—¿Estás segura de lo que dices? Mira que si intentas engañarme te trataré peor que a una perra —le advirtió.
—Completamente. Tú mismo lo podrás comprobar si tienes paciencia.
El beduino se acarició la barbilla en tanto se colocaba de nuevo el faldellín. Su lascivia debía ser satisfecha en otra parte, por lo menos de momento.
Pronto estuvo claro que cuanto le había dicho la chiquilla era cierto. La pequeña estaba preñada, y él comenzó a hacer planes al respecto. A su edad muchas jóvenes eran madres, y el beduino consideró las posibilidades que tenía de que todo saliera como esperaba.
Él no podía venderla en aquel estado, pues muchas mujeres morían durante el parto, y nadie la adquiriría. Habría de esperar a que diera a luz, y eso sería lo que haría.
Sothis tuvo a su pequeña como su difunta madre hiciera en su día: en cuclillas, apoyada sobre sendos ladrillos. Bajo una palmera, la muchacha dio a luz a una hermosa niña que vino al mundo con rapidez y sin ninguna complicación. Era una niña fuerte, a la que llamó Tait, y la vieja que la ayudó en el alumbramiento le sonrió satisfecha.
—Será tan hermosa como tú. Hiciste bien en tenerla.
Sothis sintió tanta felicidad que pensó que su suerte cambiaba en aquella hora. La pequeña era su hija, y de nadie más, lo único valioso que poseía, y por quien debería velar. Jamás se la arrebatarían.
El beduino también celebró el nacimiento. Había hecho un negocio redondo en Tombos al comprar a la muchacha, y pensó que sus beneficios podrían aumentar considerablemente si vendía la mercancía en Menfis en vez de en Asuán. Menfis era la ciudad más cosmopolita de Egipto, y en ella vivían los más ricos comerciantes y las poderosas familias del norte que habían manejado la administración durante siglos. Era el sitio apropiado para la venta, y el mercader decidió aventurarse hasta la capital.
Esa fue la primera vez que Sothis viajó por el río. En sus orillas descubrió toda la grandeza de Kemet, la que le había sido esquiva. El país de la Tierra Negra había sido ingrato con ella, cruel y despiadado, pues donde existe esplendor también hay gran injusticia y atropellos. Pero la joven solo tenía ojos para mirar extasiada los frondosos palmerales y los fértiles campos que se extendían desde los márgenes del río hasta los límites del desierto. Aquí y allá se alzaban colosos de piedra y monumentos que parecían desafiar a los dioses. Todo a su alrededor rebosaba vida, y la suave brisa del norte le resultaba el mejor de los elixires. Era un buen lugar para vivir, y se prometió que algún día sería libre de recorrerlo en compañía de su hija.brisa de Una sensación de inexplicable esperanza la invadió y, sin saber por qué, tuvo la certeza de que sus sueños se cumplirían. Allí el río tenía magia.
Si el paisaje la atrapó sin remisión, Menfis la deslumbró por completo. Para una joven que no había conocido más que la soledad de las tierras baldías, una ciudad como aquella representaba el acceso a lo impensable. Un espejismo semejante a los que acostumbraba a ver en el desierto, solo que esta vez era real. Todo se materializaba como por ensalmo. Los puestos de los comerciantes se hallaban repletos de artículos sorprendentes, desde lujosos abalorios hasta los animales más exóticos.
En el mercado ofrecían verduras y hortalizas, frutas, pescado y hasta carne de buey. Sothis abrió los ojos asombrada cuando la vio, pues nunca la había comido. Aquella era la ciudad de la abundancia, y la joven se acordó al instante de las penurias que, en muchas ocasiones, su pueblo pasaba para poder subsistir. En Menfis sobraba de todo, y la gente se apretujaba en las calles, en medio del griterío de miles de regateos, dispuesta a adquirir lo que querían al mejor precio. Cuando vio a un mercader vendiendo sandalias, Sothis ahogó un suspiro.
—¡Sandalias! —se dijo emocionada.
Sothis jamás las había calzado, ni nadie que ella conociera. Sin embargo pensó que quizás, algún día, pudiera tener unas. Aquella ciudad era un buen sitio para que su hija creciera, aunque fuera como esclava.
El lugar en el que las vendieron resultaba tan sórdido como cualquier otro que se dedicara a tan infame negocio. El beduino conocía a un tipo con el que llegó a un acuerdo para que pudiera exhibir su mercancía públicamente. Era el comercio de la carne el que allí se efectuaba, el más repugnante de cuantos emprendía el ser humano; no existía nada que se le pudiera comparar.
Sin embargo, Sothis fue a aquel mercado sin temor. Estaba convencida de que saldría adelante y que, de algún modo, su vida tomaría un nuevo camino que al final las conduciría hacia la libertad.
Cuando vio a la hermosa mujer que reparaba en ella, la muchacha sintió un halo de esperanza en su corazón. Casi todos los hombres que asistían a la subasta la miraban con avidez, sin recatarse lo más mínimo por ello. Ella conocía muy bien cuál sería su fortuna si era adquirida por alguno; no obstante, al observar a la señora, su intuición le dijo que allí estaba su suerte.
Sothis no se equivocó, pues la dama de piel blanca y bellas facciones pujó por ellas sin importarle la fortuna que, a la postre, tuvo que desembolsar; seis
deben
de plata. Mas la señora quedó satisfecha, y madre e hija partieron con ella hacia su nuevo hogar, cerca del palacio del faraón. Al final, su proceloso viaje llegaba a su término. Ahora pertenecía a Niut, hermosa donde las hubiese, pero también cruel. Su corazón era oscuro y en ocasiones resultaba despiadado, pero Sothis sobreviviría.
Los viejos presentimientos comenzaron a tener visos de realidad. Una atmósfera pesada e inquietante flotaba en el aásmbiente como algo más que una amenaza. Se intuía en ella una malignidad que a todos atenazaba, y que hacía que los cortesanos se miraran con temor a la vez que demostraban más discreción de la que acostumbraban. Se veían enemigos por todas partes. En cada sala, en cada pasillo, podía haber alguien capaz de arruinar la carrera de cualquier palaciego. Los rumores se volvieron más vagos, y todos se observaban de soslayo, sin perder detalle, atentos a cualquier signo que pudiera poner en peligro su futuro.
Muerto Huy, la ruptura entre el clero de Amón y la Casa Real parecía inevitable; sin embargo, la amenaza parecía cernirse sobre el país entero. Ya nadie se encontraba seguro. La reina iba a salir triunfante de una partida que había comenzado un siglo atrás, y en aquella hora sus agentes espiaban cada movimiento de los aristócratas de la corte.
En realidad, la Gran Esposa Real nunca se había preocupado de desmentir los rumores que hablaban de ella. A la reina le gustaban los rumores, y ella misma se encargaba de propagarlos cuando así le convenía. Resultaba provechoso tener ocupados a los cortesanos con ambigüedades y chismes, y esto era lo que había ocurrido durante los últimos treinta años.
Pero ahora la situación era diferente. Todas las familias aristocráticas poseían intereses que se entremezclaban y les hacían ser protagonistas de intrigas sin fin. Estas habían llegado a complicarse de tal forma, que casi ningún cortesano era dueño de su situación. Los últimos acontecimientos habían dado claras muestras de ello, pues con la muerte del gran Amenhotep un buen número de altos funcionarios habían caído en desgracia sin que oficialmente nadie supiera el porqué.
El primero en ser defenestrado había sido el propio visir del sur, Ramose. Como gran amigo del difunto canciller, a nadie extrañó que lo cesaran y pusieran en su lugar a un hombre más próximo a la corona como era Amenhotep, que ya había cumplido funciones como
ti-aty
del norte desde Menfis. Todos sus allegados siguieron el mismo camino, para asombro de la nobleza, pero lo que en verdad les llenó de temor fue la forma en que se produjeron los hechos, pues se persiguió la memoria de muchos de los protagonistas.
Cuando el mayordomo del faraón en Menfis fue destituido, ya nadie dudó de que se avecinaba una gran purga. Era preciso sobrevivir, y las palabras comenzaron a medirse como los campos durante la recolección, hasta el último
hekat
.
—Te digo que Set en persona anda por palacio, y que Sekhmet recorre los pasillos entre pavorosos rugidos —señalaba Penw en voz queda, en tanto miraba a uno y otro lado, precavido.
A Neferhor los ademanes y aspavientos del hombrecillo le hacían gracia. Resultaba cómico el verle gesticular mientras entrecerraba sus ojillos en un gesto de verdadero ratón. Era un tipo astuto, de eso no le cabía duda, aunque sentía una gran simpatía hacia su persona. Desde que le sirviera en Malkata, Neferhor había coincidido con él en varias ocasiones, ya que Penw acompañaba al dios allá donde fuera, como pinche que era de su cocinero, el noble Neferrenpet.
El hombrecillo caía de bruces cada vez que se topaba con el escriba en palacio, ya que continuaba profesándole una auténtica devocióno" col. Penw estaba muy satisfecho por cómo había dirigido el banquete del hijo de Thot. «Ni en palacio lo hubieran mejorado», se repetía una y otra vez, muy ufano, y ahora que se había establecido en la corte, esperaba que algún día el gran Neferhor volviera a requerir sus servicios.
Al final este se había casado con la bellísima mujer que le acompañaba en la cena, con permiso de su antiguo marido, claro. Aquello le había hecho soltar algunas risitas. No era que se extrañara por ello, ya que el palacio estaba repleto de cornudos impenitentes, sino que no resultaba corriente que un ser tan elevado como era el hijo del dios de la sabiduría pudiera participar también en tales enredos. La joven, sin duda, merecía la pena. ¡Menuda belleza! Y él ya se había imaginado que pudiera ocurrir algo así al ver cómo el noble escriba se la comía con los ojos, y que ella le correspondía.
Cuando la doncella le contó la batalla campal que sostuvieron en el catre, Penw hizo esfuerzos por no reír, aunque en el fondo disfrutara con los pormenores, pues era muy chismoso.
—No había escuchado nada igual en mi vida —le aseguró la joven—. Gemían como posesos. Como ánimas del Amenti.
—¡Qué barbaridad! —repuso Penw, muy serio—. ¿Y el marido no se despertó?
—Roncaba igual que los leones del faraón.
—Mejor así —repuso Penw, categórico—. En estas cuestiones, lo mejor es enterarse cuando ya esté todo decidido. Así te evitas malentendidos. Cuento con tu discreción por la cuenta que te trae. Ya ves la mano que tengo con el gran Neferhor, amigo del dios.
Así se había desarrollado la conversación y no había circulado nada al respecto por los pasillos de la corte. Sin embargo, ahora estos se hallaban repletos de sombras y despropósitos, como nunca había visto el hombrecillo.
—Gran Neferhor, créeme —le repitió Penw con gesto asustado—. Nuestro mundo se derrumba y nadie puede hacer nada por evitarlo.
El escriba rio divertido.
—¿Y cómo sabes tú eso? ¿Quién puede asegurar cuanto dices? ¿Te das cuenta de lo que afirmas?
—¡Completamente! —exclamó el hombrecillo sin levantar la voz—. Soy un simple pinche, un miserable sin conocimientos —prosiguió entre lamentos—, y tú el hijo de un dios. ¿Cómo osaría yo mentirte? Lo que te cuento no es sino lo que repiten los cortesanos a diario; el sentir general de una corte en la que nadie se atreve a hablar abiertamente. Hay miedo, como nunca había visto antes, yo sé lo que me digo. Los funcionarios de palacio son capaces de oler el peligro como nadie.
Neferhor asintió a la vez que le daba unas palmaditas cariñosas. Penw se creyó bendecido por los dioses, y se estiró orgulloso.
—Ten cuidado, noble Neferhor, y no confíes en nadie —le aconsejó el hombrecillo. El escriba hizo un gesto de desdén—. Bueno, en mí siempre podrás confiar —se apresuró a decir Penw—. Si tú quieno cres puedo espiar para ti. Te tendré informado de todo lo que ocurra en palacio, que no es poco. Aquí las intrigas nacen con las personas y nadie se libra de ellas.
El joven lo observó con una media sonrisa, pero luego pareció considerar aquellas palabras. Penw se percató al instante.
—Puedes venir a visitarnos, como en Malkata, aunque ahora no vengas acompañado por los gatos.
Neferhor pensó en lo que le decían y al punto reparó en que, desde que se casara, los gatos habían desaparecido de su casa de una manera extraña.
—Iré a saludar a tu familia siempre que pueda.
Y así se despidieron; Neferhor debía viajar hasta Mi-Wer para rendir cuentas al faraón de un asunto que le preocupaba en extremo. Este había decidido retirarse tras la muerte de Huy, quizá para ahogar su pena en la intimidad de su palacio, o simplemente porque no deseaba ver a nadie. Nebmaatra había asistido al entierro, y Neferhor le había visto ahogar su dolor a duras penas.
Uno de los rumores que apuntaba Penw hablaba de la posibilidad de que Huy no hubiera fallecido de muerte natural. Neferhor ya lo había oído, como todo el mundo, y se estremecía al pensar que algo semejante pudiera haberle ocurrido al anciano. El escriba no creía capaz al dios de algo así aunque, como estaba comprobando, Nebmaatra se hallaba lejos de controlar la Tierra Negra como debiera. Huy tenía razón cuando le advirtiera de la paulatina desvinculación del faraón con muchas cuestiones de Estado.
Situado en el corazón de She-Resy, nombre con el que se conocía a El Fayum en los tiempos antiguos, Mi-Wer, o el «gran lago», era una enorme área de grandes palacios y exuberantes jardines que había fundado Menkheperre, el gran Tutmosis III, como centro de retiro para su recreo y el del harén. Amenhotep III había mejorado las instalaciones para hacer de aquella ciudad palaciega un lugar al que le gustaba escaparse a la menor oportunidad. Aquella región bendecida por los dioses formaba una extensa depresión con un gran lago comunicado por brazos fluviales con el sagrado Nilo.
Era aquella una comarca de extremada fertilidad, y entre su lujuriante vegetación abundaba una gran diversidad de especies animales entre las que señoreaba el cocodrilo. Las marismas que festoneaban la zona eran el lugar ideal para aquellos reptiles, ya que proliferaban las aves acuáticas y había mucha caza. No era de extrañar, por tanto, que el dios tutelar de aquella provincia fuera Sobek; el patrono del vigésimo nomo del Alto Egipto que atendía al nombre de Naret-Khent, o lo que es lo mismo, «el árbol del sur».
Hasta allí se dirigió Neferhor a rendir visita al señor de las Dos Tierras. El joven se quedó fascinado ante la belleza de un territorio que parecía hallarse perdido en el tiempo. Al navegar por las marismas tuvo la impresión de que aquel lugar representaba la tierra virgen en la que vivieran sus antepasados milenios atrás. Las garzas volaban majestuosas, y los marjales rebosaban de especies que ofrecían un espectáculo único, pletórico de vida. La visión de los cocodrilos le hizo experimentar extrañas emociones. Era imposible explicarse por qué se sentía atraído por ellos, pero así era, y cuando los vio nadar entre las aguas tuvo la impres experión de que volvía a hablar con ellos como hiciera tantas veces en su niñez.