El secreto del Nilo (77 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del Nilo
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En realidad había sido un completo egoísta. Un ciego en un mundo de intereses sin fin, al que le habían empujado hasta conseguir que perdiera su propia perspectiva de la vida. Él tenía un cometido que cumplir, y a eso se había reducido su existencia. Neferhor había vagado como un autómata, allá donde había sido empujado por los demás, y se había olvidado del bien más preciado que había recibido de los dioses a los que tanto respetaba: su propia vida. Sin embargo, esta le mostraba cuál era su auténtico significado, tan sencillo que no se necesitaban conocimientos para entenderlo. El amor que le había unido a Sothis había hecho posible el milagro, y ahora tenía un hijo que daba un nuevo giro a su existencia.

Este particular le había removido la conciencia hasta hacerle sentirse mal consigo mismo. Nebmaat había nacido de una esclava y, según la ley, el niño también sería considerado como tal, aunque su padre fuera el mismísimo faraón.

Durante un tiempo se maldijo en silencio por no haber previsto aquel detalle, y cuando miraba embobado a la criatura se le saltaban las lágrimas por su impiedad, y también por lo mucho que le quería. El escriba no podía permitir tener por esclavo a un hijo suyo. Aquello era un insulto al mismo
maat
del que nunca había deseado apartarse, un despropósito que no había sido capaz de entender hasta que aquella carita le había sonreído por primera vez.

Al punto se lamentó de todo lo demás; Sothis había demostrado tener más dignidad que él, y un coraje que jamás podría igualar. Él no la merecía, por mucho que hubiera pagado por ella.

Aquella noche, abrazado a la nubia, Neferhor dio rienda suelta a sus sentimientos como si cientos de caballos desbocados salieran en estampida sin poder contenerlos. Su corazón se abría por completo, pues no quería dejar nada para sí. Ahora le pertenecía a ella, y cuando los labios del escriba la dijeron que la quería, Sothis lo miró muy fijamente, para sonreírle después con dulzura.

—Ya lo sabía —le susurró mientras le abrazaba.

Pero las emociones de Neferhor resultaban incontenibles, y desahogó su pesar entre los brazos de su amada.

—No habrá más esclavos en mi casa —le dijo él, con los ojos velados por el enternecimiento—. Mañana mismo redactaré el documento por el que os manumitiré a todos, y te haré mi esposa, si me aceptas.

Ella lo observó con atención durante unos instantes, envolviéndole con una de aquellas miradas que tanto enloquecían al escriba. Sothis estaba más hermosa que nunca, y el magnetismo que despedía hacía que, a su lado, Neferhor se sintiera insignificante. Comprendió que semejante poder nunca tendría explicación para él, y que deseaba sentirlo todos los días de su vida.

—Siempre fuiste un esposo para mí —le dijo ella—. En lo más profundo de mi corazón y también en mis sueños.

Ambos se besaron largamente, y luego se amaron como nunca lo habían hecho, entregándose mutuamente hasta que se olvidaron de sí mismos, pues se habían unido para siempre. Neferhor tuvo la convicción de que Hathor, la diosa del amor, le abría la capilla más sagrada de su templo para encerrarlos dentro y así poder amarse durante el resto de sus días; y cuando los amantes alcanzaron la apoteosis de los sentidos, lo hicieron juntos, para luego descender de las estrellas donde se hallaban y quedarse profundamente dormidos; esta vez, no se trataba de ningún sueño.

La mañana lucía clara y hermosa, y la suave brisa procedente del río hacía que pasear resultara agradable e invitara a la ensoñación. Neferhor caminaba con el paso alegre y el ánimo rebosante de optimismo. Era un hombre nuevo, y su vida también. Tal y como había prometido, el escriba había tomado por esposa a Sothis, al tiempo que daba la libertad a sus esclavos para formar una familia de la que nunca se separaría. Le importaba poco lo que opinaran los demás, y los comentarios que, estaba seguro, circularían en los corrillos de la corte. Su vida ahora le pertenecía a él, o al menos eso creía.

Durante unos días se había olvidado de las malas noticias a las que se enfrentaba a diario en la Casa de la Correspondencia del Faraón, y también de sus temores por cuanto le estaba ocurriendo a la Tierra Negra. La primavera pronto se anunciaría, y su proximidad le hacía sentir ánimos renovados y la sensación de que quedaba mucho camino por recorrer.

En los últimos días se habían producido noticias de interés, ya que la Gran Esposa Real estaba embarazada por sexta vez, y eran muchos los que cruzaban los dedos para que por fin le diera al dios un varón que pudiera sucederle. También había habido un reconocimiento público para el segundo profeta de Atón, al que todos llamaban Panehesy, que significaba «el nubio», aunque en realidad se llamara Sobekhotep, y otro a Sutau, el tesorero del rey, quien al parecer había andado presto para llenar las arcas reales en cuanto le dieron oportunidad.

Pero lo más interesante para el escriba fue volver a tener noticias de la reina Sitamón. Se sospechaba que la reina había estado recluida durante los últimos años en el gineceo, pero lo que nadie había podido imaginar era que su real hermano se hubiera desposado con ella y la dejara embarazada, y mucho menos que Sitamón le diera un hijo varón a los treinta y tres años de edad; mas eso era lo que había ocurrido. Tutu en persona se lo había confirmado aquella misma mañana al escriba.

—El dios se encuentra feliz como nunca. Por fin el Atón ha escuchado sus alabanzas y le ha dado un heredero. Tenemos un nuevo príncipe al que llamarán Tutankhatón —le confió el canciller.

Neferhor se quedó mudo por la sorpresa, pues las repercusiones de aquel nacimiento podían ser de gran calado. El niño era hijo de hermanos reales y por sus venas corría doblemente la sangre de Nebmaatra, y también la de sus gloriosos antepasados. Era una línea de pureza absoluta, y el escriba no tuvo duda de que Akhenatón había considerado aquella posibilidad desde hacía tiempo.

Sitamón había sido Gran Esposa Real durante el reinado de su padre, y eso le daba una importancia fundamental. Si Nefertiti no llegaba a tener un varón, la sucesión quedaba asegurada con un vástago alumbrado por una
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que además era su hermana.

El escriba no pudo evitar ir más allá. Sitamón siempre se había mostrado afín a los sacerdotes de Karnak, y un príncipe heredero nacido de ella arrojaba un rayo de esperanza en aquel paisaje desolador. Ella influiría en el niño, como solían hacer todas las madres reales, y ello le llevó a pensar en Tiyi. La vieja reina se encontraba en Akhetatón, y al escriba se le ocurrió que su mano también podía estar en el asunto. Un nieto nacido de dos de sus hijos era más de lo que pudiera desear, al tiempo que garantizaba la continuidad de su casa en un próximo reinado. Nefertiti había demostrado ser una buena reina, pero no era capaz de tener más que princesas, y el trono de las Dos Tierras estaba por encima de todo.

Neferhor caminaba por la Ciudad Central haciendo sus componendas. Era inevitable para su naturaleza, siempre proclive a los cálculos y el análisis, pero él se sentía dichoso de poder hacerlo. Aquel día había más gente que de costumbre en la calle, en la que podían verse grupos de soldados y
medjays
reunidos en pequeños corrillos, como los que acostumbraban a formar los cortesanos. El escriba se sonrió al pensar que las comidillas no eran privativas de los funcionarios, que tan mala fama tenían, sino que cualquiera en Egipto podía criticar a quien fuese, siempre que hubiera alguien dispuesto a escucharle.

Neferhor se abrió paso entre el bullicio y entonces escuchó su nombre. Alguien lo llamaba a gritos, y al punto se volvió para ver de quién se trataba. Por fin vio aparecer a Penw, que venía corriendo como alma perseguida por los genios del Amenti.

Casi sin resuello, el hombrecillo se acercó a él.

—Gran Neferhor —dijo Penw con dificultad—. Tengo una noticia que darte que alegrará tu corazón.

El escriba le sonrió, y le animó a que se lo contara mientras caminaban.

—Ha tenido lugar un portento. Lo más insospechado. Algo inimaginable.

Neferhor le dio unas palmaditas.

—No irás a decirme que Sitamón ha sido madre, ¿verdad?

Penw abrió los ojos y se paró como si hubiera sido petrificado por un sueño maléfico.

—Bes bendito, cuánta sapiencia. Las artes adivinatorias no tienen secretos para ti —señaló con teatralidad el viejo pinche.

Neferhor lanzó una carcajada.<


—Te confiaré que me enteré esta misma mañana. Hasta conozco el nombre del niño.

—¿En serio, gran escriba? A tanto no he podido llegar, pues se lo escuché a una de las doncellas que llevaba ropa para lavar, y hablaba muy en secreto.

—Se llamará Tutankhatón. Un nombre interesante.

—¿Tutankhatón? Nunca había escuchado un nombre parecido.

—Por eso me parece interesante. Pero tiene un indudable poder. «Imagen viviente de Atón.» Me gusta.

—Si el gran Neferhor asegura que el nombre tiene poder, no hay nada más que decir. El resto de noticias que te traigo no son tan buenas.

Neferhor enarcó una ceja, como sorprendido.

—Me refiero a que están llenas de habladurías. La gente anda temerosa por los pasillos de palacio. Según dicen, la ciudad se encuentra llena de delatores y personas de mala fe. En las mismas cocinas se han denunciado algunos de mis compañeros entre sí, pues tenían cuentas pendientes desde hacía años. La gente de Mahu se los llevó sin hacer distinciones. Se ve que están deseando sentar la mano. Figúrate que el otro día vinieron a preguntar por una de las mujeres que amasa el pan, porque aseguraban que alguien la había oído rezar a Ptah, al que creo que el dios no quiere ver ni en pintura. —Neferhor le miró estupefacto—. Seguramente habrá sido alguna de sus compañeras —continuó el pinche—; que entre ellas también tienen lo suyo. Yo mismo me siento en peligro, y no me atrevo ni a mirar fijamente a los ojos de nadie, no sea que acaben por denunciarme por algo que desconozco.

El escriba le volvió a dar unas palmaditas de ánimo y le dijo que no se preocupara.

—Es una suerte tener al gran Neferhor como amigo —señaló Penw cuando se despedían—. Siempre velará por mí.

Neferhor le observó divertido mientras se marchaba, y luego siguió su propio camino.

—Tutankhatón —se repitió—. Él podría convertirse en la salvación de Kemet.

3

El grupo de
medjays
hablaba animadamente sobre asuntos de pendencias. Entre ellos había jugadores y gente sin escrúpulos que se habían enrolado para lavar su nombre en un cuerpo que siempre había sido sinónimo de honradez. Pero Egipto ya no era el de antes, y había mucho por hacer para que nunca volviera a serlo. Las persecuciones de los antiguos credos por pueblos y campos habían resultado muy provechosas, ya que se había cometido pillaje sin que nadie lo reprobara. El descontrol era absoluto, y eso ofrecía buenas posibilidades a cualquier tipo listo dispuesto a saber sacar provecho de ello.

Uno de los
medjays
escuchaba la conversación de sus compañeros sin apenas abrir la boca. Decían de él que era de pocas palabras, y que su carácter era agrio como el vinagre del Delta. Nadie sabía de dónde procedía, ni tampoco les interesaba, pero su impiedad había llegado a hacerse famosa entre sus compañeros, así como sus borracheras, que se habían convertido en memorables. Todos le conocían por Hebyu, el enviado, uno de los genios que personificaban a las temibles fuerzas
bau
con las que los dioses podían actuar a distancia, pues siempre tenía el cuchillo presto para rebanar cuellos. Su pasado, aunque no se conociera con certeza, debía de ser tan oscuro que a nadie le extrañaba que aquel hombre se hubiera alistado en los
medjays
del dios para así limpiar su nombre. Pero su reputación le precedía, y el resto de
medjays
evitaba tener conflictos con él.

Mahu, el jefe de la policía de Akhenatón, había organizado a sus hombres en parejas que se dedicaban a llevar a cabo los registros y las detenciones, y también en brigadas cuando era necesario acometer la destrucción de monumentos. Egipto se hallaba plagado de ellas, y también de recalcitrantes seguidores de Amón. Eran por tanto necesarios tantos hombres como fuera posible, daba igual la catadura que tuviesen.

Mahu enseguida reparó en aquel
medjay
al que llamaban Hebyu. Era tan feroz y parecía tan falto de escrúpulos, que su jefe le puso al mando de una de aquellas brigadas que tan tristemente famosas se habían hecho en todo el país. Ese era el tipo de hombre que necesitaba el dios para limpiar la escoria que todavía se ocultaba en la Tierra Negra, y Mahu le dio poder para que pudiera desarrollar sus cualidades. Sin duda aquel hombre resultaba ser un buen «enviado».

Hebyu escuchaba la cháchara de los otros
medjays
sin prestar atención. Como casi siempre se hallaba ausente, absorto en sus propios pensamientos, en su particular visión de las cosas. Había mucha gente aquella mañana en la Ciudad Central, y eso le incomodaba. A Hebyu no le gustaba la gente, ni poca ni mucha; es más, la detestaba, como a tantas otras cosas. Él era un vagabundo que no encontraría sitio en ninguna parte, ni en Akhetatón ni en el más mísero poblado que hubiera en Kemet. Hebyu tenía la peor opinión posible del ser humano, al que consideraba causante de todos los males que afligían a la tierra. Él mismo se consideraba un fiel exponente de cuanto pensaba al respecto, ya que vivía en permanente conflicto consigo mismo y con cuantos le rodeaban.

El parloteo de la muchedumbre le hacía apretar las mandíbulas para contenerse. Con gusto hubiera rebanado el cuello a todos aquellos funcionarios capaces de enredar la vida de cualquiera hasta destruirla. Se encontraban a cientos ese día, y como de costumbre hablaban en voz baja o se tapaban la boca con la mano para que nadie supiese sobre lo que intrigaban. Hebyu los detestaba más que a nadie.

Entre el revuelo que había en la plaza, Hebyu escuchó unas voces que vinieron a sacarlo de su abstracción. Al principio no reparó en ellas, pero cuando escuchó aquel nombre con más claridad enseguida buscó con ansiedad de dónde procedían las voces. Fue entonces cuando vio a un hombrecillo corraer como si le persiguiera la serpiente Apofis, dando alaridos y haciendo aspavientos, en tanto se abría paso por entre el gentío.

Por fin se detuvo junto a uno de aquellos santurrones tonsurados y se tocó el pecho, como si quisiera recobrar el aliento, luego departieron durante unos instantes. Hebyu los observó con atención, en tanto sentía cómo su pulso se aceleraba y un regusto a hiel le atenazaba la garganta. Fue en ese instante cuando, durante unos momentos, aquellos dos hombres miraron hacia donde se encontraba, como por casualidad, y Hebyu pudo ver sus rostros con claridad. Entonces el odio le invadió por completo.

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