El secreto del Nilo (35 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del Nilo
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Neferhor suspiró profundamente mientras continuaba con la vista fija en los luceros. Ellos contaban otras historias y le invitaban a escucharlas, a admirar todo lo bueno que los dioses habían creado sobre la tierra. Desde lo alto las cosas se veían de otra manera.

Durante milenios, las estrellas habían sido testigos de toda suerte de injusticias y vilezas, de ambiciones y terribles violencias, pero también de la piedad y la honradez, de la pasión y del más hermoso de los sentimientos: el amor. Ellas le decían en aquella hora que los porqués y las explicaciones a veces no tienen sitio en el corazón de los hombres. Nadie conoce todas las respuestas, ni siquiera ellas, que tachonaban el vientre de la diosa Nut para formar la más grandiosa de las bóvedas celestes.

Esa noche le sonreían desde lo alto, próximas a la morada de los dioses, y le recordaban que la vida era un interminable cruce de caminos que confundía al hombre en no pocas ocasiones; mas era inevitable transitar por ellos. Recorrerlos suponía todo un regalo, aun en el sufrimiento, pues con cada paso se aprendía. Todo formaba parte de un orden que el hombre jamás podría entender, y por eso se creó a Shai, el destino, en un intento de achacar sobre sus espaldas los porqués de lo inexplicable.

Sin duda Niut formaba parte de lo incomprensible, como muchas otras cosas que le habían ocurrido al escriba en su corta vida. Ese era el mensaje que le enviaban los luceros, y Neferhor suspiró embelesado. Un chacal aulló en los cerros de la cercana necrópolis. Era Upuaut, el «abridor de caminos», que llamaba para la celebración.

14

Egipto entero se preparaba para hacer de su rey un dios imperecedero. Todo se hallaba a punto, dispuesto para que Nebmaatra renovase su poder divino ante su pueblo e hiciera partícipe a este de su gloria con una representación digna de los antiguos dioses primigenios. Los cielos se abrirían, expectantes, para que Ra-Horakhty tomara de la mano al faraón y lo subiera a su barca, con la que recorrería el firmamento.

Era tal la magnitud del acontecimiento que todo el país de Kemet tomaba parte en él, desde el Delta hasta la lejana Nubia; en cada ciudad, en cada pueblo, se repetirían los actos que el señor de las Dos Tierras iba a celebrar en Tebas. Durante los últimos años la proximidad de la festividad se había adueñado del corazón del faraón hasta convertirse en una obsesión que había transmitido a sus allegados, a los hombres que le ayudaban a gobernar la Tierra Negra. Amenhotep, hijo de Hapu, su gran amigo y alma del país, había realizado un esfuerzo colosal para que el rey celebrara un jubileo que trascendería los tiempos, y sería recordado miles de años después con asombro, como propio de una época en la que los dioses reinaban sobre Kemet.

De todo Egipto llegaban peregrinos y curiosos dispuestos a formar parte de la ceremonia, como si se tratara de un privilegio. Desde los tiempos de la XII dinastía, seiscientos años atrás, no se conmemoraba un acto como aquel, y la alegría y la expectación inundaban el valle como si fuera a ocurrir algo sobrenatural.

Muchos formarían parte de la representación como actores secundarios alrededor de la figura del faraón. Reyes y príncipes extranjeros estaban invitados al jubileo junto con todos los altos dignatarios y sacerdotes. Además se esperaban a los mejores músicos y bailarines del país, por lo que se hizo acopio de enormes cantidades de comida y bebida, tanto para alimentar a los invitados como para realizar las ofrendas. Miles y miles de jarras de vino, procedentes de diversas partes del mundo conocido, habían sido convenientemente almacenadas para hacer frente a las exigencias de cualquier paladar, y además la cerveza correría por doquier como si se tratara de la crecida.

Oficialmente la ceremonia comenzó el día veintisiete del mes de
paone
, segundo de la estación de
Shemu
, finales de mayo, aunque un mes antes ya se habían oficiado las primeras celebraciones en el templo de Soleb, en el lejano Kush.

Neferhor experimentó una extraña emoción por este hecho, ya que su padre, el difunto Kai, había trabajado como obrero de leva en la construcción de aquel templo, y el joven pensó que una parte de él se encontraba también en aquellas celebraciones.

Sin pretenderlo, el escriba se vio influenciado por el misticismo que subyacía en el ambiente. No en vano gran parte de los misterios que tendrían lugar habían sido preparados gracias a él. Neferhor era un profundo conocedor de dichas liturgias, y la espiritualidad con la que viviera en otros tiempos había regresado en aquella hora para dar un poco de paz a su corazón atormentado.

El faraón comenzó su jubileo llevando a cabo rituales de fundación a la vez que revisaba los edificios conmemorativos y el censo del ganado. Todos los dioses ˀs los dide Egipto debían encontrarse representados en los santuarios. Habían sido llevados allí por sus sumos sacerdotes, y Nebmaatra los honró durante la noche con un espectáculo que impresionaría a Neferhor.

Al sur del palacio de Per Hai, el señor de las Dos Tierras había hecho edificar un pabellón destinado a atender las audiencias reales y al que se accedía por dos grandes rampas situadas al norte y al sur. Nebmaatra se dirigió a este con una antorcha y procedió a iluminar todo aquel acceso en medio de murmullos de asombro. El efecto resultaba espectacular, pues el pabellón parecía surgir de entre la oscuridad de la noche como si cobrara vida.

Acto seguido todo el cortejo que lo acompañaba tomó su propia antorcha para unirse en una fastuosa comitiva que los conduciría a través de las capillas de todos los dioses de Egipto para honrarlos con respeto.

Neferhor siempre recordaría cómo aquellas imágenes que representaban a sus propias almas rendían culto a los dioses, así como a la figura del faraón, que cojeaba de uno de sus pies, imponente en su humanidad, pues era sumamente orondo, al ejercer como primer profeta de todos los cleros de Egipto.

Durante los primeros días tuvieron lugar las más diversas procesiones, desde las del dios Min, símbolo de fecundidad, hasta la del propio mobiliario real, que asimismo participaba del renacimiento.

Todos los vestidos, joyas u ornamentos que tomaban parte en el jubileo eran totalmente nuevos. El faraón incluso ordenó que las estatuas que les representaban, tanto a él como a la reina, también debieran ser esculpidas para la ocasión. Las viejas imágenes tendrían que ser enterradas y sustituidas por otras nuevas como símbolo de total regeneración. El viejo rey moría para nacer de nuevo, y sus estatuas eran parte fundamental de aquellos ritos mágicos.

Una mañana, Nebmaatra se dirigió hacia su tumba vestido con el sudario de Osiris, el señor del Más Allá. Acompañado por los sacerdotes llevaría a cabo el ritual mágico de la resurrección, igual que le ocurriera al dios Osiris en el principio de los tiempos. El faraón moriría ritualmente para poder nacer, acto seguido, totalmente renovado. Para que se obrara aquel prodigio se efectuaba el sacrificio de un animal. Su muerte representaba la del viejo rey, que acto seguido renacía de nuevo después de realizar oficios secretos que solo unos pocos conocían.

Nebmaatra regresaba de su tumba tras su resurrección, rejuvenecido como Osiris. Entonces se presentó ante su pueblo en toda su majestad.

Bajo una corta capa de jubileo, el faraón apareció ataviado con un atuendo que reproducía el plumaje de un halcón. Él era la reencarnación de Horus, y como tal iba vestido. Junto a Nebmaatra, la reina Tiyi parecía surgir de los rayos de Ra. Llevaba un traje ceñido, de un dorado purísimo, que la hacía brillar de forma sorprendente. Sobre la cabeza portaba un tocado de cuernos liriformes, y entre estos un disco solar. Ella se sentía esposa del sol, y así lo demostraba ante los demás, pues no en vano se creía la reencarnación de Hathor.

La pareja real cruzó las dos enormes puertas del Palacio Real y se dirigió hacia el gran pabellón de las apariciones acompañados por sus hijos y la nueva Gran Esposa RˀGran Espeal; su propia hija Sitamón. Allí recibieron el vasallaje de todos los pueblos conquistados. Reyes y príncipes llegados de Asia se postraron ante el Toro Poderoso, fulminados por los efluvios de su divinidad.

«Jamás se había visto nada igual —aseguraban los invitados de los lejanos reinos cuyas costas bañaba el Egeo—. Su brillo es el de un verdadero dios. En verdad ha renacido.»

Egipcios de todas las regiones homenajearon al faraón, que recibió regalos de cuantos acudieron al acto. Mientras, las princesas hacían sonar sus sistros como sacerdotisas de Hathor, simbolizada por Tiyi, en tanto los cánticos de los coros de Amón les acompañaban. Por su parte, los acróbatas realizaban sus piruetas ante el dios, y las princesas de otros reinos brindaban en copas de oro en honor de Nebmaatra, señor de Kemet.

Aquella fue la primera vez que Neferhor vio al príncipe Amenhotep. El heredero al trono se mantenía en un segundo plano, detrás de sus augustos padres, vestido con sus atributos de sumo sacerdote de Ra. Tenía quince años, y su aspecto resultaba enfermizo. Pero lo que más llamó la atención al escriba fue su mirada ausente, que parecía perderse entre ensoñaciones que solo él podía conocer.

Después de recibir el reconocimiento de sus insignes invitados, el faraón quiso recompensar públicamente a quienes le habían servido bien durante tantos años. Acompañado de su esposa, Nebmaatra se dirigió a una balconada, edificada al efecto, que era conocida como la «ventana de las apariciones», desde donde correspondió a sus súbditos más queridos al ofrecerles sus bendiciones divinas, y el «oro de la recompensa».

Desde la balaustrada, el dios hizo entrega de sus regalos en medio de una expectación inusitada. Su mayordomo, Surero, iba nombrando a los predilectos del rey entre murmullos de aprobación. Él mismo fue recompensado junto a sus amigos Kheruef y Huy. A este último, el faraón lo agasajó de manera especial. Aquel era el lugar apropiado para agradecerle los treinta años de desvelos que había dedicado a Kemet. El dios quiso que todo Egipto supiera que lo reconocía como el Primero de sus Amigos; el gran Amenhotep, hijo de Hapu, recibió un collar de oro macizo de cuentas,
shebyu
, igual que el que llevaba el rey, y que simbolizaba su total comunión con Ra. Hubo aplausos y gestos de alegría, pues Nebmaatra inmortalizaba en la hora de su jubileo al primer hombre de Egipto.

Todos los grandes pasaron bajo la balaustrada para recibir sus parabienes. El rey se mostraba generoso, y cuando casi al final el mayordomo citó su nombre, Neferhor palideció por la sorpresa, y al punto sintió una angustia difícil de explicar. No era solo su proverbial timidez la que lo atenazaba, era su incapacidad para reaccionar ante la inesperada llamada del dios. Surero se vio obligado a repetir su nombre dos veces, con evidente fastidio, y solo cuando alguien lo empujó con suavidad Neferhor pareció hacerse cargo de la situación.

Nunca sabría a ciencia cierta cómo llegó hasta la ventana de las apariciones, tan solo recordaría encontrarse allí, bajo la figura del dios que le sonreía.

—Este es el oro de la recompensa que entrego a Neferhor, uno de mis hijos más preclaros. Gran conocedor de los ritos secretos escritos por los primeros faraones pˀos faraoara unirse a los dioses. Él los recuperó para que mi majestad renueve su esencia divina ante todo Kemet.

Neferhor escuchó aquellas palabras como si le llegaran empujadas por el viento, por el hálito de un dios que renacía en todo su esplendor. Embelesado, alzó su vista hacia el faraón, que lo observaba complacido. Había en su mirada bondad, y su rostro mofletudo le daba un aspecto cándido, de persona amable y bonachona.

Neferhor alargó la mano para coger el anillo de oro y lapislázuli y el brazalete de oro que le regalaban, mientras la reina observaba la escena sin hacer un solo gesto. La concurrencia, que abarrotaba la explanada, prorrumpió en vítores y alabanzas, y felicitó al escriba cuando este se retiraba.

—Con lo joven que es, seguro que algún día llegará a visir —decían.

Neferhor se encontró con la mirada de Huy, que le sonreía con disimulo, pero él no tenía ojos más que para el brazalete de oro macizo que le había dado el faraón. Su solo tacto le hablaba de su origen divino, ya que el oro era el metal de los dioses. Lo estudió con más detenimiento. Era magnífico, y en su superficie tenía grabada una imagen del soberano portando la pluma de Maat en el centro del disco solar en tanto navegaba en su barca sagrada. «Nebmaatra», musitó el joven emocionado, incapaz de salir de su asombro.

Después de los reconocimientos, el faraón invitó a todos los asistentes a una comida en la que se sirvieron los platos tradicionales en las ofrendas: carne de buey, aves, pan, cerveza y vino, en generosas cantidades. Malkata se convirtió en un clamor en el que se elevaban las loas al cielo ante tanta abundancia. La algarabía general hacía honor al nombre del palacio: Per Hai, la Casa del Regocijo, pues era regocijo lo que sentían los miles de asistentes aquel día.

—¡Nunca el país de Kemet fue tan rico! —exclamaban, eufóricos—. ¡Hoy comeremos y beberemos hasta el exceso!

Y eso fue lo que ocurrió. La gente devoró las viandas sin sentir, y la cerveza dio paso al vino, de todo tipo, que se trasegó como si bebieran agua del Nilo. El alboroto era ensordecedor, pues la música y los cánticos no dejaban de sonar, mientras todos los allí presentes se veían obligados a elevar su tono de voz para hacerse escuchar.

—¡Más vino! —gritaban—. Hoy el dios nos bendice al invitarnos a su mesa.

En medio de aquel jolgorio, Neferhor creyó oír su nombre. Alguien lo llamaba, aunque fuera incapaz de saber quién.

—Neferhor, Neferhor, ¿no me oyes? Estoy aquí —le decían.

El joven miraba a su alrededor, pero era inútil.

Por fin alguien surgió de entre el gentío.

—Neferhor, soy yo, Heny, tu viejo amigo.

El escriba se quedó sin habla.

—¡Heny! —exclamó aˀ—exclal verle—. Pero ¿cómo…?

—Todo ha sido gracias a tu intervención. Te vaticiné que algún día mis vinos llegarían hasta la mesa del faraón, y mira, mira a tu alrededor. Las jarras con mis caldos están por todas partes.

Neferhor no supo qué contestar. El encuentro con su viejo amigo lo había dejado sin habla.

—Vamos, di algo, hombre. Parece que has visto una aparición. Soy yo, Heny, y tú mereces que te honre ante los dioses durante el resto de mis días.

—Heny, cuánta alegría —le dijo Neferhor, en tanto trataba de recuperarse de la sorpresa. En verdad que el escriba se alegraba de ver a su amigo, aunque la vergüenza le impidiera mostrarse franco—. Ven, siéntate conmigo —le invitó, al fin—. Beberemos de tu vino a la salud de Nebmaatra.

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