La Casa de la Correspondencia del Faraón abrió ante Neferhor las puertas de un mundo que desconocía por completo. Todo el poder de un imperio daba la bienvenida al escriba real. Como la mayor parte de los estamentos oficiales, este organismo se encontraba en Menfis, junto al resto de edificios de la administración del Estado. Era un palacio muy antiguo, en el que se habían trazado las líneas maestras de la política exterior de Egipto desde hacía más de mil años, y que a Neferhor le pareció cargado de historia. Las imponentes salas cubiertas de anaqueles archivaban papiros tan antiguos como el propio país; legajos que hablaban de viejos tratados, guerras y taimadas traiciones. Todo lo acaecido en las Dos Tierras se encontraba allí, para que los dioses que lo gobernaban no olvidaran nunca su pasado, y tampoco el camino que deberían seguir.
La Casa de la Correspondencia del Faraón era un ministerio en sí mismo. Contaba con un determinado número de oficinas especializadas en relaciones internacionales que mantenían una permanente correspondencia con las naciones vecinas y se encargaban de la diplomacia con estas. Además, todos los convenios comerciales derivados de los tratados firmados con otros países eran controlados desde departamentos creados al efecto, al frente de los cuales se hallaban escribas que eran verdaderos especialistas.
Neferhor se sintió subyugado por aquel lugar desde el mismo instante en que puso su pie en él. Le recordaba a la Casa de los Libros que un día viera en Karnak, aunque el número de papiros que parecían albergar aquellas oficinas se le antojara infinito. Se congratuló de que hubiera sido destinado allí, y dio gracias íntimamente al gran Amenhotep, hijo de Hapu, por haberlo enviado; el anciano lo conocía bien.
El joven fue recibido en una de aquellas oficinas por un escriba engolado que hablaba con afectación. Tenía un marcado acento del norte que no disimulaba lo más mínimo, orgulloso sin duda de que fuera así; la eterna rivalidad entre el norte y el sur llegaba hasta aquellas oficinas.
—Somos garantes de la salvaguarda de los intereses de la Tierra Negra —le dijo con cierto desdén—. Nada dejamos al azar.
Neferhor no supo qué contestar, aunque enseguida tuviera noticia de la ardua labor que le esperaba. Lo primero que tendría que hacer sería aprender la escritura cuneiforme. El acadio era la lengua oficial de la diplomacia, y era necesario hablarla y, sobre todo, leerla y escribirla. Toda la correspondencia procedente del Oriente Próximo venía en tablillas de barro cocido con inscripciones cuneiformes. Era preciso traducirlas y luego copiarlas en papiros, en hierático, que era la escritura que se empleaba en la redacción de los documentos oficiales. Después de estudiar su importancia convenientemente, se contestaban, y luego se archivaban.
A Neferhor no le importó en absoluto el laborioso trabajo al que tenía que enfrentarse. Desde el primer día se sintió atrapado por aquellos caracteres, más antiguos que los jeroglíficos, que le hablaban de otros pueblos cuyos reyes y príncipes rendían pleitesía al faraón. Kemet era rico y poderoso, y el mundo se postraba a sus pies; larga vida a Nebmaatra, señor de las Dos Tierras. Así rezaban las despedidas de sus súbditos y aliados.
Bien pronto demostró el joven su natural facilidad para el estudio. Su aprendizaje resultó sencillo, y a no mucho tardar su nombre empezó a correr por los pasillos como si en verdad estuviera emparentado con el divino Thot, el santo patrón de los escribas. Los rumores se convirtieron en verdades incuestionables, a la vez que despertaban envidias, como siempre ocurre con aquellos que destacan.
Sin embargo, nadie alzó su voz contra él. Nebmaatra le había hecho entrega del oro de la recompensa durante su jubileo y, según decían, le había favorecido para que ocupara un puesto en aquellas oficinas. Los escribas, puntillosos como eran, andaban con paso presto de acá para allá en el callá enumplimiento de su trabajo, en silencio, sin entrometerse, pero siempre con los oídos atentos. Neferhor era un hombre poderoso, y su protector aún más.
No obstante, las relaciones con sus colegas de departamento fueron cordiales. Sus maestros estaban muy satisfechos por su rápido aprendizaje, y al poco comenzó a copiar papiros y transcribir tablillas. La primera que escribió iba destinada al rey de Alashia, Chipre, y el joven experimentó una gran emoción al hacerlo. Hablaba por boca del dios que gobernaba Kemet, y se sintió más que nunca parte de su amada tierra.
Menfis le recibió como en ella era costumbre: con hospitalidad y la ancestral magia que poseía. Neferhor recordaba bien la ciudad, pero ahora le pareció que le atrapaba con mayor fuerza. Men Nefer, la belleza estable, nombre con el que fuera bautizada, siempre tenía algo que mostrar al visitante. Sus calles, plazas y recovecos eran tan antiguos que, si el tiempo fuera un perfume, aquellos olerían a milenios. Una fragancia hecha a la medida del joven, que gustaba de recorrer la ciudad que un día fundara el primer faraón de Egipto. El bullicio del puerto, las aglomeraciones de los mercados, el regateo de los comerciantes, la quietud de sus jardines y plazas, el misticismo de sus templos, la grandiosidad de sus palacios… Menfis era una ciudad abierta al mundo, y este le enviaba a sus gentes para que se empaparan de aquella civilización milenaria. Desde la terraza de su casa, cerca del palacio del faraón, Neferhor podía sentir todo aquello; pero más allá de la abundancia y la atmósfera cosmopolita de la capital se encontraba su propia esencia, su
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, cual si fuera un ser humano. El barrio de los artesanos, los malecones de Per Nefer, el mismo muro blanco que rodeaba la urbe, habían creado ese
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para la ciudad igual que la diosa Mesjenet lo hiciera con los recién nacidos, para que formaran parte indisoluble de dicha esencia hasta el fin de sus días.
Él captaba aquel espíritu, y mientras observaba al Nilo discurrir, como adormecido, pensó que Menfis era un buen lugar para ser feliz, para disfrutar de todas las venturas que los dioses le habían otorgado. Shai, el taimado dios del destino, había sido dadivoso con él hasta el exceso. Su vida había resultado ser un sueño imposible que había terminado por hacerse realidad. Todos sus deseos se hallaban cumplidos y, como colofón, estaba Niut, la verdadera diosa que regía su sino. Ella pronto se reuniría con él en compañía de un hijo que aún no conocía, y juntos se amarían hasta que Osiris los llamara a rendir cuentas.
Neferhor suspiró satisfecho al pensar en todo aquello. Ra-Atum se preparaba para su viaje nocturno y la luz regateaba entre las sombras hasta formar ángulos imposibles. Al joven siempre le había gustado el atardecer, pues le invitaba a la quietud y también a la reflexión. Todo lo veía con mayor claridad en aquella hora en la que se extasiaba al contemplar el lento fluir del Nilo desde la terraza. Era una vista espléndida, como también lo era la zona en la que habitaba, rodeada de jardines y magníficos monumentos, muy cerca del palacio de Amenhotep III.
La casa era una de las habituales villas reservadas para los altos funcionarios y resultaba espaciosa, con un salón central con columnas a cuyo alrededor se encontraban las habitaciones. En la parte trasera se hallaba la cocina, que comunicaba con un pequeño almacén, y disponía de un cuarto de baño situado junto a uno de los dormitorios. La casa tenía unasa ten bonito jardín, con un estanque, y en aquel había una palmera y varios sicómoros que debían de ser muy antiguos. Un muro de adobe rodeaba la parcela, y todo el conjunto se encontraba encalado en un blanco cegador. En el piso superior había una pequeña habitación que daba a una gran terraza desde donde se divisaba gran parte de la ciudad, y a la que llegaba el olor a jazmín que todo lo impregnaba. A Neferhor le gustaba el lugar, aunque no pudiera compararse con la casa en la que habitaba en Per Hai, nueva y mucho más lujosa. Pero él se sentía feliz allí, tan próximo a la morada del faraón que le había admitido entre sus cortesanos más dilectos para permitirle vivir en aquella villa, tan cerca de él.
Además, como le ocurriera con anterioridad, a los pocos días le visitaron algunos gatos que acabaron por instalarse en el pequeño jardín, sin sentir ningún temor. Ellos lo acompañaban y, como siempre, se le acercaban para rozarse contra sus piernas.
Nebmaatra pasaba la mayor parte del tiempo en su palacio de Menfis. Allí se encontraba la administración central, y los principales organismos del Estado desde hacía mil quinientos años. No obstante, el dios poseía otros palacios que le complacía visitar. Siempre que podía se retiraba a Mi-Wer, en El Fayum, donde se iba en compañía de su harén para solazarse a conciencia. Al rey le gustaban los placeres de la vida, como pronto iba a averiguar el joven escriba, y pasaba temporadas disfrutando de sus más de mil mujeres en cualquiera de sus residencias.
La ciudad de Tebas, por ejemplo, siempre había tenido un significado especial para el dios, y la celebración de su jubileo le había dado motivos para embellecerla y construir el mejor de todos sus palacios en ella, adonde también se retiraba.
Muy pronto Neferhor se vio inmerso en los entresijos de la corte. Esta era un hervidero de intrigas sin fin que no conocían el descanso. Eran como las estrellas imperecederas, y al joven escriba tal símil le pareció que resultaba muy adecuado. Los corrillos atestaban los pasillos, y las miradas huidizas y las falsas apariencias señoreaban dondequiera que uno fuese. El ambiente se llenaba de infundios y también de malos presagios, pues la naturaleza humana tiene facilidad para barruntar los naufragios.
Algo gravitaba sobre los cortesanos. Neferhor lo había captado ya en Malkata, durante la celebración del jubileo, aunque no hubiera sido capaz de poder definirlo. Mas su perspicacia le decía que aquel tiempo de poder y gloria estaba amenazado de muerte y que los dioses, tan caprichosos, eran proclives a los cambios y al sufrimiento de los hombres. Siempre había sido así, y no había sino que darles motivos para que hicieran gala de toda la crueldad que podían llegar a atesorar. Nubes amenazadoras crecían en el horizonte, y Neferhor no pudo más que recordar las palabras del viejo Huy que le advertían del peligro. Nadie sabía de dónde procedía aquel viento desafiante, pero todos eran capaces de intuirlo al tiempo que trataban de acomodarse para salvaguardar sus haciendas, sus posiciones e intereses. Si Set, el iracundo dios del caos, amenazaba con presentarse, era mejor tomar precauciones.
Sin embargo, ese sexto sentido tan característico de los cortesanos los mantenía confusos y expectantes ante la más mínima señal que les anunciara el cariz que tomarían los acontecimientos. Se trataba de un juego en el que sobrevivir era lo más importante.
Neferhor mantuvo la discreción que ya había demostrado en Malkata, pero era igual, si querían hablar, hablarían, y él no estaba exento de críticas. Pronto circuló el primer chascarrillo acerca de su persona. Decían que su protector, el gran Amenhotep, hijo de Hapu, había maniobrado con suma habilidad para hacerle agradable a los ojos del dios. Aseguraban los mentideros de palacio que todo se debía a la relación oculta que el escriba mantenía con el anciano valido, que este había ocultado durante años, pues se sabía de buena tinta que el joven era su hijo, quizá concebido a causa de amores inconfesables.
A no mucho tardar recuperaron el antiguo sobrenombre que le impusieran en Malkata: Najawy, «el orejas». El joven no tenía ni idea sobre el particular, y cuando le sonreían amistosamente a su paso, poco podía imaginar que era debido a una burla. «Es capaz de escuchar una conversación desde varios
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», aseguraban en voz queda, entre risitas, cuando pasaba el joven.
Neferhor desconocía por completo tales circunstancias, aunque en su fuero interno poco le importaran aquellos comentarios. A pesar de vivir en aquel ambiente abarrotado de serpientes, su mundo se hallaba muy lejos, entre los papiros y los textos que cada día escribía a otros pueblos.
La mayor parte de aquellas intrigas palaciegas eran habitualmente manejadas casi desde sus inicios. Los rumores se extendían como las aguas del Nilo en su crecida, en cuanto se soltaban, hecho este que ocurría a diario. Nadie podía asegurar de dónde surgía tal cantidad de chismes, aunque todos supieran que la reina estaba al tanto de cada comentario vertido en los pasillos palaciegos. Tiyi pasaba por ser la persona mejor informada de Kemet y, a pesar de encontrarse ya en la madurez, controlaba sin dificultad a todo el ejército de jovencitas que ansiaban arrebatarle el puesto. Las mujeres del harén de su divino esposo se doblegaban ante ella, pues sabían que la reina podía destruirlas si se lo proponía.
Los rumores eran una buena forma de mantener entretenida a toda aquella legión de aventureros, y la reina Tiyi se divertía con ellos. La monarquía era todo cuanto importaba a la reina, y el reinado de su hijo se presumía próximo.
El gran Nebmaatra recibió al joven escriba como solía, con un amplio blusón de finísimo lino y una copa del mejor vino de Buto. El carácter campechano del monarca le invitaba a hacer semejantes audiencias sin que por ello viera menoscabado su poder, y mucho menos su divinidad. En los últimos tiempos se había aficionado en grado sumo a hacer alarde de su carácter bondadoso, quizá debido a que, próximo a la cincuentena, la Sala de las Dos Justicias donde sería juzgada su alma se hallaba más cerca, o simplemente a que se sentía como un verdadero dios entre los hombres, después de su celebrado jubileo. El caso era que el faraón no perdía ocasión de mostrarse cercano a sus súbditos, como si con ello quisiera transmitirles alguna de las bendiciones que era tan proclive a otorgar, o simplemente porque en el fondo Amenhotep III era una persona sociable.
Por aquel joven, que un día le recomendara el Primero de sus Amigos, Huy, sentía un sincero aprecio y gran curiosidad. Justo era reconocer que el escriba le había servido bien en el pasunto de la ceremonia del
Heb Sed
, pero era la discreción que mostraba y su inteligencia lo que más le interesaba de él. Además parecía un tanto místico, y eso le llamaba la atención sobremanera. Le gustaban los místicos; quizá porque representaban la antítesis a su real persona, siempre aficionada a los placeres; y más ahora que se acercaba a la vejez. Nunca había comprendido bien a aquellos espíritus puros que rechazaban las tentaciones que les presentaba la vida, y quizá fuera ese el motivo por el que los respetaba.