Neferhor entendió por qué los reyes vasallos que con tanta insistencia solicitaban la ayuda del ejército egipcio no la recibían, y es que la mayor parte de los soldados se encontraban en la capital, bien trabajando en la edificación de los barrios y monumentos, o simplemente cumpliendo labores de policía a las órdenes de Mahu, el jefe de los
medjays
, un individuo de aspecto siniestro y peor carácter, cuyo trato era tan difícil como el que se pudiera mantener con una cobra. El tal Mahu era un tipo de pequeña estatura pero de complexión rocosa, y cuando miraba sus ojos eran capaces de expresar todo lo que albergaba en su corazón, que era tan oscuro como la pez.
Mahu era uno de aquellos hombres nuevos a los que les había sido confiada la sagrada misión de hacer de Egipto un país sin pasado. Nadie sabía de dónde procedía, mas su lealtad al dios estaba fuera de toda duda, ya que había sido capaz de desenmascarar varias intrigas dispuestas a atentar contra su señor. Mahu se había hecho rodear por una guardia cuyos métodos habían demostrado ser implacables. Desde las posiciones estratégicas que rodeaban la ciudad, sus hombres vigilaban día y noche no solo los movimientos de los paisanos, sino también los que se producían en las rutas que se adentraban en el desierto oriental.
Cuando algún miembro de la familia real se dirigía a la Ciudad Central, la Vía Real se llenaba de policías para custodiar el paso del cortejo, que solía presentarse acompañado por un nutrido grupo de soldados. Si se trataba del faraón o su Gran Esposa Real, el despliegue policial alcanzaba una dimensión desconocida en toda la historia de la Tierra Negra. La gran avenida era tomada literalmente por las fuerzas de Mahu, en tanto el pueblo se agolpaba detrás de los soldados que flanqueaban la vía para ver llegar a los reyes conduciendo sus carros dorados, envueltos en el brillo divino que el Atón les proporcionaba. Nefernefruatón-Nefertiti era muy aficionada a lanzar sus corceles al galope entre los vítores entusiastas de su pueblo, que exclamaba: «La bella conoce el alma de sus caballos, y ellos la obedecen pues su poder le viene del Atón.»
Semejante despliegue de fuerzas solo podía deberse a un motivo: Akhenatón tenía razones para no sentirse seguro, y sus tropas habían de permanecer a su lado en todo momento.
Neferhor advirtió el porqué del desinterés del faraón por sus provincias. Era en Egipto donde necesitaba a sus soldados, pues su integridad física y la de su familia no estaban garantizadas. La puesta en funcionamiento de su proyecto, y su posterior asentamiento, precisaba de todos sus efectivos. Eso era cuanto le importaba, y el resto de naciones vasallas no eran más que pueblos impuros e incivilizados que nada tenían que ver con la Tierra Negra.
Vivir bajo semejante control policial era algo totalmente desconocido para las gentes que habitaban Kemet, pero así lo había decidido el dios. El absolutismo que reclamaba dejaba en evidencia a los grandes faraones que gobernaron durante la edad de las pirámides. La divinidad de Akhenatón iba mucho más allá. Él y su familia adoraban al Atón, y el pueblo los adoraba a ellos. Esto era todo lo que había detrás de aquel dogma que el monarca estaba dispuesto a implantar al precio que fuese.
La primera vez que Neferhor habló con el dios la recordaría toda la vida, pues la impresión que este le causó quedaría en su corazón como una marca indeleble que nunca podría borrarse. Fue durante una visita que el escriba realizó a la Gran Esposa Real. Esta se encontraba en estado de su quinta hija y había reclamado la presencia de Neferhor, que guardaba para ella unos presentes enviados por la reina Pudujeba de Ugarit, con la cual había trabado una buena amistad. Nefernefruatón llevaba uno de los típicos vestidos de finísimo lino plisado a los que era tan aficionada, que se ceñían por la parte delantera, justo bajo el pecho y rodeando el ombligo, para cubrir la parte trasera de su cuerpo y dejar al descubierto todo lo demás. De frente la reina se mostraba totalmente desnuda, y el escriba pensó que, seguramente, aquel diseño había sido el elegido por Nefertiti debido a la comodidad ante sus constantes embarazos. Sin embargo el diseño había hecho furor entre las damas de Akhetatón, embarazadas o no, y estaba de moda a pesar de su atrevimiento.
—No hace falta que te postres, Neferhor, hoy abreviaremos el protocolo, pues mi alumbramiento se presume próximo —le dijo Nefertiti al verle.
No obstante, el escriba avanzó con solemnidad e hizo una acusada reverencia cuando se detuvo ante la reina. Junto a ella, su hermana, Mutnodjemet, lo observaba con curiosidad en tanto las enanas que la acompañaban cuchicheaban. Mutef-Pre y Hemetniswerneheh eran bien conocidas en la corte, ya que Mutnodjemet no iba a ningún sitio sin ellas. Era proverbial el cariño que los egipcios demostraban hacia los enanos, a los que consideraban como una especie de amuletos que procuraban suerte. Las enanas en cuestión eran famosas, y estaban acostumbradas a decir cuanto les viniera en gana sin que nadie se lo reprochara pues, no en vano, además de enanas pertenecían a la cuñada del faraón.
Tras hablar unos instantes en voz baja, una de ellas lanzó una risita.
—Pues no tiene las orejas tan grandes como pensaba, ¡ja, ja, ja!
Neferhor clavó su vista en ella, y Nefertiti las miró con disgusto, ante lo que decidieron recomponer sus gestos.
—Mi estado de gravidez no me permite recibirte en otro lugar, escriba, aunque según tengo entendido una de tus esclavas se halla en mi misma situación, ¿no es así?
—Así es, majestad.
—Quienes la conocen aseguran que es muy hermosa; te felicito por tu próxima paternidad.
—¿Qué hace una mujer hermosa con un hombre tan feo? —señaló una de las enanas.
—No lo comprendo —le contestó la otra—, aunque se trate de una esclava.
La reina las fulminó con la mirada, y al punto ambas enanas se abrazaron como si estuvieran asustadas, en una de las típicas burlas que solían ser tan celebradas entre los cortesanos.
—Di a tus enanas que se callen o mandaré hacerlas azotar —le dijo Nefertiti a su hermana, en un tono que no dejaba lugar a la réplica—. ¿Es cierto que me traes noticias de Pudujeba? —le preguntó al escriba a continuación.
—Las mejores. La reina de Ugarit se postra ante su majestad siete veces, al tiempo que te envía sus mejores deseos para ti y los tuyos, y estos regalos —dijo Neferhor, al tiempo que se los mostraba.
—¡Oh! —exclamó la reina sin ocultar su contento.
A una señal suya un heraldo se aproximó al escriba, quien le hizo entrega de los obsequios para que se los diera a la reina.
—¡Es magnífico! —volvió a exclamar Nefertiti—. ¡Fíjate! ¡Es un frasco de perfume fabricado en oro con el tapón de lapislázuli! —señaló en tanto se lo mostraba a su hermana.
Esta ahogó un grito de asombro a la vez que lo examinaba con expresión de sorpresa.
—¡Mira esto, Mutnodjemet! Son las nuevas sandalias que se han puesto de moda en Siria. ¡Recogen el pie por completo! —volvió a aplaudir la reina.
—¡Son preciosas! ¿Dejarás que me las pruebe, hermana mía?
Nefertiti hizo un gesto de condescendencia. Mutnodjemet era mucho más joven que ella, y la reina la quería mucho. Al punto las enanas batieron las palmas de contento.
—Me traes hermosos presentes, Neferhor, muy del agrado de mi majestad. Supongo que el resto de noticias que has recibido últimamente de mis otros vasallos no resultarán tan buenas. ¿Me equivoco?
—Me temo que no, majestad.
Nefernefruatón-Nefertiti asintió complacida.
—Creen que es nuestra obligación solucionarles los problemas nacidos de su propia barbarie.
Neferhor guardó silencio, ya que no olvidaba las palabras que Tutu, el máximo responsable de su departamento, le había repetido: «Tus opiniones no resultan de interés al dios —le había advertido—. Yo solo actúo como decreta el faraón.»
—Puedes hablar con libertad, Tutu no se enterará de nuestra conversación —le animó la reina, que parecía encontrarse de muy buen humor.
—El rey Burnaburiash de Babilonia se queja de que no hayamos enviado la escolta apropiada para su hija —señaló Neferhor, respetuoso.
—¿Cómo es eso?
El escriba se aclaró la voz.
—Nuestro mensajero Haamassi y el intérprete Mihuni fueron enviados por el canciller a recoger a la princesa Haya. Haamassi fue el encargado de derramar aceite sobre la cabeza de la princesa para sellar el contrato de matrimonio con el dios Akhenatón, vida, salud y prosperidad le sean dadas, mas al parecer la escolta facilitada para acompañar a Haya hasta las Dos Tierras no ha resultado del agrado de su padre. Es más, Burnaburiash ha puesto el grito en el cielo.
Aquel tipo de noticias le resultaban muy divertidas a la reina, a quien le gustaba enterarse de los pormenores. Con un gesto invitó a continuar al escriba, quien desenrolló un pequeño papiro que leyó al momento.
¿Quién va a llevarla hasta ti? Con Haya hay cinco carros. ¿Van a llevársela en cinco carros? ¿Debería yo permitir en estas circunstancias que ella te sea enviada desde mi casa? Los reyes vecinos dirían: Ellos han transportado a la hija del Gran Rey hasta Egipto en cinco carros. Cuando mi padre permitió a su hija ser llevada hasta tu padre, tres mil soldados la acompañaron.
Neferhor enrolló de nuevo el papiro, algo avergonzado por la situación, y se lo mostró a la reina. Esta reía en voz queda, y las enanas tocaban las palmas de nuevo, e incluso daban volatines.
—También hay noticias de los amorritas. Aziru está saqueando las regiones limítrofes, apoyado por los hititas y por las bandas de los
apiru
. Shuwardata, el gobernador de Qiltu, nos informa de lo siguiente:
Debes ser informado, oh rey, de que todas las tierras del rey, mi señor, han sido arrebatadas.
Nefernefruatón miró hacia las enanas, como si sus volteretas la interesaran ahora más que las malas noticias que le traía su escriba. Este aprovechó para observarla con discreción. El perfil del rostro de la reina le pareció perfecto, como también lo era todo su semblante. La palidez que siempre presentaba Nefertiti hacía parecer a este algo ilusorio, como los bustos que acostumbraba a esculpir el maestro Tutmosis, en los que el tiempo daba la impresión de haberse detenido para captar durante un instante aquella belleza sin par. Sin embargo también se fijó en sus hombros, y le dio la sensación de que tuviera uno más alto que el otro.
—Nos hallamos tan distantes de Abdi-Ashirta y su hijo Aziru en todos los aspectos, que sobran las palabras, escriba. Seguro que Rib-Hadda, gobernador de Biblos, nos habrá enviado alguna nueva tablilla —aseguró la reina.
—«Me escribe más que los otros gobernadores» —tronó una voz; y de inmediato todos se quedaron mudos, como si no tuvieran lengua.
Neferhor miró sorprendido para ver cómo una imponente figura se les aproximaba; era Akhenatón.
Al instante el escriba se echó de bruces sobre el suelo, con la nariz bien pegada a este, sin atreverse a levantar la vista. Al momento escuchó pisadas apresuradas, como de pies que se alejaban.
—Puedes alzarte, escriba —oyó este que le decía el faraón—. Y dime, ¿de qué más se queja Rib-Hadda?
Neferhor miró con disimulo al faraón, que había tomado asiento junto a su esposa. Ambos se hallaban solos, pues Mutnodjemet y las enanas habían desaparecido, y al verlos tan cerca, no pudo evitar estremecerse. Formaban una pareja perfecta, en la que se combinaban la gran fuerza que transmitía la reina con la languidez de aquel rostro que lo observaba con atención. El dios poseía un cierto aire a su padre, el gran Nebmaatra, y su imagen nada tenía que ver con las estatuas que Bek se encargaba de erigir en su nombre, aunque aparentara tener tendencia a engordar.
—Majestad —contestó el escriba—. El rey de Biblos asegura que «Vas a entrar en una casa vacía. Que todo ha desaparecido».
—«He aquí los desahogos de Rib-Hadda. ¡Son como los gritos histéricos de un lobo!»
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—exclamó el faraón con desprecio.
Ante las desesperadas llamadas de auxilio de uno de sus mejores vasallos, la reacción del dios a Neferhor le pareció escalofriante. El gobernante de Biblos no tenía la más mínima posibilidad de que sus avisos fueran escuchados.
—¿Y tú qué opinas? —quiso saber el rey.
Neferhor no lo dudó ni un instante, e hizo suyas las palabras de Tutu.
—«Yo solo actúo conforme a lo que decreta el faraón.»
Este asintió levemente para observar con más atención al escriba.
—La
mut-nisut
, mi madre, me ha hablado de ti en alguna ocasión. Me dijo que aprendiste las palabras de Thot en la Casa de la Vida de Karnak.
—El dios, mi señor, está en lo cierto —contestó Neferhor, haciendo un esfuerzo para que no se le quebrara la voz.
—Thot es un dios por el que no siento ninguna simpatía. Se arroga la posesión del conocimiento cuando este solo pertenece al Atón. Tú, sin embargo, llevas el nombre de uno de sus hijos. Un hecho que no tiene cabida en el nuevo orden impuesto por mi padre el Atón —apuntó el rey con suavidad.
—Neferhor es solo un sobrenombre, majestad, de los muchos que tenemos en esta tierra. En realidad me llamo Iki. Así me puso mi madre, pues has de saber que mis padres eran de condición humilde.
Akhenatón pareció sorprendido por aquella respuesta que no se esperaba.
—Iki es nombre de
meret
, no cabe duda. Sin embargo nadie te conoce por él.
—De niño comenzaron a llamarme Neferhor otros campesinos y algunos niños, porque decían que era perspicaz y hacía cálculos sin conocer los números.
—¿Era eso verdad?
—Siempre tuve facilidad para manejar las cifras —respondió el escriba con timidez.
—También la tienes para leer los textos antiguos. Rescataste para el divino Nebmaatra muchos ritos solares que se encontraban perdidos. Copiaste los que dejó grabados el faraón Niuserra en los muros de su templo en Abusir. Yo también los leí —apuntó el dios.
Entonces comenzaron a conversar sobre dichos textos y diferentes aspectos de los ritos solares. Akhenatón estaba versado en dichos temas, pero enseguida se dio cuenta de los profundos conocimientos que tenía aquel escriba. Su lucidez le resultaba evidente.
—¿Qué te ha movido a trasladarte a Akhetatón, la ciudad de mi padre el Atón? —le preguntó el dios de repente.
—Siempre estuve al servicio del dios, allí donde este decidiera. Es lo que he hecho durante toda mi vida.