Neferhor nunca se atrevió a contrariar a su esposa en público. En su casa, soportaba no pocas veces los malos modos de Niut, para mirar hacia otro lado si así era necesario. Él era una víctima más de la autoridad de aquella hermosa mujer, aunque lo fuera de buena gana.
A Sothis su señor le parecía un buen hombre. Ella podía leer en su corazón, y este era bondadoso aunque se hallara en manos ajenas. La sabiduría que atesoraba le fascinaba y también su mirada, pues era penetrante cuando surgía libre, y estaba repleta de conocimiento. Nunca escuchó la joven una mala palabra de sus labios, ni tan siquiera un mal gesto, y con frecuencia el escriba condescendía a sonreírle y se interesaba por su niña. En cierto modo Neferhor sufría, como todos los demás en aquella casa, aunque él no estuviera dispuesto a reconocerlo. Sothis estaba segura de que Niut no lo amaba.
Neferhor se encontraba exhausto. Su viaje en pos de la buena nueva había terminado por acercarle al desfallecimiento; y en verdad que se sentía abocado a él.<
Nunca pensó el escriba real que el Camino de Horus, la antiquísima carretera que unía Egipto con toda la franja costera de Retenu, fuera un lugar tan poco apropiado para sus huesos. El traqueteo constante del carro que lo transportaba resultó una experiencia que se juró no repetir por mucho que el señor de Kemet se lo pidiera. Llevado por sus habituales prisas en estos asuntos, Nebmaatra había insistido en que viajara con un escuadrón de sus soldados de carros para regresar cuanto antes; era lo menos que podía hacer al respecto, debió de pensar el faraón.
Mas a Neferhor aquella idea se le atragantó casi desde el mismo momento en que se subiera a la biga. Él no era hombre de armas, ni falta que le hacía.
Su viaje de ida y vuelta significó toda una prueba para un ánimo que parecía más maltrecho que de costumbre. Desde que Huy había muerto, no podía apartar de sí la sensación de soledad, y más ahora que la reina le había dejado bien claro cuáles eran sus intenciones. Pero de poco valía lamentarse, y mucho menos en público. Si Kemet se dirigía hacia la hecatombe, él poco podría hacer por impedirlo. Solo le quedaba prepararse convenientemente, y sobre ese particular había estado pensando durante los últimos días.
La situación sobrepasaba a todos los hijos de la Tierra Negra; por eso los altos funcionarios se miraban atemorizados, sin saber qué decir, puesto que nada entendían. El cambio que se avecinaba era imparable, aunque ni él mismo supiera cuándo ni de qué modo ocurriría. Llevaba fraguándose tantos años que, para hacerse efectivo, para mostrarse en toda su magnitud, necesitaría de su propio tiempo.
Sin poder evitarlo, el escriba pensó en el clero de Amón. Se imaginaba cuál sería su reacción ante lo que estaba ocurriendo, y también su preocupación por el futuro. El fallecimiento de Huy había supuesto un terrible golpe para el Templo, y ahora, uno tras otro, todos aquellos que de algún modo estaban relacionados con Karnak habían caído en desgracia de una forma tan manifiesta que infundía temor. Pensó en Ptahmose y en sus antiguos compañeros, Wennefer y Neferhotep. A estos no había vuelto a verlos, aunque sabía que cumplían funciones dentro de Karnak. Estaba convencido de que los sacerdotes de Tebas se preparaban para una guerra de sino incierto, y sin poder evitarlo sintió nostalgia de sus años en Ipet Sut y de aquellos que, de una forma u otra, le enseñaron cuanto sabía. Sus simpatías se encontraban dentro de aquellos muros. Afuera no había hallado más que desorden y una senda sinuosa plagada de trampas. En ella resultaba difícil ser fiel al
maat
, y él lo sabía bien.
Afortunadamente, la misión se desarrolló sin más contratiempos que los que le produjeron aquellos vehículos infernales. Traía las mejores noticias al faraón, y este lo esperaba ansioso en su palacio de Menfis, donde había regresado para recibir a la novia.
—Dime cómo es —se apresuró a preguntarle el dios en cuanto lo vio en su presencia—. ¿Es grande su séquito? ¿Tiene los ojos hermosos?
—Nunca vi unos que se le parecieran —respondió el escriba—. Son oscuros como una noche cerrada y poseen el embrujo de lo misterioso. Su
ka
habla por ellos, y su mensaje es capaz de cautivar a cualquier corazón que se proponga. Hay magia en su mirada, y tiene el porte de una reina.
Nebmaatra lo observaba como hipnotizado, e hizo un gesto imperioso a una de sus coperas para que le sirviera vino, pues parecía tener la garganta reseca.
—Sigue, sigue —le ordenó tras dar un buen sorbo.
—La princesa es de mediana estatura, pero bien proporcionada, sin defecto alguno, tal y como le gustan al Atón Dyehen. En cuanto a su pelo, este es largo, y tan oscuro como sus ojos, y tiene reflejos de un hermoso color azulado semejante al lapislázuli más puro. —Nebmaatra contenía la respiración mientras lo escuchaba—. Su cuello es grácil, sus miembros delicados, y sus labios plenos como la mejor de las frutas.
—¡Menuda belleza! —exclamó el rey eufórico—. Nadie en toda la Tierra Negra hubiera descrito mejor su hermosura. Pero dime, ¿cómo es su voz?
—Como un susurro de Hathor. Dulce y melodiosa.
—Sí. La diosa del amor me envía un regalo hecho con sus propias manos. Digno del dios en elfon que me he convertido. —Luego el faraón cambió de expresión, como si dudara—. No estarás exagerando, ¿verdad?
Neferhor sonrió, pues todo lo que le había contado era cierto.
—Cuando esté ante ti comprobarás que es mucho más hermosa todavía.
—¿Te dijo algo acerca de mí?
—Me pidió que te confiara que cuenta los días que faltan para empaparse de tu divina esencia, y que espera convertirse en un oasis en el que puedas descansar, sin pensar en nada más.
El faraón parecía enardecido, y al punto pidió más vino.
—¿Y el cortejo? —preguntó como con temor—. ¿Es grande?
—Tan grande como lo es tu brillo divino —asintió Neferhor—. La princesa viene acompañada por doscientas setenta doncellas y treinta servidores.
Nebmaatra abrió los ojos como si viera una aparición.
—¿Doscientas setenta has dicho? ¿Estás seguro?
—Ni una menos.
El dios soltó una carcajada y se palmeó los muslos de alegría.
—¡Bes bendito! —exclamó—. Esto colma mis expectativas. Mi harén hará palidecer de envidia a los dioses primigenios, allá donde se encuentren —dijo señalando al cielo—. Cuando me una a ellos no se hablará de otra cosa.
—También me pidió que te diera esto, oh Atón Dyehen —señaló el escriba mientras le hacía entrega del obsequio.
—¡Es magnífico! —alabó el faraón en tanto admiraba el collar de oro macizo con cuentas de lapislázuli que le regalaban.
—La muy alta princesa Tadukhepa insistió en que supieras que es un obsequio de su augusto padre.
Al faraón le brillaban los ojos como ascuas.
—Tushratta —murmuró—. Él sí es un verdadero hermano, y no ese ladrón de Kadashman-Enlil. ¿Te das cuenta? No me equivoco con los hombres; seguramente es debido a mi naturaleza divina, ¿no crees?
—Esa es una gran verdad —se apresuró a decir Neferhor, a la vez que se inclinaba.
—Dentro de quince días el cortejo llegará a Menfis —prosiguió el dios sin atender al comentario—. Todo estará dispuesto para ese momento. La ciudad olerá a jazmines para mostrarse ante mi nueva reina, y todos la aclamarán.
Luego observó con más atención el collar durante unos minutos, mientras murmuraba detalles que el escriba no acertaba a escuchar.
—Tengo un presente para ti —dijo de repente el faraón—. Toma, se trata de uno de mis mejores recuerdos; yo casi estaba recién ascendido al trono de Horus. —El joven extendió su mano para recibir el regalo. Se trataba de uno de los miles de escarabeos que el dios había ordenado fabricar treinta años atrás para celebrar su matrimonio con Tiyi—. Es de fayenza —explicó el faraón—. Pero me resulta muy querido, ya que siempre ha estado conmigo. Como podrás apreciar, en él se narra la historia de una de mis cacerías más famosas. Abatí nada menos que ciento dos leones. ¿Qué Horus viviente ha conseguido algo parecido?
Neferhor apretó el obsequio en el interior de su puño, como si se tratara del bien más preciado.
—Estaré muy ocupado durante los próximos meses —le confió el dios—. Debo conocer a mi nueva esposa apropiadamente, y renovar parte de mi harén con sangre nueva. Dichosos los tiempos de mis lejanos antepasados. Ellos disponían de todo lo que precisaran para solazarse. Escucha —prosiguió en voz baja—, tengo decidido realizar un nuevo jubileo. Así perderé definitivamente lo poco humano que pueda quedar en mí. Seré un dios en toda la extensión de la palabra, ¿comprendes?
—Lo comprendo, gran Atón —respondió Neferhor al instante.
—Sabía que así sería. Tienes el conocimiento de los escribas que vivieron en esa tierra hace milenios. Ellos entendían el orden de las cosas, no como ahora. Seguramente cuente contigo para la organización. Puede que tome por esposa a otra de mis hijas. En fin, los dioses proveerán.
Tiyi escuchaba con atención todo lo que Neferhor le contaba. Tenía un especial interés en saber cómo era aquella joven que venía dispuesta a conquistar el país de Kemet. Todas ambicionaban lo mismo: apoderarse del corazón del soberano para sentar a su progenie en el trono de Egipto. Para conseguir sus propósitos eran capaces de lo que fuese, y bien sabía la reina lo sobradas de mañas que venían. De Mitanni solo podían esperarse problemas. Gilukhepa, una de las hijas de su anterior rey, no le trajo más que disgustos. La muy zorra consiguió convertirse en Gran Esposa Real a base de carantoñas y malas artes. Durante años, ella misma se vio obligada a competir con la mitannia para que el dios no la repudiara. Aquellas asiáticas eran famosas por sus habilidades amatorias. Eran capaces de volver loco a cualquier hombre y envolverlos en su concupiscencia para crear necesidades en ellos. Tiyi tuvo que emplearse a fondo con su esposo, cuyo apetito sexual llegó a parecerle insaciable. Cuando Gilukhepa le dio el primer hijo varón, Tiyi creyó desesperarse. Ella solo había sido capaz de tener hijas, y utilizó todos sus recursos hasta que por fin le dio el varón que esperaba con tanto deseo el rey. Sin embargo el príncipe Tutmosis, el retoño de aquella bruja, era el primer aspirante al trono; por encima del suyo, que provenía nada menos que de la gran reina Amosis Nefertari. Pero así eran las cosas en palacio, y a ella únicamente le cabía esperar que la situación se recondujese a su favor; y en ello puso su empeño. Este acabó por darle sus frutos, ya que el heredero murió prematuramente, de forma inesperada, para dejar el camino libre al príncipe Amenhotep, su bienamado hijo.
Ahora otra princesa mitanrsenia volvía a meter su nariz en palacio. Esta vez Tiyi era consciente de lo acertado del enlace, pues el Hatti, el poderoso reino que se expandía en el norte, amenazaba las fronteras de Kemet y, sobre todo, sus intereses. El reino de Mitanni lindaba con ellos, y resultaba fundamental tenerlos por aliados.
Pero, aparte de estas consideraciones, la llegada de Tadukhepa hacía renacer en la reina viejos fantasmas. Era imposible no recordar a su augusta tía, y si la sobrina poseía la mitad del arte de su familiar, la razón del dios podría verse comprometida; y más ahora que se hallaba desatado, como cuando era un adolescente. Tiyi lo atribuía a la proximidad de la vejez. El faraón quería beberse a grandes sorbos la vida que le quedase, aunque ello le condujera antes a la presencia de Osiris.
Cuando Tiyi supo que la princesa llegaba con un séquito de doscientas setenta mujeres, sus temores se acrecentaron, y se imaginó sin ninguna dificultad la cara que tuvo que haber puesto su marido al enterarse. Este fornicaría hasta la extenuación, y llegó a la conclusión de que, ahora más que nunca, la Tierra Negra dependía de ella.
Los detalles que le contaba aquel escriba no comprometían a nadie. Neferhor fue capaz de explicarle sucintamente cuanto vio sin que esto menoscabara reputación alguna. Tiyi estaba encantada de escucharle, y su buen juicio le decía que era necesario dar confianza a aquel joven tan agudo. Por ello se mostró amistosa y conciliadora, al tiempo que procuró evitar comprometerle.
—Es ciertamente hermosa la nueva esposa que ha de tomar el dios —dijo la reina, en tanto acariciaba a su gato.
—Eso opino yo también. Aunque poco puedo aventurar acerca de su juicio, majestad —contestó el joven.
Tiyi le sonrió, satisfecha por aquella respuesta.
—Démosle pues la bienvenida que le corresponde como hija de un reino amigo.
—Tushratta, su rey, nos da muestras de ello con frecuencia, mi reina.
—¿Te refieres a sus cartas? —preguntó esta como con curiosidad.
—Es muy aficionado a escribirnos. Siempre alabando al dios y a nuestra tierra —contestó el joven con prudencia.
Tiyi enarcó una de sus cejas.
—La Casa de la Correspondencia del Faraón es un organismo de gran importancia para Kemet. Más allá de los enlaces matrimoniales se esconden intereses que, seguramente, tú ya conoces, y que es conveniente vigilar con atención —puntualizó Tiyi—. Nos afecta a todos.
Las palabras de la reina sonaron en los oídos del escriba como lo que eran, una velada preocupación por el futuro próximo. Después de casi dos años trabajando en aquella oficina, Neferhor conocía perfectamente cuál era la situación real de Kemet, más allá de su querido valle. Al joven se le antojaba tan frágil que se había preocupado de estudiar los detalles que la rodeaban. Las cartas de amistad estaban bien, pero estas envolvían asuntos de toda índole que jaba tanpodían no resultar provechosos para Egipto.
Un día, mientras curioseaba por los archivos, Neferhor descubrió que, durante el último año, solo las donaciones de oro entregadas a los reinos de Mitanni, Asiria y Babilonia habían ascendido a mil doscientos kilos; una cantidad más que generosa que le invitó a considerar de dónde procedía la paz de la que habían disfrutado durante aquellos años. En todo el Oriente Próximo estaba arraigada la idea de que el oro crecía en Egipto como el grano en sus campos. Qué menos que sacar provecho de ello, aunque fuera como países conquistados. Todo era negociable, sobre todo con un faraón que se había mostrado proclive a ello desde el principio. Si los tratados de paz podían estrecharse con buenos acuerdos comerciales, mucho mejor, sobre todo si aquel inagotable filón de tan precioso metal revertía en su favor. La venta de princesas había supuesto uno de los negocios más provechosos. Casi todos los países aliados de Egipto habían emparentado con el faraón y recibido su protección. Esto tenía muchas ventajas, y enseguida se dieron cuenta de que era mejor ser un vasallo rico que un permanente enemigo anclado en la penuria. Las dotes enviadas con sus mujeres al señor de la Tierra Negra no eran nada comparadas con los beneficios que obtendrían por ello.