—Ah, es eso. Tampoco creo que debas extrañarte por ello. Es algo usual. Ha ocurrido antes y seguirá pasando. Tú que eres un hombre no tendrías que sorprenderte demasiado, ¿no te parece?
—Los años solo han conseguido que tu corazón sea aún más duro que el que conocí. Pero tus crímenes permanecerán en él hasta que Ammit lo devore sin remisión, pues no creo que albergues dudas acerca de eso.
—Ya me encargaré de la «Devoradora» a su debido tiempo —dijo Hekaib con evidente desprecio—. No habrás venido a juzgarme esta noche, ¿verdad? Además, he de recordarte que Osiris ya no juzga a nadie. Ha desaparecido de nuestras vidas, junto con toda su corte de implacables dioses. Ahora la existencia en el Más Allá la otorga solamente mi señor Akhenatón, al que sirvo con lealtad.
—Tu juicio ya se celebró hace muchos
hentis
, Pepynakht, y los cuarenta y dos dioses de la Sala de las Dos Justicias te condenaron de forma inapelable. El señor de las Dos Tierras al que sirves nada puede ya hacer por ti.
Hekaib arrugó el entrecejo, y de nuevo intentó levantarse, pero el escriba le volvió a amenazar con su arma.
—¿Por qué me amenazas? No te conozco y…
—Shssssss —le susurró el escriba—. Neferhor. ¿Recuerdas ese nombre?
Hekaib no pudo ocultar su sorpresa.
—Neferhor —musitó el viejo déspota mientras parpadeaba repetidamente—. Pero… no es posible. Falleciste siendo todavía un niño. Yo mismo escuché la noticia.
—Como te dije antes, soy un espectro del pasado. Sabía que al final lo entenderías.
Hekaib dio un respingo.
—Neferhor…
—Claro que tú bien podrías llamarme Iki. Aún recuerdo cómo ultrajabas a mi hermana y golpeabas a mi padre. Repyt, Kai, ¿te acuerdas?
Hekaib lo fulminó con la mirada.
—No es mi obligación saber lo que fue de los campesinos que araban los campos después de tantos años —señaló el viejo sin ocultar su desprecio.
Entonces el escriba se le acercó hasta quedar a un solo palmo de distancia.
—Yo te diré qué fue de ellos. El noble Pepynakht acabó con sus vidas. Los hizo sucumbir bajo las aguas que anegaban los campos que trabajaban para él; una muerte horrible.
—No sé de qué me hablas.
Neferhor lo atravesó con la mirada, y acto seguido le puso otra vez el cuchillo en la garganta.
—Ellos mismos me lo contaron en los Campos del Ialú. Por eso he venido a verte —volvió a susurrarle el escriba.
—¿Qué es lo que deseas? Si son riquezas lo que quieres, puedo cubrirte con ellas. ¿No servirían para que reconsiderases tus propósitos?
Neferhor le sonrió.
—Lo que quiero es tu alma.
Hekaib soltó un juramento e intentó defenderse, pero el escriba volvió a taparle la boca al tiempo que le hacía un pequeño corte.
—La próxima cuchillada te rebanará el cuello por completo —le avisó Neferhor.
Hekaib hizo un ademán con la mano con el que se daba por enterado.
—Te juro por el divino Thot que yo no maté a tu familia —se defendió el canalla—. Yo incluso los amaba. —Neferhor lo miró sin ocultar su ira—. Sí, créeme, créeme —suplicó Hekaib al verle el gesto—. Yo quise a Repyt profundamente, a la vez que sentía un gran respeto por el viejo Kai.
—Eres peor que una víbora del desierto. Ahora creo que voy a matarte.
—Espera, espera —imploró Pepynakht, angustiado—. No te condenes sin razón.
Neferhor soltó un bufido.
—Ya he esperado demasiado y mi alma nunca conocerá el perdón.
—Pero debes saber algo —continuó el viejo, aterrorizado—. Hay un secreto que desconoces. Un hecho que hará que cambies de opinión.
—¿Un secreto? De nada te valdrán tus embustes conmigo.
—No se trata de ningún embuste.
—No atenderé más a tus trápalas —dijo Neferhor mientras le volvía a poner el filo del cuchillo en la garganta.
—Escúchame un momento —volvió a suplicar Hekaib—. Igual que ocurrió con Repyt, yo también conocí a tu madre. Fue durante poco tiempo, pero nos amamos, y de resultas de ese amor ella te concibió.
Ante estas palabras Neferhor se quedó petrificado, y Hekaib aprovechó para zafarse de él y mirarle fijamente a los ojos.
—Sí, Neferhor. Tú eres hijo mío, te guste o no. Algo que solo sabíamos tu madre y yo, aunque siempre tuve la sospecha de que Kai lo intuía.
El escriba apenas podía dar crédito a lo que escuchaba.
—¿Nunca te has preguntado por qué eras tan diferente a ellos? Mira en tu corazón, Neferhor, y sabrás de lo que te hablo. Nada tenías que ver con el viejo Kai, ni con ninguno de los otros campesinos. Eras un niño despierto que anhelaba el conocimiento. Tú llevas mi sangre.
Neferhor parpadeó varias veces, como regresando de su estupor, para mirar al déspota sin mostrarle emoción alguna. La máscara que tan bien conocía había vuelto para cubrir su semblante, y esta vez no se la quitaría.
—Mientes por salvar tu vida, Pepynakht. Pero ya no podrás evitarlo.
—¿Estás loco, hijo mío? ¡Yo soy tu padre! Sabes que siempre sentí debilidad por ti.
—Lo recuerdo muy bien. Nos hiciste promesas que luego no quisiste cumplir. Tú me habrías condenado a permanecer en los campos toda mi vida, como seguramente harías con todos los bastardos que tenías diseminados por el nomo. Decían que alardeabas de ello.
—Habladurías y nada más. Pero veo que te has convertido en un hombre con conocimientos y eso es cuanto importa. Ahora todo será diferente, ya verás. Acompáñame a mi casa para que te agasaje como corresponde y tomes lo que te pertenece.
Neferhor hizo una mueca sarcástica. Él estaba preparado para todo menos para aquellas palabras. Otra vez su amado Shai volvía a mofarse en su cara de la forma más vil. Él conocía muy bien las historias que siempre habían circulado por Ipu acerca de los hijos que aquel canalla había tenido casi en cada granja, y no pudo dejar de considerar aquellas palabras durante unos minutos. De su madre no tenía ningún recuerdo, y el viejo Kai siempre se había mostrado con él como un padre considerado aunque en cierto modo distante. Quizás él supiese la verdad acerca de lo que aseguraba Hekaib, o simplemente ese era su carácter. La mera idea de ser hijo de semejante monstruo hizo que Neferhor sintiera su cólera aún más viva. Era como si la serpiente Apofis se presentara para reclamar su paternidad, y él se viera obligado a considerarla. No se le ocurría un símil mejor, aunque en ningún caso estuviese dispuesto a aceptarlo. Daba igual que fuese cierto o no. Kai era el único padre que reconocía su corazón ya que, en su opinión, el acto amoroso no otorgaba ningún derecho a quien siempre se había olvidado de sus obligaciones.
—Abrázame como el hijo que vuelve a mí —oyó que le decía Hekaib.
Neferhor le observó unos instantes. El viejo tenía los brazos abiertos y una sonrisa que le pareció estúpida y tan artificiosa como cabía esperar. Todo en Pepynakht resultaba engañoso, pero el escriba se aproximó a él para abrazarle, tal como le pedía.
—Serás mi sucesor en estas tierras. Te declararé heredero con los mismos derechos que el resto de mis hijos —le dijo Hekaib al oído.
—Por fin te encontré, padre —le replicó Neferhor—. Tú me diste la vida un día, y yo ahora, aquí, te la arrebato.
Entonces, súbitamente, Neferhor dio un fuerte tajo en el cuello de Pepynakht que, al instante, se llevó ambas manos a la garganta.
—Hapy es testigo de este momento para cuando me llegue mi hora —dijo Neferhor con frialdad—. Mis razones se las daré a Osiris cuando este me las demande.
Hekaib se desplomó sobre la arena entre terribles sacudidas. Mientras trataba de taponar inútilmente la herida, Pepynakht emitía un extraño gorjeo en tanto su sangre salía a borbotones. La vida se le escapaba sin remisión, y el viejo fijó su mirada, incrédulo, en el hombre que se la había quitado. No dejaba de ser una ironía del destino el morir a manos de uno de sus bastardos, y un gesto de incredulidad se apoderó de su rostro antes de dar el último estertor. Bajo la paupérrima luz de la antorcha, el cuerpo de Pepynakht quedó laxo sobre la arena, rodeado de un gran charco de sangre.
Neferhor le observó con indiferencia, aún con el cuchillo en la mano. Era una mole deforme, cuya piel amarillenta brillaba, aún húmeda, como si se tratara de un papiro envejecido, y al escriba se le antojó que la escena bien hubiera podido ser extraída del Inframundo. Aquella noche él se había convertido en Nebneryu, el temible genio funerario leontocéfalo, guardián del otro mundo, que era representado con un cuchillo como el que Neferhor llevaba esa noche. Su nombre significaba «el señor del terror», y en aquella hora se había hecho corpóreo en el mundo de los mortales para tomar cumplida venganza en la persona de aquel hombre sin alma.
El escriba hizo una mueca de desprecio, y después su expresión se volvió torva, al tiempo que su mano asía el cuchillo con desmedida fuerza.
—Hoy, Nebneryu te condenó a no pasar a la otra vida —dijo Neferhor quedamente—. Tu sitio estará siempre entre las bestias.
Entonces tuvo lugar el más espantoso de los rituales. La ira cabalgaba ya desbocada sin que hubiera posibilidad de refrenarla. La razón que siempre había acompañado al escriba no era más que una entelequia, pues este tenía su plan bien trazado. Ahora se había transformado en Nebneryu, y el terror se adueñó de aquel paraje en medio de un silencio solo roto por la vehemencia.
Desde sus escondrijos, los animales que poblaban el lugar asistieron atemorizados a una suerte de danza macabra que eran incapaces de comprender. Mas para el hombre que la llevaba a cabo el significado estaba muy claro; Pepynakht nunca renacería en la nueva vida, y para ello convirtió las orillas del Nilo en un lugar de matanza.
Con movimientos precisos, Neferhor cortó aquella piel macilenta hasta abrir en canal el cuerpo del viejo supervisor. Mientras recitaba oscuros conjuros arrancó sus vísceras, que quedaron diseminadas por la arena entre un olor espantoso. El escriba tuvo que emplearse a fondo para atravesar la capa de grasa que cubría a Pepynakht, pero parecía un demonio desatado, ya que cortaba con tal ímpetu que cualquier matarife se hubiese estremecido al verle manejar el cuchillo.
—Hekaib, Hekaib —musitaba—. Hoy vagarás por la tierra mudo, sordo y ciego.
Tras vaciarle de todos sus intestinos, Neferhor lo observó un instante.
—Ya nunca volverás a controlar tu corazón —susurró a aquel despojo, y acto seguido el escriba le extrajo el corazón en tanto mostraba en su semblante un rictus de satisfacción, pues el nombre de Hekaib significaba «aquel que controla su corazón».
Después, como si se tratase de una inmundicia, Neferhor arrojó el corazón al río, y seguidamente arrastró los restos de aquella carnicería hasta sumergirlos en las aguas.
—Esta es mi ofrenda a ti, Sobek, señor del río. Que los cocodrilos que forman tu
ba
se alimenten de ella —señaló Neferhor en voz baja.
Luego él mismo se zambulló para lavarse la sangre del infame que le asegurara haber sido su padre. Cuando salió del agua el escriba se sintió purificado, y tras apagar la antorcha se marchó. El alma de Pepynakht nunca alcanzaría los Campos del Ialú.
A la mañana siguiente hubo gran revuelo y preocupación en la villa del viejo supervisor. Nadie sabía qué había podido ser de él, y los campos que rodeaban su hacienda se llenaron de hombres en busca de cualquier rastro. Fueron sus esclavos los que encontraron los restos de su sangre sobre la arena de la pequeña playa donde a menudo Pepynakht acudía a bañarse; un gran cerco oscuro era todo cuanto quedaba pues la tierra, siempre sedienta, no había dado opción a otra cosa.
Entonces corrieron rumores, y todo tipo de conjeturas. Unos decían que la noche se había tragado al déspota de forma misteriosa, como si hubiera habido algún sortilegio o conjuro surgido del tenebroso Mundo Inferior, y otros que alguna bestia se lo había llevado hasta las profundidades del río para dar buena cuenta de él. Mas para la mayoría, detrás de aquel hecho se encontraban las manos de los antiguos dioses, aquellos que habían sido prohibidos y a los que, no obstante, muchos continuaban guardando devoción en secreto. Pepynakht había llevado una vida de atropellos sin fin, y el odio que él se había encargado de sembrar durante todos aquellos
hentis
había fructificado igual que lo hicieran las cosechas de los campos que una vez él mismo se encargó de administrar. Casi todos pensaron que el viejo había desaparecido de la mano de Anubis por sus terribles pecados, para hacer justicia allí donde los hombres no se habían atrevido. No pocos fueron los que se sintieron desagraviados, quienquiera que fuese el que se lo llevara. Hekaib se había marchado para siempre y los campesinos ya no tendrían que atemorizarse al escuchar su nombre.
Oculto entre los cañaverales, Neferhor trataba de pescar una perca. Llevaba muchos días deambulando por los campos, alimentándose de lo que buenamente podía, como una de aquellas jinetas que cazaban en los marjales y a las que había observado tantas veces en su niñez. Ahora era un fugitivo, y él sabía muy bien lo que esto significaba: soledad, astucia y la protección de los dioses. Estos seguían vivos en su corazón, pues él nunca había abominado de ellos. Era una criatura surgida del Egipto profundo, el de los dioses inmortales y la magia imperecedera, y a él se debía. En su opinión no había nada como las firmes creencias para poder sustentar al hombre en su desgracia, y él se sentía colmado de ella, pues su alma ya nunca podría encontrar la salvación. Se había dejado llevar por los instintos de aquel que no atiende a la razón ni a la sabiduría; un sentimiento desconocido para él y que, no obstante, no le había hecho vacilar en absoluto. Hekaib había sido mucho más que un hombre, y todo lo que representaba le había llevado a perpetrar un crimen del que no se arrepentía. Eso era lo malo, según su opinión, y cuando su
ba
fuera pesada ante la mirada atenta del divino Thot, ni este podría cambiar el veredicto. Ammit sería su destino final, y Neferhor lo aceptaba sin hacerse mala sangre.
Tales disquisiciones le ayudaron a ver las cosas de otra forma. Juró no apartarse jamás del camino del
maat
, que siempre había perseguido, aunque de poco le valiera ya, a la vez que las figuras de sus seres queridos se agigantaban en su corazón hasta convertirse en el verdadero templo en el que deseaba vivir para siempre. Su existencia en este mundo le llevaría allí, rodeado de lo que verdaderamente amaba, y eso era cuanto deseaba. Sin saber por qué, tenía la impresión de que una mano caprichosa lo movía de acá para allá al tiempo que ponía a prueba sus convicciones, pero a él ya poco le importaba. Su camino terminaría en aquel templo en el que se quería recluir con los suyos, y ahora estaba convencido de que algún día lo conseguiría. Por ello todas sus preces iban dirigidas a su esposa e hijo, a la joven Tait y al bueno de Penw. Ellos eran quienes necesitaban la protección de los dioses en la ciudad del falso profeta, donde el terror amenazaba con devorar a sus hijos más virtuosos.