El escriba ya no necesitaba mirar atrás, pues ahora los
medjays
tenían un buen motivo para perseguirle, aunque eso solo lo supiese él. Pero le daba igual, ya que era una mano divina la que le había señalado, y sin duda se valdría de los hombres para e{xtender su injusticia. De esta era de la que se debía cuidar, allá donde le guiaran sus pasos.
Hacía ya dos días que Neferhor se ocultaba de los
medjays
. Los había visto una mañana, mientras se hallaba descansando junto a un pequeño bosque de papiros, en la orilla del río. Sus perseguidores se movían como sabuesos, capaces de olisquear cada huella del camino. De vez en cuando levantaban la cabeza para ventear el aire, igual que si fueran felinos, para proseguir con su rastreo, lento pero a la vez implacable.
El escriba salió de su escondite y emprendió la marcha a buen paso, dispuesto a ganarles todo el terreno posible. Durante aquellos dos días Neferhor corrió por entre los palmerales como una de aquellas liebres que, de ordinario, acostumbraban a zigzaguear, siempre alertas. De vez en cuando se detenía a escudriñar a su espalda, pero los
medjays
parecían haber quedado atrás, y eso le indujo a detenerse entre los cañaverales para pescar, pues se hallaba hambriento. Allí abundaba la pesca, como él bien sabía, y sin poder evitarlo evocó las imágenes de su niñez en la que habituaba recorrer aquellos parajes dispuesto a curiosear en cada uno de sus rincones. A menudo había paseado por allí, en compañía de Heny, y aquel recuerdo le produjo un sentimiento de melancolía y también de culpabilidad. Su mundo ya nada tenía que ver con aquel, y en cierto modo se avergonzó por ello, como si hubiera traicionado todo aquello en lo que debía creer, en lo auténtico; el Egipto en el que había vivido junto a los suyos. Al abandonarlo, todos sus sueños se habían desmoronado hasta transformarse en polvo, y solo la visión de su esposa e hijos era capaz de alumbrar su ánimo. Quizás únicamente por eso todo había merecido la pena, aunque ahora sus seres queridos solo formaran parte de la quimera forjada por sus esperanzas. Justo en la otra orilla se encontraba el que un día había sido su hogar, y su ánimo se vio envuelto en un torbellino de emociones difíciles de explicar. El amor, las ilusiones, la sensación de estar unido a aquella tierra, el odio… Este último pensamiento se había diluido en su propia venganza, y por ello nunca podría librarse de él; formaba parte de su pasado y también de los días que le quedaran por vivir; igual que si se tratara de un sello indeleble grabado sobre su piel. A la postre él había dado muerte a su propio padre, aunque aquella palabra nada significara para el escriba en semejante caso, y no cabría lugar al engaño cuando Osiris le llamara a su presencia.
Sin embargo, Neferhor se hallaba lejano a la desesperación. Era lo que tenía la supervivencia: un aliento que empujaba a su espíritu en una huida que podía no tener fin.
Cuando el escriba vio las percas nadar junto al cañaveral, las observó ensimismado. Este pez era tenido por su pueblo como una representación de la diosa Neit, la «señora de Sais», la capital de Neit Mehet, el quinto nomo del Bajo Egipto; un pez sagrado que, no obstante, era muy apreciado, ya que podía llegar a medir tres codos y alimentar a toda una familia. Las que nadaban aquella tarde eran mucho más pequeñas, pero Neferhor se concentró en su captura, ya que su estómago se había convertido en todo un pandemónium de ruidos inconexos.
Tras horas de pacientes intentos, el escriba logró sacar una de aquellas percas del río. Era más bien pequeña, pero resultaría suficiente para calmarle el hambre. Al abrigo de los altos cañaverales, Neferhor hizo un pequeño fuego y dio buena cueDnta del pez sagrado, a la vez que agradecía a Neit el permitirle alimentarse con su divina carne. Cuando terminó solo quedaban las espinas y, al observarlas, el escriba recordó que estas eran tenidas en gran estima ya que, tras macerarlas en aceite, con ellas se frotaba la espalda de las madres para que les subiera la leche. La perca poseía la magia del río, y Neferhor se sintió satisfecho por haber saciado su apetito con ella, al tiempo que su corazón recobraba el optimismo. Los campos que un día trabajase junto a su padre se encontraban justo al otro lado del río, y pronto podría recorrerlos de nuevo.
El escriba los contempló ensimismado al tiempo que la luz se apagaba camino del ocaso. El sol pronto sería tragado por la divina Nut, y las sombras se agigantaban con la rapidez que era habitual en Kemet. La noche entreabría sus puertas de nuevo, y pronto el cielo se llenaría de miríadas de estrellas para cautivar a Egipto con su belleza.
Andaba Neferhor inmerso en tales pensamientos cuando oyó un ruido a sus espaldas. Fue casi imperceptible, similar al de una pequeña rama al ser quebrada, y ello le puso sobre aviso, pues solo el que acecha busca el sigilo. Sin mover un solo músculo, el escriba aguzó sus sentidos y al momento volvió a escuchar otro ruido, muy cerca, detrás de los cañaverales en los que se hallaba. Sin poder evitarlo, el corazón le dio un vuelco y enseguida pensó en sus perseguidores. Los
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habían terminado por encontrarle, como había temido desde el principio, y ahora se prestaban a capturarle.
Neferhor miró a su alrededor desesperado. Su única escapatoria estaba en el río, pero para poder cruzarlo debía atravesar aquel pequeño bosque de cañas sin ser visto. Avanzar por él no era fácil, ya que este se adentraba en las aguas y le resultaría imposible pasar desapercibido. Solo la creciente oscuridad podía ser su aliada, por lo que el escriba decidió permanecer quieto hasta que la noche se adueñara del lugar por completo.
Un nuevo ruido le alertó. Ahora le había llegado con nitidez, justo desde su derecha, y tan próximo que sin querer el escriba contuvo la respiración. Alguien avanzaba hacia él, y con toda la cautela de que fue capaz, Neferhor retrocedió hasta que el agua le llegó por la cintura. Entonces, súbitamente, los juncos se abrieron como por ensalmo, y de entre ellos surgió una figura que parecía llegada del Inframundo. Neferhor ahogó un grito, impresionado, en tanto aquel demonio se le echaba encima con la agilidad de un felino. Su rostro tenía una expresión feroz, y una fea cicatriz lo recorría de arriba abajo para darle un aspecto siniestro, capaz de helar la sangre en las venas. El escriba recordaría aquel semblante toda su vida, y también el miedo que sintió al ver por primera vez al
medjay
. Este esbozó una sonrisa que, envueltos ya en la penumbra, a Neferhor se le antojó terrorífica; ni la Devoradora de los Muertos sonreiría de semejante forma, pensó mientras reculaba. Entonces el
medjay
se irguió ante él, amenazadoramente, transformado ya casi en una sombra.
—El fuego ya está listo para cocinarte. No permitamos que se apague —dijo el extraño con sorna. Acto seguido dio un grito y al momento los cañaverales crujieron para dar paso a otra silueta. La pareja de
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había dado caza a su presa, como de ordinario solía ocurrir.
Aquellos instantes serían difíciles de definir para el escriba, y quedarían grabados en su memoria como sinónimo de perdición. Estaba atrapado sin remisión, a merced de dos guerreros formidables ante los cuales solo le quedaba encomendarse a todos los dioses del panteón egipcio. Rezar siempre suponía un alivio para cualquier espíritu maltrecho. Cuando ya nada se puede hacer el hombre se aferra al milagro en cualquiera de sus formas, y es capaz de invocar hasta la mismísima serpiente Apofis.
En ese momento el corazón del escriba se llenó con las imágenes de aquellos a los que amaba. Fue un momento fugaz, pero a la vez cargado de emotividad y, sin pretenderlo, se vio reconfortado por una fuerza que surgía desde lo más profundo de su ser. Quizá fuera su
ka
el que se rebelara a terminar de aquella forma, o puede que la monstruosa Apofis tuviera alguna incomprensible curiosidad por su persona, eso nunca lo sabría, pero Neferhor se sintió capaz de salir con bien de aquel trance, convencido de que aún podría escapar de sus perseguidores, y así, justo cuando estos extendían sus manos hacia él, Neferhor dio un paso atrás para notar cómo el suelo desaparecía bajo sus pies; entonces se impulsó con fuerza y se sumergió en aquellas aguas más profundas. Unos dedos intentaron aferrarse a sus pies, pero estos se escurrieron como si fueran un pez, y el escriba pudo bucear entre los juncos hasta conseguir salir a aguas abiertas. Al poco notó la corriente, y se dejó llevar por ella hacia el centro del río, desde donde nadaría hasta ganar la otra orilla. La noche señoreaba ya sobre la Tierra Negra y, en la distancia, Neferhor podía oír las maldiciones y juramentos que proferían los
medjays
. Por un momento se había librado de ellos, aunque sabía muy bien que no cejarían hasta encontrarlo.
Sería difícil explicar con palabras las emociones que Neferhor experimentó al pisar de nuevo los campos que un día trabajase junto a su padre. Infinidad de situaciones vividas durante su infancia se agolparon en tropel en su corazón para ser recordadas a cada paso que daba. Era como si el tiempo se hubiera detenido y todos los años pasados no fueran más que un sueño del que despertaba. Los palmerales, los tupidos macizos de acianos, las riberas donde acostumbraba a bañarse, los bancos de arena donde dormitaban los cocodrilos… El aire tenía allí su propia fragancia, y al cerrar los ojos Neferhor creyó escuchar de nuevo la voz del viejo Kai cuando le reprendía por alguna de sus travesuras, y la de su hermana al llamarle para que fuera a cenar. Sin embargo, ellos ya no se encontraban allí. Se habían esfumado como parte del soplo de la vida, imposible de controlar. Veinticinco años atrás aquel lugar rebosaba de espigas del mejor trigo, de cebada, de buenos pastos para el ganado, pero ahora se había convertido en un erial cubierto de matojos donde solo parecía habitar la soledad. Las tierras pertenecientes a los Dominios de Amón habían sido abandonadas a su suerte, y ninguna mano se había vuelto a preocupar de labrarlas. Hacía mucho tiempo que allí no vivía nadie, y no obstante los campos aún poseían la magia de antaño, la que invitaba a entregarse a la ensoñación.
El escriba deambuló de acá para allá hasta olvidarse de los hombres que le perseguían. Había regresado a su hogar, y en él se ocultaría hasta que el designio de los dioses le resultara favorable.
Al divisar la casa en la que un día viviera, Neferhor notó cómo su pulso se aceleraba. Se le antojó como parte del paisaje, cual si f@ormara un todo con la propia vegetación que la rodeaba, igual que si hubiera estado allí desde hacía milenios. Todo resultaba relativo, aunque Neferhor no fuera capaz de imaginarse aquel lugar sin la casa en la que pasara su niñez. En su opinión era un monumento más de los miles que festoneaban la Tierra Negra, aunque nadie rindiera en él culto a sus dioses. Eran sus paisanos los que al final hacían posible el milagro de aquella civilización, los que moraban en casas como aquella, y al contemplarla tan solitaria y silenciosa a Neferhor se le ocurrió que mostraba la tristeza que, estaba convencido, se había apoderado del corazón de Egipto. Este se hallaba abandonado a su suerte, y el que un día fuera su hogar se había convertido en mudo testigo de ello para limitarse a ver pasar el tiempo.
Renenutet, la diosa de las cosechas, había sido proscrita por el señor de Kemet, y las tierras lucían baldías, sin opción de mostrar su proverbial generosidad. El escriba extrañó el vuelo de las oropéndolas, que de ordinario tantos estragos causaban en los frutales. Mas enseguida comprendió que allí no había fruta para nadie, y que su misma presencia no dejaba de resultar anacrónica.
Próximo a la cabaña, Neferhor se detuvo durante unos instantes para mirar en derredor. Eran tantos los recuerdos que tuvo que hacer esfuerzos para que sus ojos no se humedecieran, y al encaminarse hacia la puerta sintió el repentino impulso de abandonar aquel lugar para librarse de sus emociones. Pero su mano se adelantó a sus dudas, para acabar por empujar aquella hoja de juncos entrelazados cuyos goznes chirriaron de manera quejumbrosa.
Desde el umbral el escriba se asomó de nuevo a su pasado, y al observar el humilde habitáculo se conmovió. Él había formado parte de aquella miseria, y reparar en ello le sobresaltó cual si fuera un niño. La vida había mostrado allí su rostro más feroz, aunque él hubiera tardado más de veinte años en comprenderlo. Ahora se daba cuenta de la existencia que se habían visto obligados a llevar los suyos, y también la lección que el viejo Kai les había dado a todos. Además de los campos, él había tratado de sembrar aquella estancia de felicidad, y Neferhor imaginó cómo debió de ser su sufrimiento al verse obligado a renunciar a su dignidad por conseguirlo. El escriba notó un nudo en la garganta y apoyó su cabeza, apesadumbrado, contra el quicio de la puerta. Entonces algo se movió en el interior, y al punto Neferhor dio un respingo, justo para comprobar cómo una sombra avanzaba hacia él. Sin poder evitarlo retrocedió hasta que el extraño se detuvo en la entrada de la casa.
—Por fin volvemos a vernos —dijo este con voz cavernosa—. Sabía que vendrías por aquí.
Neferhor ahogó un grito de asombro. Frente a él, bañado por el sol de la tarde, se encontraba Heny.
Si Neferhor creía tener motivos para renegar de su destino, Heny se sentía en la obligación de maldecirlo. Su vida había supuesto una buena prueba de hasta dónde estaba dispuesto a llegar Shai si así lo determinaba, aunque los antojos de este hiciera ya mucho que apenas significaban nada. Su existencia había sido destruida por ellos, y no había día que pasara en el que Heny no abominara de todos los dioses de Egipto, y también de sus hombres.
En realidad motivos no le faltaban, pues era difícil comprender cómo alguien podía haber sobrevivido, durante tantos años, arrastrándose por el fango del pozo al que se había precipitado. Sin embargo Heny había conseguido salir adelante, pues contaba con un aliado formidable, capaz de darle aliento cuando desfallecía e insuflarle nuevos ánimos: el odio. El odio le había procurado esperanza al tiempo que alumbraba su corazón de forma inevitable. Su alma fue entregada a las tinieblas, y la ponzoña de la venganza se apoderó de cada uno de sus
metu
para hacer de su andadura un sufrimiento continuo. Su carácter, un día afable, se había transformado en irascible y pendenciero, hasta llegar a aborrecer a sus semejantes de forma singular, ya que los consideraba semilla de toda desdicha.