abogado. Leal al Imperio Británico, a pesar de sus injusticias raciales, participó junto a los ingleses en la guerra de los boers dirigiendo un cuerpo de ambulancias.

Diez años después de su llegada, otro viaje en ferrocarril provocó el segundo gran punto de inflexión de su vida. En 1904, una tarde, al subir al tren Johannesburgo-Durban, un amigo inglés le ofreció un libro del filósofo John Ruskin titulado
Unto This Last
. Gandhi se pasó toda la noche devorando esta obra. Fue su revelación en el camino de Damasco. Antes de llegar a su destino a la mañana siguiente, había prometido renunciar a todos los bienes de este mundo y vivir conforme al ideal de Ruskin. La riqueza no era más que un arma para engendrar esclavitud, escribía el filósofo. Un campesino servía tan bien a la sociedad con su azada como un abogado con su talento oratorio, y la vida del que removía la tierra era la única que valía la pena de ser vivida.

La decisión de Gandhi era tanto más extraordinaria cuanto que, en aquel momento de su vida, era un hombre sumamente próspero que ganaba más de cinco mil libras esterlinas al año, cantidad enorme para el África del Sur de la época. No obstante, hacía dos años que sentía fermentar la duda en su interior. Se hallaba obsesionado por la moral de la privación que predica el
Bhagavad Gita
como condición de todo despertar espiritual. Él se había lanzado ya por este camino. Se cortaba el cabello, lavaba su ropa y vaciaba él mismo sus letrinas. Había engendrado su último hijo. Las páginas de Ruskin le confirmaron en esta actitud.

Pocos días después, Gandhi instaló a su familia y a un grupo de amigos en una finca de cincuenta hectáreas situada cerca del pueblo de Phoenix, a veinte kilómetros de Durban, en plena región zulú. Era un lugar triste y desolado, con una casucha en ruinas, naranjos, moreras y mangos, una fuente y serpientes en abundancia. Gandhi iba a adquirir allí los hábitos que le gobernarían hasta su muerte: en primer lugar, la renuncia a las posesiones materiales; luego, el esfuerzo para satisfacer de la manera más simple las necesidades del hombre; todo ello ligado a una vida en comunidad, en la que el trabajo de cada uno tenía el mismo valor y en que los bienes eran compartidos por todos.

Quedaba todavía por realizar un doloroso sacrificio: el voto de
brahmacharya
, el juramento de continencia que obsesionaba a Gandhi desde hacía años. La cicatriz que habían dejado en su memoria las circunstancias de la muerte de su padre, el deseo de no tener más hijos, su creciente fervor religioso, todo le llevaba a esta resolución. Una tarde de verano del año 1907, Gandhi anunció solemnemente a su esposa Kasturbai que había hecho voto de
brahmacharya
. Comenzado en un alegre frenesí a los trece años, el ciclo de su vida amorosa alcanzaba su conclusión a los treinta y siete.

El
brahmacharya
representaba para Gandhi mucho más que una simple represión de los apetitos sexuales. Quería lograr el dominio de todos los sentidos. Esto significaba el control de las emociones, de la alimentación, de la palabra, la supresión de la cólera, de la violencia y del odio, en resumen, la ascensión a un estado sin deseos próximos al ideal del
Gita
. Esta elección señaló su definitiva inserción en la vía de la ascesis, el último acto de su transformación. Ninguna de las decisiones que tomó Gandhi le obligaría a un combate interior tan violento como su voto de castidad. Estaba condenado a librarlo, bajo una u otra forma, durante el resto de sus días.

Al luchar en favor de sus hermanos que se encontraban en África del Sur, Gandhi elaboró las dos doctrinas que habrían de hacerle mundialmente célebre, la no violencia y la desobediencia civil. Curiosamente, fue un texto del Evangelio lo que le llevó a meditar sobre la no violencia. Se había sentido turbado por el consejo de Cristo a sus discípulos de que presentaran la otra mejilla a sus agresores. El hombrecillo había aplicado ya espontáneamente esta regla muchas veces al soportar estoicamente las humillaciones y los golpes de los blancos. La ley del talión —«ojo por ojo, diente por diente»— solamente podía conducir a un mundo de ciegos, estimaba, y no se modifican las convicciones de un hombre cortándole la cabeza, como tampoco se insufla el amor en un corazón perforándolo con una bala. La violencia engendra la violencia. Gandhi quería transformar a los hombres con el ejemplo del bien y reconciliarlos con la voluntad de Dios, en lugar de dividirlos con sus antagonismos.

El Gobierno de África del Sur le proporcionó la ocasión de experimentar sus teorías en el otoño de 1906. El pretexto fue un proyecto de ley que obligaba a todos los indios de más de ocho años a inscribirse en los registros de la Policía y a poseer una tarjeta de identidad particular con huellas dactilares. El 11 de setiembre de 1906, ante una multitud de encolerizados indios reunidos en el «Teatro del Imperio», en Johannesburgo, Gandhi tomó la palabra para alzarse contra esta ley. Obedecerla, declaró, es aceptar la ruina de nuestra comunidad. «No veo más que una sola posibilidad: resistir hasta la muerte, antes que someterse a esta discriminación». Por primera vez en su vida, arrastró públicamente a una multitud a asumir ante Dios el compromiso solemne de alzarse contra una ley inicua, cualesquiera que fuesen los riesgos. Gandhi no explicó a sus oyentes de qué forma iban a luchar. Sin duda, él mismo lo ignoraba. Sólo una cosa estaba clara: la resistencia se haría sin violencia.

El nuevo principio de combate político y social que acababa de nacer aquella tarde en el «Teatro del Imperio» recibió muy pronto un nombre:
Satyagraha
, la Fuerza de la Verdad. Gandhi organizó el boicot a las normas de empadronamiento e hizo que comandos pacíficos y piquetes de huelgas impidieran la entrada en los centros de inscripción. Esta campaña le valió la primera de sus numerosas estancias en la cárcel.

En su celda, Gandhi iba a descubrir la segunda obra profana que habría de ejercer una profunda influencia sobre su pensamiento: el ensayo del escritor americano Henry Thoreau
El deber de desobediencia civil
[5]
. Thoreau se rebelaba en ella contra la complacencia de su Gobierno respecto a la esclavitud y contra la guerra injusta que libraba en México. Afirmaba que un individuo tiene derecho a no cumplir leyes arbitrarias y negar su sumisión a un régimen cuya tiranía se ha vuelto insoportable. Tener razón, decía, es más honorable que ser respetuoso con las leyes.

Esta obra sirvió de catalizador a las reflexiones que hervían desde hacía tiempo en el espíritu de Gandhi. Cuando salió de la cárcel, decidió ponerlas en práctica oponiéndose a la decisión del Transvaal de cerrar las puertas a los indios. El 6 de noviembre de 1913, con Gandhi al frente, 2.037 hombres, 127 mujeres y 56 niños emprendieron una marcha no violenta hacia el territorio prohibido.

Contemplando esta patética multitud que le seguía con confianza, Gandhi fue iluminado por una nueva revelación. Aquellos pobres diablos no tenían otra cosa que esperar que los golpes y la cárcel. Milicianos blancos les aguardaban en la frontera del Transvaal. Y, sin embargo, electrizados por su determinación, ardiendo de fervor por la causa que él les había dado, avanzaban tras sus huellas, dispuestos, como diría él, «a fundir los corazones de los enemigos con su sufrimiento silencioso». Ante el espectáculo de su serena resolución, Gandhi comprendió lo que podía llegar a ser la acción de masas no violenta. En la frontera del Transvaal, advirtió el enorme poderío del movimiento que había provocado. Los escasos centenares de indios que marchaban tras él aquel día podían convertirse en millares, en una impetuosa marea a la que una fe inquebrantable en el ideal de no violencia haría invencible.

Persecuciones, apaleamientos, encarcelamientos y sanciones económicas siguieron a esta manifestación, pero nada podía quebrar ya el impulso lanzado por Gandhi. Su cruzada africana terminó en 1914 con una victoria casi total. Gandhi podía, al fin, regresar a su patria. Tenía entonces cuarenta y un años.

El hijo pródigo que volvía a su país no tenía nada en común con el joven y tímido abogado que, veintiún años antes, había desembarcado en África del Sur. En esta tierra inhóspita había descubierto a sus tres maestros: Ruskin, Thoreau y Tólstoi, un inglés, un americano y un ruso. Sus enseñanzas y las duras experiencias vividas en medio de sus compatriotas fe habían permitido elaborar las dos doctrinas —la no violencia y la desobediencia civil— gracias a las cuales humillaría durante los treinta años siguientes al imperio más poderoso del mundo.

En Bombay, el 9 de enero de 1915, una enorme multitud le dispensó un recibimiento de héroe cuando su frágil silueta pasó bajo el arco imperial de la Puerta de la India. Su hatillo no contenía más que una sola riqueza: un grueso fajo de cuartillas cubiertas con su letra menuda. El título de la obra,
Hind Swaraj (Autonomía de la India)
, revelaba que, para Gandhi, Africa no había sido más que un campo de maniobras antes de la verdadera batalla de su vida.

Gandhi se instaló cerca de la ciudad industrial de Ahmedabad, a orillas del río Sabarmati. Fundó en ella un
ashram
, una granja comunitaria a imagen de las que había creado en África del Sur. Como siempre, sus preocupaciones le orientaron primeramente hacia el auxilio a los débiles y los oprimidos. Organizó la resistencia de los pequeños plantadores de añil de Bihar contra las exacciones de los grandes propietarios británicos, la huelga del impuesto de los campesinos de la región de Bombay arruinados por la sequía, el combate de los obreros de las fábricas textiles de Ahmedabad contra los patronos, cuyas aportaciones financieras suministraban, sin embargo, a su
ashram
los medios de existencia. Era la primera vez que un líder se inclinaba sobre las desgracias de las masas miserables de la India. Muy pronto, Rabindranath Tagore, el gran poeta indio laureado con el premio Nobel, le confirió el título que habría de llevar durante el resto de su vida: «Mahatma, la Gran Alma, vestida con los harapos de los mendigos».

BOOK: Esta noche, la libertad
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