Así era la ciudad que cuatro años atrás el faraón había prometido construir, y que por fin era ocupada por sus primeros habitantes. Corría el noveno año del reinado de Akhenatón, y el resto de la Tierra Negra asistía a su inauguración estupefacto.
Neferhor atendía a sus quehaceres en la nueva Casa de la Correspondencia del Faraón en Akhetatón. Se encontraba nervioso, y un poco despistado, y a duras penas lograba concentrarse en la tablilla que tenía delante, otra queja del rey de Biblos, como de costumbre. El alumbramiento de su esclava era inminente, y a pesar de la confianza que ella demostraba tener, el escriba estaba muy preocupado, como no podía ser de otro modo. El parto representaba un riesgo de consideración para las mujeres egipcias, ya que muchas fallecían por esta causa. Por ello no era de extrañar que algunas se aterrorizaran ante la llegada del temido momento, y se tatuaran en el vientre imágenes del protector Bes y de Tueris, la diosa hipopótamo, patrona de las embarazadas.
Neferhor había hablado con algunas comadronas de la corte para cuando llegara el momento de acudir a la glorieta de nacimientos para el alumbramiento, pero Sothis le había echado una de aquellas enigmáticas miradas con las que reprobaba su conducta.
—Tuve a Tait yo sola, bajo una palmera, con la única ayuda de una pobre anciana —le dijo como si nada, y ante la perplejidad de su señor.
Este prefirió no discutir, y dio órdenes a las comadronas para que ayudaran a la nubia quisiera o no. Por otra parte, y como gran devoto de los antiguos dioses, Neferhor se encomendó a la gran maga Isis y a su hermana Neftis para que ayudaran a la parturienta, y rezó a la diosa rana Heket, la comadrona divina, para que junto a Mesjenet facilitara el parto de Sothis e hicieran que el niño naciera sano.
La llegada de un hijo suponía un gran acontecimiento para las familias egipcias, una experiencia desconocida para el escriba, puesto que al difunto Antef lo conoció cuando el pequeño ya contaba con más de dos años de edad. ¿Vendría un niño, tal y como aseguraba Sothis, o el dios Khnum, en su torno de alfarero, los sorprendería a todos al haber moldeado una niña? Tales juicios y consideraciones exasperaban a Neferhor, que no sabía cómo calmarse.
Pero más allá de aquel estado de lógico nerviosismo, sus primeros meses en la ciudad habían discurrido de una manera agradable, e incluso placentera. Neferhor vivía en una coqueta casa situada en el Barrio Sur, rodeada de hermosos jardines y las espléndidas villas que pertenecían a los altos dignatarios. La casa en cuestión estaba cercada por un muro de adobe de tres metros de altura, que guardaba una bonita parcela rodeada de plantas que desprendían las más suaves fragancias. En un lado se encontraba un estanque en el que señoreaban los lotos, y había una pequeña palmera y hasta un sicómoro, el árbol sagrado por excelencia.
La casa tenía la misma planta que la mayoría de las edificadas allí para los funcionarios, con una gran sala en la que se alzaban seis columnas de capiteles lotiformes y varias habitaciones adyacentes. Además tenía un baño y una gran cocina que comunicaba con un patio y con los almacenes donde se guardaban el grano y los alimentos. La casa se hallaba orientada hacia el este, como casi todas, para recibir así los rayos del Atón cuando este se alzara en la mañana y de este modo poder alabarlo.
Todos sus vecinos ocupaban algún cargo próximo al faraón, como Pentu, que era el jefe de los médicos; Ahmose, que portaba el sello real y era supervisor de la Corte de Justicia, o Apy, que era otro escriba real como él que procedía de una familia distinguida. Pero con el que más trato tenía era con Tutmosis, uno de los escultores reales, que estaba llamado a suceder al gordinflón Bek, y sobre todo con Paatenemheb, escriba real, alto oficial del ejército del dios y supervisor de los Trabajos en Akhetatón.
Como sus viviendas eran contiguas, Paatenemheb y Neferhor intimaron en el trato durante aquellos primeros meses hasta hacerse amigos. Algo más joven que el escriba, Paatenemheb era natural de Henen-Nesut, la capital de Naret-Khent, o Árbol del Sur, el vigésimo nomo del Alto Egipto, en la región de El Fayum, y había iniciado su carrera en la administración como escriba para, posteriormente, pasar a formar parte de los ejércitos del faraón. Era un tipo listo, y su mirada resultaba aguda donde las hubiera, y daba la impresión de que nada se le escapaba. Él era consciente de la caótica situación que se vivía en las fronteras del imperio, pero como todos los que habitaban en la ciudad, estaba dispuesto a abrirse camino junto a aquel rey al que la mayor parte de su pueblo apenas comprendía.
Paatenemheb se percató enseguida de la valía de su vecino y de los grandes conocimientos que atesoraba, y así ambos congeniaron con facilidad. El oficial estaba casado con Amenia, una mujer discreta y afable con la que no había podido tener hijos. No obstante la pareja permanecía unida, pues se amaban por encima de todo.
Sin embargo, durante sus conversaciones, ambos amigos guardaban discreción sobre muchos de los asuntos que agobiaban al Estado, aunque resultaba evidente la simpatía que se profesaban. Neferhor se limitaba a observar a su colega con la perspicacia que le caracterizaba, y la mirada centelleante de este hacía el resto. Aquel hombre haría carrera, se dijo Neferhor en cuanto lo conoció un poco mejor. Era un superviviente con la astucia de un felino, y a estos la fortuna acostumbraba a favorecerles.
Una tarde, el escriba se enteró por el oficial de la muerte de Kaleb. Al escuchar la noticia, Neferhor permaneció impertérrito, como si le hablaran de un hecho cualquiera de la vida cotidiana. Paatenemheb le observó con interés, pero el escriba apenas esbozó un gesto que dejara traslucir lo que sentía. Al parecer, el príncipe había sido devorado por sus leopardos, y de sus restos poco se pudo recuperar.
—Según dicen, ni los embalsamadores reales podrán hacer nada por adecentar lo poco que queda de él —apuntó el oficial.
Neferhor escuchó aquellas palabras como si fueran cosa esperada. Él había maldecido mil veces al príncipe, y en lo más profundo de su corazón había esperado ese momento. Sin embargo, no sintió más emoción que la del desprecio. Si los leopardos lo habían despedazado su alma no encontraría nunca el descanso, y Neferhor pensó que así no se encontrarían en el infierno, donde él estaba convencido de acabar. Al final, el tiempo había hecho su propia justicia, tal y como Neferhor esperaba, aunque ello no le devolvería nunca la existencia a su difunto hijo.
La vida en la nueva corte creada en Akhetatón se diferenciaba de la que él había conocido en que los asistentes a los frecuentes banquetes que se organizaban eran otras personas. Como de costumbre, enseguida comenzaron a formarse las habituales camarillas que, a no mucho tardar, dieron paso a rumores y cuchicheos; algo inherente a cualquier corte que se preciara. Los Amenhotep, Sureros o Ramoses habían cedido su testigo a los Meryre, Panehesy o Nakhpaatón. El mismo Neferhor no pudo librarse de asistir a alguna de aquellas fiestas organizadas por la nueva sociedad de Akhetatón, y así fue como conoció a Ay, el Padre del Dios, al escriba del faraón Meryre II, que además era el mayordomo de la casa de Nefertiti, al gran vidente de Atón Meryre I, al visir Nakhpaatón, al copero real Perennefer o al alcalde de la capital, que atendía al impresionante nombre de Neferkheprehersekheper, del que, por cierto, este se encontraba muy orgulloso.
La mayor parte de aquella aristocracia habían cambiado sus nombres para seguir de este modo los pasos de la familia real. Había grandes posibilidades en el futuro, y era conveniente estar preparados para aprovecharlas. Para todos los funcionarios Neferhor era una criatura alimentada a la sombra del gran Amenhotep, hijo de Hapu, y no dejaba de representar a la antigua guardia y sus vetustas ideas, aunque él no se hubiera significado en ninguna de las intrigas fraguadas para derrocar al dios. Su nombre parecía libre de sospecha, aunque de los discípulos del viejo Huy uno nunca podía fiarse. La última prueba de ello era la destitución de Kheruef, que había sido intendente del Dominio de la Gran Esposa Real Tiyi durante más de cuarenta años, amén de otros muchos títulos. El anciano Senaa, como también era conocido, había terminado por caer en desgracia, como todos sus viejos amigos, para ser sustituido por un tal Huya. Tiyi eliminaba de esta forma al último representante que quedaba de la gloriosa época en la que gobernara su esposo. Nebmaatra había pasado a la historia, y ella misma se adecuaba a los tiempos que corrían para trasladarse a la nueva capital que su divino hijo había edificado.
De una forma u otra, Tiyi se encontraba al final de su camino, y al pensar en ello Neferhor hubo de disimular una sonrisa. La vieja dama parecía indestructible. Ella sabía que los tiempos cambiaban, y se unía gozosa al nuevo poder que representaba el reinado de su vástago. Nada volvería a ser como antes en Kemet, había profetizado la reina, y en eso no se equivocaba.
Durante uno de aquellos banquetes a los que acudió parte de la familia real, Tiyi cruzó un instante su mirada con la del escriba, pero apenas se inmutó, como si la presencia de Neferhor solo le produjera la indiferencia más absoluta. Este mantuvo su semblante acostumbrado, y recordó los perjuicios que la esposa de Nebmaatra le había causado. Sin poder evitarlo se sintió incómodo, y pensó en los problemas que pudiera causarle en el futuro. Ya no le cabía ninguna duda de que Tiyi había sospechado de sus lazos con el clero de Amón desde el primer momento, pero dada la actual situación debía extremar su cautela, pues el peligro siempre acechaba detrás de cada esquina.
Ante el resto de sus conciudadanos, Neferhor adoptó el lema que imperaba en la nueva capital: «Come, bebe y sé feliz.»
Aunque resultara extravagante, aquella consigna formaba parte del nuevo dogma imperante. La religión de Akhenatón no estaba interesada en el destino futuro del ser humano o en su naturaleza, sino en su fuente, que era la vida. Para el faraón lo importante era el ahora, e invitaba a su pueblo a disfrutar cuanto pudiera y olvidarse del tenebroso futuro que les aguarda a los mortales, indefectiblemente.
No era de extrañar que muchos ciudadanos cantaran una canción que se hizo muy popular en Akhetatón. Se llamaba la
Canción de Inyotef
, y decía así:
Disfruta
No te canses de celebrarlo
A nadie se le permite llevar sus cosas consigo
Nadie que marcha regresa.
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A veces Neferhor la tarareaba, aunque solo fuera para convencerse de la falta de contenido que, en su opinión, tenía el atonismo.
Akhetatón había resultado poseer pulso propio, para alegría de sus habitantes, que pensaban que las rancias tradiciones de Kemet quedaban muy lejos, ya casi olvidadas.
Con los primeros rayos del sol, la ciudad se despertaba para alabar al Atón, y toda una compleja liturgia se ponía en movimiento. Mucho antes del amanecer, el personal que accedía al templo se sumergía en las aguas del Nilo para purificarse antes de presentarse ante los altares sagrados, donde depositaban las ofrendas diarias con todo lo bueno que Kemet podía ofrecer al Atón. Agua, vino, leche, carne, hortalizas, trigo, cebada, lino…, todo quedaba depositado sobre las mesas de ofrenda en tanto los sacerdotes esperaban la llegada de la pareja real. Estos aparecían justo antes del alba sobre sus sillas gestatorias de electro, o bien en sus carros dorados, acompañados de un impresionante despliegue policial. Nefernefruatón-Nefertiti se había purificado a su vez con natrón y agua sagrada del Nilo, y masticaba bolitas de esta misma sal para que su aliento resultara puro al dios. Totalmente tonsurada y vestida con el más exquisito lino, la reina se hacía acompañar por sus propias sacerdotisas, elegidas por ella entre sus íntimas y familiares. Sus mismas hijas iban a su lado con sus sistros. Todos entraban en el Gran Templo tras Akhenatón, quien lo hacía transformado en una especie de ser etéreo dispuesto a fundirse con los rayos que se encontraban próximos a anunciarse. Todo el personal del templo se tumbaba a su paso, en tanto el aire se llenaba de nubes de incienso perfumado que alejarían los malos espíritus y embriagarían a los asistentes en un ambiente mágico.
Al faraón le gustaba que se utilizara resina de pistacho, de color amarillo pálido, a modo de incienso, y también unas pastillas fabricadas con incienso y mirra a las que se añadían miel, vino y cera. La atmósfera se saturaba con estos olores, y cuando Atón hacía acto de presencia al despuntar sobre los acantilados, justo donde Akhenatón construía su tumba, los asistentes clamaban en alabanzas. Entonces se elevaban los himnos, los cánticos y las loas. Nefertiti, «la que satisface a Atón con su dulce voz», cantaba y danzaba junto a las hermosas sacerdotisas engalanadas con guirnaldas de flores, conforme el sol ascendía, entre la música de los sistros, el arpa y el tambor.
Aquellas danzas eran insinuantes, y los movimientos de las danzarinas, voluptuosos. El dios debía ser «mantenido en estado de perpetua excitación», y existía un título, cuyo nombre era el de la Mano del Dios y que solían detentar las mujeres de la familia real, que hacía alusión a la creación de la primera pareja por parte de Atum cuando este dios se autocomplació para eyacular y crear a los dioses Shu y Tefnut.
En el resto de templos dedicados a Atón se repetían estos mismos ritos, y el día que Akhenatón no podía asistir en persona, su sumo sacerdote, Meryre I, le reemplazaba.
Cuando Neferhor supo por primera vez de aquella ceremonia se quedó pensativo, ya que poco se parecía a las que tantas veces había visto en Karnak durante su adolescencia. Él no la pudo presenciar, pues en los recintos sagrados del templo de Atón solo podían entrar los oficiantes, pero en cuanto leyó el Himno de Atón no tuvo duda de lo que se escondía detrás de aquella religión. El comienzo del último párrafo resultaba revelador:
No hay nadie que te conozca, Atón, excepto tu hijo Neferkheprura-Waenra, porque tú le has concedido el conocimiento de tus planes y tu fuerza.
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El rey se arrogaba la facultad de vivir en una comunión completa con su nuevo dios, y Neferhor se sonrió pues, independientemente de las creencias del faraón, Akhenatón utilizaba su religión con fines meramente políticos.
Día a día, el escriba fue comprendiendo la auténtica realidad de aquella nueva forma de Estado. La ciudad estaba rodeada de carreteras y caminos que ascendían por los acantilados y los recorrían en toda su extensión hasta intrincarse en el valle real, por donde se llegaba a la tumba del rey, a más de una hora a caballo. Desde lo alto de los farallones los
medjays
podían vigilar no solo la capital, sino también el territorio que se extendía más allá. Aquellos macizos rocosos representaban una formidable protección para la urbe, a la vez que ayudaban a controlarla desde la distancia por parte de las tropas que los patrullaban constantemente.