—Son los adecuados a tu divinidad —dijo en tanto abría los brazos con pomposidad—. Los tomé prestados de palacio, que es el único lugar donde pueden encontrarse semejantes maravillas.
—¿Pertenecen al dios? —preguntó Neferhor sin disimular su enfado.
—No exactamente —aseguró Penw, que veía el cariz que podía tomar la cosa—. Son de palacio, y se utilizan para los banquetes que se suelen dar en Malkata. Los que los usan tienen una condición vil, y a menudo mezquina, que en ningún caso puede compararse con la tuya. El divino hijo de Thot tiene más derecho que ellos a que adornen su mesa. Además, solo será por una noche —concluyó con tono pícaro.
—Si el faraón se entera de esto perderé su favor, pero te aseguro que tú acabarás empalado al borde de un camino —le amenazó el escriba.
Al escucharlo, Penw dio un pasito hacia atrás y entrecerró de nuevo los ojillos, a la vez que aguzaba sus orejillas y hacía morritos. Era un ratón de los más astutos, sin duda, y Neferhor no pudo evitar lanzar una carcajada.
—Creo que te castigaré de otro modo. Quizá te eche a los gatos para que den buena cuenta de ti.
Penw sonrió, ladino.
—Su divinidad quedará satisfecha con los platos que se han preparado para la ocasión. Tipuy, mi noble esposa, ha cocinado las tortas de miel y dátiles que tanto gustan al hijo de Thot, y unos pastelillos que te sorprenderán.
Neferhor asintió, pues qué otra cosa podía hacer. La esposa de aquel pícaro era una buena mujer, y se imaginó el trabajo que le debía de haber llevado hacer todo aquello a instancias de su marido.
—El vino será el que te pedí, ¿verdad? —inquirió el escriba, que ya no se fiaba.
—Un vino de Buto; excelente, ۀ; excelesí señor. El vino propiedad de tu distinguido invitado ha tenido una gran aceptación en la corte; si lo sabré yo. Un caldo de tales características merece ser servido por un copero de palacio. Al muy noble Heny le resultará agradable presenciar algo así.
El escriba sacudió la cabeza, pues el motivo de su cena se hallaba muy alejado del halago.
—En cuanto a las doncellas —continuó Penw—, estas son virtuosas y nada chismosas. Están de muy buen ver y sonríen con facilidad. Quedarás muy bien con ellas, noble escriba.
—¿Noble escriba? —bufó Neferhor, sin poderlo remediar—. Ni el gran Amenhotep, hijo de Hapu, cuya mesa he compartido, celebra fiestas de este tipo. ¿Has oído alguna vez la palabra sobriedad?
—Sí, muchas veces, y me aterra —contestó Penw, con los ojos muy abiertos—. Es la que utilizan los que poco o nada tienen; vamos, la mayoría.
Neferhor no supo qué contestar, y optó por no continuar con aquel asunto. En el fondo poco le importaban el menú, la cubertería o las doncellas; incluso dudaba de que la cena concluyera en buenos términos.
La noche invitaba más al sosiego que al fasto, pues la quietud parecía señorear por la orilla occidental de Tebas después de tantos días de algarabía. La luna lucía espléndida, y su velo argénteo alcanzaba los cerros de la necrópolis recortando sus cumbres de forma fantasmagórica, como correspondía a un lugar tan tenebroso como aquel. Sin embargo el Nilo parecía encontrarse bruñido por la luz, y sus aguas, ya en la crecida, formaban caprichosos remansos, más allá de sus antiguas riberas, que aparentaban estar hechos de plata.
Los chacales aullaban en la lejanía y las lechuzas ululaban, como de costumbre, mientras la brisa parecía llegar cargada con el perfume de todas las plantas de Egipto. Era una noche para amar, y Neferhor era consciente de ello mientras compartía con sus amigos un banquete digno del faraón.
Todo lucía con arreglo a los habituales cánones seguidos en Per Hai. El regocijo vivía en el espíritu de aquel lugar, y contagiaba todos los corazones que se hallaran bajo su techo. Penw ejercía las funciones de mayordomo como si lo llevara haciendo toda la vida. Se encontraba en su elemento, dirigiendo a unos y otros según correspondiera. Un maestro de ceremonias un tanto grotesco, aunque muy en su papel, siempre atento al más mínimo fallo para subsanarlo. Si no hubiera sido por la peluca que se había colocado habría estado perfecto, pues al hombrecillo no se le había ocurrido otra cosa que ponerse un bisoñé de mala calidad que aumentaba el tamaño de su cabeza considerablemente, y, dada su carita de roedor, el conjunto resultaba cómico, aunque a él le diera lo mismo.
Al hacer las presentaciones, Neferhor no había podido evitar enrojecer. El pinche había decidido dar la bienvenida a sus viejos amigos a la mansión del hijo de Thot, como si tal cosa. Heny se había quedado estupefacto, aunque luego se convenciera de que, por motivos que no acertaba a comprender, el escriba debía de haber recibido ese honor del mismísimo faraón. ¡El hijo del viejo Kai era divinizado! Quién lo hubiera podido sospechar.
Para Niut, la cuestión era muy diferente. Ella se sentía deslumbrada y toda aquella parafernalia con la que les había recibido Penw le resultaba muy grata. Era lo que siempre había soñado desde niña; las fiestas de la corte, formar parte destacada de ellas, ser admirada por los poderosos de Egipto… Para la joven, el que a su viejo amigo le llamaran hijo de Thot solo representaba una muestra más de lo distinto que era aquel mundo con respecto al que ella estaba acostumbrada, y de lo mucho que deseaba pertenecer a él. Niut había visto con sus propios ojos cómo el señor de las Dos Tierras honraba públicamente a Neferhor, y hasta le hacía entrega de un brazalete que refulgía bajo los rayos del sol en la distancia. Muy pocos en Kemet tenían el privilegio de recibir tal honor. El escriba era un grande de la Tierra Negra, y enseguida ella fantaseó, convencida de que algún día él se convertiría en visir. Tal pensamiento la excitó de tal forma que se humedeció sin poder evitarlo, sin control alguno, y ello le hizo desear aún más la consecución de sus sueños.
Durante los últimos dos años, Niut había continuado con la vida que siempre había llevado. Recluida en su villa de Ipu se había mostrado cual una esposa solícita y, al traer al mundo a su pequeño, como una madre ejemplar. Su marido había enloquecido de alegría, hasta el punto de colmarla de atenciones de la cabeza a los pies. Pero ella lo despreciaba más todavía, pues sabía que Heny había continuado viéndose con su amante siria. Niut había descubierto la gran facilidad con que podía fingir, y se alegraba por ello. Su esposo no le merecía la menor compasión, y ella no tenía más que esperar.
Cuando un enviado real les hizo saber que sus vinos habían sido elegidos para ser servidos durante la celebración del jubileo, Niut creyó que el corazón se le saldría del pecho. La pareja había sido invitada a los actos y la joven no albergó ninguna duda de que el momento para poner en marcha sus planes había llegado.
Niut se sentía fascinada dentro de aquel palacio de ensueño que había ordenado levantar el dios únicamente para celebrar su
Heb Sed
, y ya no estaba dispuesta a renunciar a cuanto esto significaba. Neferhor les ofrecía un banquete y ella se presentó ante él deslumbrante, como si se tratara de una aparición.
Esa fue la primera impresión que tuvo Neferhor cuando la vio entrar en su casa. Una diosa andaba suelta por Malkata. Una reencarnación de Hathor llamaba a su puerta, y él pensó que formaba parte de la magia que parecía envolver a Egipto durante aquellos días. Allí había obrado un poderoso conjuro para materializar el milagro de la perfección. Al estar frente a ella, el joven apenas pudo balbucear unas palabras. Su fortaleza se derrumbaba sin remisión, y la razón era incapaz de acudir en su ayuda. Todos sus buenos propósitos y decisiones saltaban por los aires como si se tratara del trigo durante el aventeo. Bastó con que Niut clavara su mirada en él para que su voluntad se fuera lejos, muy lejos, dejándole en el más absoluto de los abandonos, a los pies de aquella diosa, o lo que quiera que fuese. Él temía aquel instante, y los hechos venían a confirmar sus miedos; los que nacían de su propia debilidad.
Neferhor supo que su suerte estaba echada, y que de nada valían sus justificaciones ni absurdas quimeras. Aquella tarde en Menfis, Shaushka había acertado en su diagnóstico, y no había médico en Kemet capaz de remediarlo. Deseaba de tal forma a aquella mujer, que allí mismo la hubiera tomado.ۀomado.
—¡Es la primera vez en mi vida que voy a cenar con un personaje divino! —exclamó Heny como alborozado, en tanto se abrazaba a su amigo. Este le correspondió entrecerrando los ojos, pues su vista se velaba—. Al menos podré presumir de tu amistad allá donde vaya —continuó Heny.
Sin poder evitarlo, el escriba miró hacia Niut, que los observaba con atención. Si el destino había fraguado aquello, él ya nada podía hacer.
—Sed bienvenidos a mi casa, que es la del dios y también la vuestra —repuso Neferhor, para mostrar una sonrisa—. Nunca imaginé que pudiera agasajaros como os merecéis, aquí, en Per Hai.
—La Casa del Regocijo. Menudo nombre. Quienquiera que se lo pusiese no pudo haberlo elegido mejor —volvió a exclamar Heny, al que se veía contento.
—Nebmaatra lo bautizó en persona.
—Mi
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se llena de esta alegría —intervino Niut—. Como bien dices, el dios se encuentra aquí, entre nosotros.
A Neferhor el tono de la joven se le antojó más seductor que nunca. Era evidente que la maternidad le había sentado bien, hasta el punto de resaltar aún más su habitual belleza. Pero descubrió nuevos matices que no recordaba haber visto antes. Había embrujo en su mirada, y sus palabras sonaban rotundas, cargadas de determinación. El escriba fue incapaz de encontrar las suyas, perdidas quizás en algún lugar de su corazón, como todo lo demás.
Penw los instó a que se sentaran, muy digno, e hizo una seña a los músicos para que comenzaran a tocar. Cuando los vio acomodados se mostró satisfecho.
—¡Ah! He aquí el néctar que ha conseguido traernos hasta ti —exclamó Heny, exultante, al ver su vino en la mesa—. Amigo mío, hoy beberé hasta confundirme con el propio Bes.
Niut observó con indiferencia cómo su marido daba un buen sorbo de su copa y acto seguido acarició con la mirada a su anfitrión. Le pareció que este había madurado y lo encontró más hombre. Además, el poder que el faraón en persona le había conferido le hacía sumamente atractivo a sus ojos. Se trataba de un sello que ya formaba parte del escriba y que este portaba con naturalidad, como correspondía a quien quizás estuviera llamado a alcanzar las más altas metas.
La velada transcurrió en un ambiente que tendía a la exageración. Penw estaba decidido a abrumar a los comensales al precio que fuese, y para ello no reparó ni en platos ni en escenificaciones. Las gráciles jóvenes que les atendían iban y venían cargadas con los más ricos manjares que cupiese imaginar. Neferhor observaba, absorto, todo aquel alarde de recetas que haría palidecer al rey de los glotones. Ni en mil banquetes se veía el escriba capaz de comer tal cantidad de alimentos. Bastaba con que el mayordomo tocara suavemente las palmas para que una nueva remesa de viandas invadiera las saturadas mesas. Y luego estaban los músicos, que parecían incansables, y que tanto incomodaban a Neferhor. Este ignoraba de dónde los había sacado aquel hombrecillo, pero al que tocaba el gargavero se le escapaban las notas de vۀas notasez en cuando, aunque siguiera intentándolo, como si nada. Neferhor tuvo que pedir a Penw, discretamente, que les diera licencia para descansar un poco, y también que dejara de llenar la sala de platos pues no disponían de tiempo para comérselos todos.
—¡Aún faltan los postres! —le dijo el hombrecillo, sin ocultar su disgusto—. No hay banquete que se precie en el que no se sirvan postres. Es lo habitual en palacio, noble Neferhor.
Este movió la cabeza, apesadumbrado. Con Penw no había nada que hacer, aunque al menos consiguiera que la música parase un rato.
Sin embargo, a Heny todo aquel despliegue de suculentos manjares le tenía encantado. El viejo amigo comía a dos carrillos a la vez que alababa este o aquel plato.
—Excelente, excelente —decía en tanto se chupaba los dedos—. ¿Y dices que los ha preparado el cocinero del dios? —le preguntó al mayordomo, que estaba más tieso que una vara.
—En persona —mintió este sin pestañear—, aunque ha sido uno de sus ayudantes el encargado de darles el toque final en la cocina.
—¡Magnífico, magnífico! —exclamaba Heny—. Nunca había comido nada igual. ¿Has oído, Niut? El propio cocinero del faraón ha preparado esta cena. En Ipu no lo creerán cuando lo contemos.
Niut no hacía caso a tales comentarios. Entre ella y su anfitrión hacía rato que se había creado una atmósfera de complicidad que la excitaba sobremanera. Apenas eran necesarias las palabras para tejer el velo del deseo entre ambos. Las miradas se sucedían, una tras otra, pertinaces, cargadas de insinuaciones y taimados propósitos. Invitaban a la pasión, a la vez que les asomaban a un pozo que se intuía insondable y al que no parecían temer. Mientras Heny degustaba aquella cena, su esposa acariciaba con la mirada a Neferhor para hacerle suyo casi sin proponérselo. El escriba se entregaba con cada pestañeo, con cada suspiro, para abandonarse en los brazos de un elixir poderoso como ningún otro.
Las traiciones se abrían paso en lo más profundo de sus conciencias para arrastrarlos hacia el frenesí del amor incontrolable, aquel que se confunde con los instintos más primarios, y que deben ser satisfechos de una manera u otra.
Mientras conversaban, Neferhor era incapaz de seguir el diálogo como debiera. Su atención se encontraba en otro lado y apenas contestaba con monosílabos o con una forzada sonrisa. Su semblante era todo un disfraz, y su razón una entelequia a la que no podía recurrir. No tenía ojos más que para aquella mujer cuya mirada lo desarmaba. Si se lo hubiera pedido, él estaba dispuesto a darle todo cuanto poseía, incluso su
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. No podía oponerse a sus deseos, y el escriba lo sabía.
Cuando los efectos de tan copiosa cena comenzaron a hacerse patentes, Niut se mostró más desinhibida y cercana. Su risa llenaba la sala con un nítido eco que invitaba al arrobamiento. ¿Acaso no era aquella la mejor de las músicas? Para Neferhor no había melodía que se le pudiera comparar, y hubiera estado escuchándola hasta el fin de sus días. Todo en ella le parecía mágico, como si en verdad surgiera del más poderoso conjurۀderoso co que se hubiera realizado en Egipto. Sí, seguramente sería eso. El mago más poderoso había obrado aquel prodigio, y el joven se sentía parte de él aunque solo fuera para esclavizar su voluntad a la de semejante diosa.