Ella creía en el poder de los cuatro elementos, y muchas veces el escriba tenía la sensación de que una gran maga se había apoderado de su corazón.
Todo discurrió así, como si en verdad Hathor les hubiera bendecido para que se amaran eternamente, sin sobresaltos ni quebrantos, hasta que un día Sothis tuvo la certeza de que estaba embarazada. No había duda, la joven se había quedado encinta, y entonces todos los demonios se le aparecieron al unísono para mostrarle su peor rostro. Ella se asustó, pues aquella felicidad que el destino le había regalado durante los últimos años podía quebrarse para siempre y deshacerse como las nubes de verano.
Durante unos días disimuló su ansiedad en tanto pasaba las noches en vela, observando mientras dormía a aquel hombre al que amaba, y sin el que ya no podría vivir. Sin embargo debía contarle su secreto, pues ya faltaba poco para su traslado a Akhetatón, y ella sabía que las cosas podían complicarse.
Pasada la medianoche, después de haberse amado, Sothis vio llegado el momento de revelar al escriba lo que pasaba. Habían mantenido un acto envuelto en un velo de desesperación que a Neferhor no le había pasado desapercibido. Había angustia y sufrimiento apenas contenido en cada uno de los movimientos de las caderas de la nubia, y Neferhor lo percibió al momento. La joven parecía atormentada, y con cada uno de sus espasmos su rostro se transformaba en una mueca de verdadero padecimiento. La vehemencia de sus sacudidas sorprendió al escriba, que se vio inmerso en una lucha contra aquel cuerpo, entre jadeos y desesperados gemidos, que partían desde el corazón de su amada. Cuando por fin esta se dejó ir, su espalda se arqueó para después convulsionarse repetidamente, como si se encontrase poseída. Luego pareció desvanecerse, y sus miembros se volvieron laxos para hacer caer a Sothis sobre Neferhor, con la respiración agitada y empapada por el sudor. Cuando el escriba la abrazó todo su cuerpo tembló, y la joven le pasó sus manos por el rostro para, seguidamente, besarle con amor. Entonces le contó lo que ocurría.
Neferhor se sobresaltó, mas apenas pestañeó mientras se volvía hacia ella.
—¿Estás segura? —le musitó en tanto se incorporaba levemente.
—No hay duda, mi señor —se lamentó ella, a la vez que se llevaba las manos al rostro.
Neferhor se quedó pensativo y volvió a tumbarse sobre la estera, en tanto la habitación se quedaba en silencio. Sothis se volvió hacia él con el semblante compungido. En el país de Kemet los niños eran recibidos como el mayor presente que pudieran ofrecer los dioses. La mortalidad infantil era tan grande, que casi todas las familias eran numerosas, pues sin los vástagos la vejez se presentaba insalvable.
Pero Sothis sabía que no era ese el problema, pues tampoco importaba el que una esclava se quedara embarazada de su amo. La criatura que naciera también sería un esclavo, y los señores solían alegrarse mucho ante este tipo de acontecimientos, ya뀀 que ganaban un siervo más para su hacienda.
El inconveniente surgía debido a los propios sentimientos. Estos eran los que estaban en juego, y también la felicidad futura. La nubia no quería ni tan siquiera imaginar que su señor pensara que aquel embarazo había sido buscado por su sierva para aprovecharse del amor que esta sabía que él le profesaba. Era una artimaña utilizada por muchas mujeres, aunque en demasiadas ocasiones no trajera sino la desgracia futura para ambos amantes. En manos de los dioses, los engaños se vuelven puñales que terminan por cercenar la garganta del egoísta, como bien habían comprobado todos en la persona de la difunta Niut.
La esclava solo anhelaba no perder el amor del único hombre al que había respetado, sin importarle las demás circunstancias.
El corazón de Neferhor había sacado todas las conclusiones posibles, casi sin proponérselo. Él amaba a aquella mujer, aunque sus labios nunca se lo hubieran declarado, y el hecho de tener un hijo suyo no era sino motivo de inmensa alegría, sobre todo ahora que Antef ya no se encontraba en el mundo de los vivos. Ser padre de nuevo le llenaba de esperanza y satisfacción, aunque su madre no fuera más que una esclava. En este sentido Neferhor había reflexionado en diversas ocasiones. Su relación con Sothis no se ajustaba a la que de ordinario mantenían los señores con sus siervas. Se trataba de un trato entre iguales, por mucho que se cubrieran las apariencias, y precisamente esto último suponía el mayor inconveniente ante lo que se aproximaba.
Todo el mundo sabía que Sothis era una esclava de su propiedad, y el cambiar su condición podría reportarle problemas en un futuro que él mismo no acertaba a calibrar. Pronto se irían a vivir a Akhetatón, y el hacerlo con una esposa a la cual había manumitido despertaría curiosidad y no pocos cotilleos. Era evidente que el hecho no era nuevo, aunque sí poco frecuente. Los esclavos tenían sus derechos, y una vez conseguida la libertad por estos, se convertían en hombres libres a todos los efectos. Pero los chismes los perseguían de por vida, sobre todo cuando se trataba de hermosas esclavas. Él mismo había escuchado muchas veces la famosa frase en boca de las comadres: «La muy lagarta lo enganchó; los hombres no tienen remedio.»
A Neferhor tales comentarios le traían sin cuidado, pero le preocupaban las consecuencias derivadas de ser el centro de atención para el resto de los funcionarios y vecinos.
Amón le había pedido discreción absoluta ante la gravedad de la situación por la que atravesaba su clero. El Oculto le tenía reservado un cometido de gran significancia, y eso era lo más importante para él en aquel momento. Nunca pondría en peligro el futuro de Karnak por un embarazo no esperado, y a ello se atendría. En otras circunstancias todo resultaría diferente pero, como de costumbre, Shai volvía a hacerle una de sus habituales bromas pesadas, y esta vez el escriba era capaz de escuchar sus carcajadas.
Todo debía continuar como hasta entonces, para no despertar sospechas, aunque le fuera imposible explicarle a Sothis todos aquellos detalles. Ella jamás debería conocer su secreto.
Al volverse hacia Sothis y ver su rostro desencajado por la angustia, Neferhor le sonrió, al tiempo que la acariciaba con ternura.
—No temas por mí —le dijo él—, pues solo de ti quisiera tener un hijo. Nada cambiará. Hathor nos bendice en esta hora.
La joven ahogó un sollozo y se abrazó a él con pasión, en tanto le besaba. Luego, más calmada, se secó las lágrimas de sus mejillas con el dorso de la mano y le dedicó una de aquellas miradas que tanto estremecían al escriba.
—Mi señor no debe temer por nada. Yo le acompañaré siempre, como la esclava más fiel, a no ser que me repudie.
Él la miró en silencio un instante, pues sabía que le hablaba con el corazón.
—El niño vendrá para el final de la crecida —le susurró ella.
—Es una buena época. Será sinónimo de abundancia. —Luego, como reparando en las palabras de la joven, se incorporó levemente—. ¿Dijiste que vendrá un niño?
—Será un varón —le aseguró ella—. Las semillas de trigo germinaron con mi orina. No hay ninguna duda.
—Vaya —musitó él con una media sonrisa—. En tal caso a ti te corresponderá elegir su nombre.
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Un universo desconocido les dio la bienvenida en aquella mañana de verano. No se parecía a nada de cuanto hubieran visto, pues la luz señoreaba en el lugar como si se desparramara por igual en toda su extensión, reverberando en la pulida piedra caliza o en los muros de las casas estucados de blanco. Desde el río daba la sensación de que la ciudad poseía luz propia, para regalarla a cuantos quisieran bañarse en ella. Los rayos del sol se fundían en aquella enorme llanura rodeada de farallones hasta formar una fragua descomunal, en la que no había cabida para las tinieblas. Todo allí resplandecía, desde los grandes templos hasta las calzadas, y las viviendas centelleaban con un fulgor inusitado, como un reclamo para aquellos que navegaban por el Nilo. Este besaba sus márgenes al formar un plácido remanso, y un pequeño puerto guardaba algunas embarcaciones que se mecían al compás de las aguas. Allí estaba la dorada nave del dios,
Atón Dyehen
, que heredara de su difunto padre, y también barcazas repletas de mercancías y materiales para las numerosas obras que aún se acometían.
Al oeste, al otro lado del río, se extendían grandes campos de tierra fértil repletos de cereales, hortalizas, viñedos y lino, que pronto serían engullidos por las aguas como correspondía a la estación de
Akhet
, en la que se hallaban.
Era una tierra de promisión, con grandes fincas que cultivar que, a buen seguro, producirían magníficas cosechas.
Los habitantes de aquel lugar nunca pasarían hambre ya que las reses pastaban por doquier, y las aves abundaban en las orillas teñidas de un verde lujuriante que contrastaba con el color del desierto que se extendía a lo lejos.
Nada tenía que ver aquella capital con ciudades milenarias como Menfis o Tebas. Allí todo era nuevo, con calles espaciosas festoneadas por jardines y parques en los que crecían las plantas más exóticas, y en los que la fragancia de los lirios y los arbustos de alheña se mezclaba con el incienso y la mirra de los templos y con la suave brisa del río. Además, todos los barrios disponían de un gran número de pozos de agua, para satisfacción de sus habitantes, y no existía la habitual sensación de hacinamiento de las grandes urbes en las que las casas se amontonaban sin espacio, rodeadas siempre por la basura que arrojaban los vecinos. Por este motivo, al anochecer, muchas de aquellas calles se poblaban con hienas y chacales que acudían en busca de comida, y caminar por ellas podía resultar peligroso.
En la ciudad levantada por Akhenatón no había lugar para los carroñeros. Era una planicie que rebosaba pureza, pues no en vano era la ciudad del Atón, el dios único y verdadero. Una nueva capital para un nuevo Egipto.
Cuando desembarcó en los muelles, Neferhor apenas podía ocultar la impresión que le causaba semejante manifestación de grandeza. Aquella ciudad había sido concebida a una escala colosal, sin precedentes en la historia de la Tierra Negra. Solo una mente brillante podía haber imaginado algo así, pues los monumentos que se elevaban al cielo parecían encontrarse bruñidos, como los espejos ante los que se acicalaban las damas, y las enormes estatuas que se alzaban por doquier exhibían una forma de arte desconocida, que era la que Akhenatón había impuesto a su escultor jefe, Bek, «el barrigón», que era lo que significaba su nombre. «Yo solo soy el discípulo de su majestad»,
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decía con frecuencia el barrigudo artista, que aseguraba que aquellas imágenes grotescas habían nacido del corazón del faraón.
Que tales figuras deformes poseían un significado religioso era algo de lo que Neferhor no dudaba. Siempre lo había sospechado, y ahora tenía una idea clara de que aquella muestra de androginia que plasmaban las imágenes estaba relacionada con la propia divinidad a la que el faraón se encontraba abocado.
Todo en aquella capital resultaba espléndido. El faraón no había reparado en gastos, y su generosidad se vislumbraba en cada nuevo detalle que el escriba descubría. Ahora comprendía adónde habían ido a parar los abusivos impuestos a los que se había sometido a tanta gente. Aquella ciudad debía resplandecer para el Atón, y eso era cuanto importaba.
Sin embargo, a Sothis y a Tait la capital a la que llegaban les pareció tocada con dedos de oro. La grandeza de Malkata no podía compararse con Akhetatón, pues Per Hai no dejaba de ser una residencia palaciega, mientras que la nueva urbe era una ciudad en la que llegarían a vivir cerca de cincuenta mil personas. Allí no había lugar para las penas o las estrecheces, y eso representaba el anhelo máximo para la mayoría de los habitantes de las Dos Tierras.
Madre e hija se miraron emocionadas. Les gustaba aquella capital. Akhetatón sería un buen lugar para que naciera su hijo.
Como el faraón había adelantado el día en el que tuvo lugar la «primera proclamación», la urbe se extendía en una superficie próxima a los doscientos kilómetros cuadrados. Al norte se encontraba el Palacio de la Ribera Norte, residencia de la familia real, que estaba alejado de la zona administrativa en la Ciudad Central; próximo a este se alzaba otro palacio, llamado Palacio Norte, construido por el faraón para su gran amor, la reina Kiya; dicho palacio lindaba con el Barrio Norte, un área residencial que se hallaba en fase de crecimiento, y que resultaba bulliciosa, con muchas casas de tamaño pequeño y almacenes que albergaban productos de granja. Algo separado de este barrio se hallaba el núcleo administrativo por excelencia, la Ciudad Central, que se extendía hasta la misma ribera del Nilo y era conocida por el pomposo nombre de la «Isla de Atón distinguido en sus jubileos».
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Dicha ciudad albergaba diversos edificios, como el Gran Palacio, una estructura levantada a cielo abierto y en el que el dios había decidido que recibiría a los embajadores de otros países. Muy próxima se encontraba la Casa del Rey, en la que este se entrevistaría con sus altos dignatarios, y que se hallaba unida al Gran Palacio por medio de un puente en el que se situaba la ventana de las apariciones desde la que Akhenatón recompensaría a sus leales súbditos. Además, en la Ciudad Central se hallaban los cuarteles de la policía, las oficinas de la administración y la Casa de los Archivos.
Para completar aquella zona destinada a atender los asuntos de Estado se alzaba el Gran Templo de Atón, una construcción formidable de más de setecientos metros de largo por doscientos de ancho, que tenía en su interior un enorme espacio abierto en el que se encontraban setecientos treinta altares perfectamente alineados, trescientos sesenta y cinco para el Bajo Egipto y la misma cantidad para el Alto, en los que se recibían a diario todas las ofrendas de las Dos Tierras al Atón.
Justo al sur se extendía una zona residencial de elegantes villas, rodeadas por exuberantes jardines, que constituían el Barrio Sur, en el que vivían los grandes dignatarios y funcionarios reales.
Otro templo erigido al Atón, conocido como la Mansión de Atón en Akhetatón, de proporciones mucho más pequeñas, se situaba junto a la Casa del Rey, y al sur de la capital se habían construido una serie de santuarios que albergaban más altares solares que atendían al nombre de Maru-Atón.
En la zona desértica, cerca de los escarpados acantilados del este, existía un pueblo, el de los obreros encargados de excavar las tumbas y vigilar la necrópolis, y al norte se hallaban los altares del desierto, donde se recibían los tributos. Toda la capital se encontraba unida por la Vía Real, la «más exquisita de las carreteras», como la definía Akhenatón; una calzada de más de quince kilómetros como no se conocía en Kemet.