Akhenatón le miró con frialdad, y en su semblante se reflejó la indiferencia de la que acostumbraba a hacer gala con frecuencia. En ocasiones, el faraón parecía entrar en trance para alejarse de todo lo terrenal y observar a sus súbditos como lo haría un verdadero dios.
—
Ankh em maat
, «el que vive en la verdad» —musitó el rey, para hacer referencia a un calificativo que empleaba a menudo—. Nada es grande o pequeño en el
maat
. Se encuentra en todos lados, y forma parte de mí. Pero muchos de los que se tenían por fieles seguidores de su orden se levantaron contra mi majestad, como los escorpiones del desierto, arrastrándose en la noche para inocularme su veneno. —Neferhor lo observaba en silencio—. Pero ellos desconocían que el poder me ha sido conferido por el único dios, por mi padre el Atón, que todo lo ve y es capaz de leer en los corazones de las gentes. Igual que ocurriera otras veces, los pérfidos trataron de destruirme. Hace cientos de
hentis
se alzaba en Egipto un faraón que, como yo, quiso poner orden en el caos, luz en las tinieblas, recuperar el legítimo poder que los ambiciosos habían arrebatado a los reyes de Kemet. Él también trasladó la capital a otro lugar. Abandonó Tebas para fundar la ciudad de Itjtawy y alejarse de la traición, como yo también he hecho. Pero esta tiene los brazos tan largos como los que llevan el agua del Nilo hasta el Gran Verde, y el faraón sucumbió. Antes de morir él mismo nos lo contó, para que ningún dios que gobernara en esta tierra lo olvidara nunca:
Fue después de la cena, la noche ya había caído. Estaba disfrutando de una hora de descanso, tumbado en mi lecho, pues estaba cansado. Cuando mi corazón comenzó a adormilarse, las armas de mi protección se volvieron contra mí, y me vi como una serpiente en el desierto. Me desperté con la lucha, me espabilé, y vi que se trataba de un combate de la guardia. Tomé rápidamente las armas en mi mano, haría que los cobardes retrocediesen a toda prisa. Pero nadie es fuerte por la noche; nadie puede luchar solo; ningún éxito se consigue sin alguien que te ayude. Por eso se produjo un baño de sangre cuando no estabas conmigo, mi hijo Sesostris; antes de que los cortesanos hubiesen escuchado que te cedería mi puesto; antes de haberme sentado a tu lado para aconsejarte. Porque no estaba preparado para esto, no lo esperaba, no había previsto la debilidad de los sirvientes.
Tras finalizar la declamación, Akhenatón miró fijamente al escriba.
—¿Conoces la historia? —le preguntó el faraón con la voz afectada por la emoción.
—La conozco, majestad —contestó Neferhor—. Son las enseñanzas que Ammenemes dejó a su hijo Sesostris. Fueron sus propios eunucos los que acabaron con su vida.
—El gran Ammenemes I dejó un consejo a su hijo antes de morir:
Guárdate de los individuos que no son nadie, de cuyas acechanzas no estás enterado. No confíes en tu hermano, no tengas amigos, no intimes con nadie, ¡no merece la pena! Cuando te acuestes protege tu corazón tú mismo, porque ningún hombre tiene partidarios en el día de la desgracia. Entregué limosna al mendigo, adopté al huérfano, concedí la gloria tanto al pobre como al rico, pero aquel que comía mi comida se opuso a mí, y aquel en quien deposité mi confianza la utilizó para conspirar…
[41]
Neferhor bajó su mirada, pues el dios parecía encontrarse en un estado de absoluta ausencia, como si reviviera en su propia persona aquellas enseñanzas redactadas setecientos años atrás. Resultaba obvio que Akhenatón conocía en profundidad aquel texto literario que Neferhor estudiara una vez en la Casa de la Vida, hacía ya muchos
hentis
, y que lo había tenido presente durante sus años de reinado en los que, en algún momento, había llegado a vivir de cerca la escena de la que el gran Ammenemes no pudo escapar. Aquel faraón había significado el paradigma a seguir por Akhenatón, y después de trasladar su capital como hiciera su antepasado, ahora temía por su vida, pues siempre habría un brazo dispuesto a alzarse contra él.
Neferhor comprendía lo que representaba el universo que el faraón deseaba crear en Akhetatón, y cómo el rey usaría su poder para aplastar a quien se opusiera a ello. Todo se hallaba calculado en el corazón del dios, y el escriba fue consciente de las consecuencias inevitables que se producirían.
Cuando levantó de nuevo la vista, Neferhor se encontró con la de la pareja real. Ambos le observaban con indiferencia, como si ya no tuvieran que hablar con él nunca más. Sus pensamientos solo a Atón pertenecían, puesto que era el único que podía comprenderlos. Por algún motivo Akhenatón había querido recordarle aquella vieja historia, que él estaba seguro que conocía, y Neferhor se sintió apesadumbrado, a la vez que señalado por el dedo del faraón. El rey le había demostrado ser muy inteligente, y también capaz de pasar de la vehemencia a la quietud. En su mirada se vislumbraba la luz del fanatismo, y el escriba comprendió que nunca se hallaría seguro en aquella ciudad.
La voz de Akhenatón volvió a resonar en la sala, y Neferhor salió de sus pensamientos.
—Tú eres Iki,
meret
por nacimiento. Eso es lo que debes continuar siendo; mi siervo.
Las palabras que Akhenatón le dedicara en aquella estancia resonarían en su corazón toda la vida. Neferhor nunca las olvidaría, como tampoco se olvidaría del cuadro que la pareja real representaba ante él. Ambos parecían de otro mundo, y probablemente esto fuera debido a la condición divina que ellos mismos se atribuían. Aun en su estado de gravidez, Nefertiti no era como las demás mujeres; ella daría a luz una nueva deidad, la quinta, y seguramente sería otra princesa.
Este particular no dejaba de producir comentarios en la capital, sobre todo porque, como era bien conocido, el faraón era dueño de un apetito sexual que haría palidecer al de su difunto padre. Su gineceo era de tal magnitud, que le resultaría imposible el poder llegar a conocer a todas sus mujeres en más de una ocasión. El harén siempre se encontraba en permanente renovación, y al no haberle dado su Gran Esposa Real un varón, todas las reinas menores mantenían una lucha sórdida, pero feroz, por tener un hijo que ofrecer al faraón. Eran muchos ya los pequeños príncipes que esperaban su oportunidad en la sombra, pues en Kemet nunca se sabía dónde podía estar la suerte de los posibles herederos.
Sin embargo la cosa no era fácil, particularmente porque Akhenatón tenía muchas otras amantes fuera del gineceo. No pocas de las damas de la nueva nobleza yacían con el dios, que tenía incluso una favorita entre ellas. La cortesana Ipy poseía tal honor, y su título de Adorno Real le resultaba muy apropiado, dada la situación. Ella se sentía muy orgullosa de ello, y muchas otras señoras la envidiaban.
Pero el gran amor del faraón seguía siendo Kiya. Ella era su esposa preferida, y aunque no hubiera sido elevada al rango de
hemet
-
nisut-weret
, ostentaba un título oficial que resultaba de lo más rimbombante.
Kiya había dado otra princesa al dios, y este buscaba sus caricias y también su compañía. La mitannia conocía la forma de hacer feliz al faraón, y lo abrumaba con su simpatía y calidez. La habilidad que Kiya ya había demostrado con Nebmaatra le dio muy buenos frutos con el hijo de este. Ella leía como nadie en su corazón, y le proporcionaba aquello que deseaba en cada momento.
La rivalidad entre Kiya y Nefertiti era terrible. Entre ambas existía una guerra no declarada que, sin embargo, no tenía cuartel. La Gran Esposa Real había transmitido su odio hacia la mitannia a sus hijas, y las dos mayores ya le demostraban su antipatía a la menor oportunidad. No obstante, Nefertiti se cuidaba de escenificar su rencor en público, y mucho menos delante de su esposo. Ella era la reina y lo seguiría siendo, puesto que el cosmos creado por Akhenatón no tenía razón de ser sin su participación. Ese era su papel fundamental en aquella obra en la que el amor tan solo formaba parte de lo terrenal.
Para Neferhor, todo aquel aparato concebido alrededor de la pareja real dejaba a la vista su auténtica naturaleza, que no dejaba de ser simple. Más que nunca, el escriba se fijó en las tropas que, indefectiblemente, acompañaban al rey o a la reina allá donde fuesen. En ocasiones daba la impresión de que Akhenatón se dirigiera a entablar combate en vez de acudir a adorar a su dios, y Neferhor imaginó el permanente estado de alerta en el que debía de vivir el monarca.
El escriba había desembarcado en una ciudad que cada día le parecía más artificial, y la mayoría de la gente que la habitaba le resultaba tan extraña como todo lo que representaba Akhetatón. Solo Penw le recordaba los viejos tiempos, ya que el pinche no se había movido de su empleo, que desempeñaba desde hacía veinticinco años.
—Alguien tan insignificante como yo no causa recelo —solía decirle el hombrecillo; y probablemente tenía razón.
De Sitamón no había vuelto a saber nada, aunque los rumores apuntaban a que la que fuera Gran Esposa Real e hija de Nebmaatra se hallaba confinada en palacio, como si formara parte del harén.
—El dios le ha cortado las alas para siempre —le confiaba en voz baja Penw al escriba—. Nadie ha vuelto a verla en público. Algunos aseguran que estaba detrás de las intrigas fraguadas para derrocar a su hermano.
Para Neferhor no significó ninguna sorpresa lo que ocurrió a continuación. Era el último paso que al dios le restaba por dar para desvincularse definitivamente del pasado de su país. La noticia corrió por Kemet como empujada por la tempestad. Ni el temible Set en su peor locura sería capaz de un acto semejante. Era peor que la más desastrosa de las crecidas del Nilo, que la hambruna o que la cólera de Sekhmet cuando castigaba a la Tierra Negra con sus enfermedades. No existía nada que se le pudiera comparar, y desde el rico al humilde, desde el sabio al ignorante, todos se miraban desconcertados, pues nunca Egipto había visto algo semejante.
En el año nueve de su reinado, Neferkheprura-Waenra, Akhenatón, hijo del Atón, promulgó un edicto por el cual todos los templos de las Dos Tierras quedaban clausurados y sus posesiones requisadas en su totalidad con carácter inmediato. Las inmensas riquezas acumuladas en los santuarios durante siglos pasarían de este modo a engrosar las arcas del Estado.
Neferhor leyó aquella disposición con pesar, desanimado al comprobar hacia dónde se dirigía definitivamente Kemet. Al punto el escriba imaginó las consecuencias que una ley como la que el dios había dictado tendría sobre la Tierra Negra. Al cerrar los templos, estos cesarían en todas sus actividades, y los miles y miles de personas que trabajaban para ellos se quedarían sin empleo. Solo la clausura del templo de Karnak significaría una auténtica catástrofe económica, ya que sus tierras de labor dejarían de ser trabajadas por los campesinos, y la hambruna no tardaría en aparecer, pues el Estado no tenía capacidad para controlar unas fincas que casi alcanzaban la mitad de la tierra cultivable del país. Además, todas las obras acometidas por el clero de Amón quedarían suspendidas, y las decenas de miles de trabajadores que acudían a diario a Karnak para cumplir sus funciones no tendrían adónde ir.
El escriba pudo vislumbrar los campos abandonados al pillaje y los cientos de miles de cabezas de ganado vagar por ellos sin control, hasta que la administración se pudiera hacer cargo de ellas.
El resto de los templos correrían la misma suerte, y el caos se extendería por un país en el que los cleros religiosos tenían una importancia económica capital, al dar trabajo a la mayor parte de la población.
Era el fin del Kemet que los dioses primigenios crearan hacía milenios, y también de sus enseñanzas. Sin los templos estas se perderían, y también los sapientísimos textos archivados en lo más recóndito de sus bibliotecas. El escriba tuvo que hacer esfuerzos por no derramar sus lágrimas. Su mundo, en el que verdaderamente creía, se hundía de repente para desaparecer como si nunca hubiera existido.
Además, todos los dioses tradicionales quedaban proscritos. Osiris, Horus, Isis, Ptah, Amón…, la esencia de la cultura de aquel pueblo, los dioses en los que tanto habían creído, se esfumaban como si solo se hubiera tratado de un mero perfume, o de un capricho milenario. Hasta el simpático Bes o la diosa hipopótamo Tueris quedaban prohibidos. Solo a algunas deidades heliopolitanas y al toro Mnevis, como encarnación del dios de la creación Atum, les sería permitido su culto.
Este era el deseo de Akhenatón, y así se cumpliría.
Los dioses ya no existían en Egipto, aunque Neferhor se viera obligado a reconocer que, en caso contrario, Shai debería ser coronado como el rey de los bromistas. Este había decidido encadenar el destino de los hombres para esclavizarlos a los pies de un megalómano, y a la vez ofrecer al escriba, del que en ocasiones se había mofado, el regalo más hermoso que este pudiera recibir.
En medio de aquel desorden, y cuando la Tierra Negra se abocaba al desastre, Sothis, la esclava a la que tanto amaba, le daba al escriba un hermoso hijo sin sufrir el más mínimo contratiempo.
En cuclillas, como de costumbre, apoyada sobre dos ladrillos, y ante la mirada de las comadronas, la nubia dio a luz con la misma facilidad con que lo había hecho hacía ya trece años. Aquella mujer era una fuerza de la naturaleza, capaz de traer al mundo a su prole como lo haría cualquier felino en la espesura; con la mayor naturalidad.
El niño parecía tan fuerte como su madre, y cuando Neferhor lo alzó entre sus manos, sintió una emoción indescriptible, como nunca antes en su vida, y todas las penas y preocupaciones desaparecieron puesto que ahora tenía un nuevo motivo para la esperanza. Donde fuera que se encaminara Kemet, este tendría un nuevo hijo, y eso era cuanto importaba al escriba.
Como era costumbre, Sothis tuvo que permanecer apartada los catorce días preceptivos necesarios para la purificación de cualquier parturienta que hubiera dado a luz, y cuando regresó de nuevo a su casa, su señor la esperaba impaciente, deseoso de abrazarla, de besarla y de agradecerle la inmensa felicidad que ella le había procurado.
Sothis le escuchó con lágrimas en los ojos, orgullosa de haber concebido de aquel hombre al que tanto amaba. Él era su señor, aunque ella nunca se hubiera sentido su esclava.
—¿Cómo se llamará? —preguntó Neferhor, sin ocultar su ansiedad.
Ella lo miró con su acostumbrado magnetismo y permaneció unos instantes en silencio, para hacerse de rogar. La nubia conocía la importancia que tenía el nombre para los habitantes del valle, pues formaba parte de su propia personalidad, y lo había pensado mucho hasta dar con el más adecuado.