Niut volvió a coger aire antes de proseguir.
—Eres un hombre sabio; reza por mi
ba
y no odies mi memoria —le pidió, angustiada.
Neferhor asintió.
—Será como tú deseas, Niut. Pediré a los dioses por ti; todo termina aquí.
Ella volvió a oprimirle la mano, y luego suspiró profundamente para cerrar sus ojos con pesar. Neferhor se deshizo de aquella mano que cayó inerte junto al cuerpo postrado en la cama. El escriba lo miró por última vez. Allí se cerraba una parte de su vida para siempre; Niut había muerto.
Neferhor siguió su vida decidido a que aquel recuerdo quedara enterrado definitivamente, como el sueño que en el fondo fue. Ahora el escriba se sentía feliz, y él mismo poco tenía que ver con el joven que se enamorara perdidamente un día de Niut. Formaba parte de un nuevo Egipto que se encaminaba sin dilación hacia lo desconocido; una Tierra Negra que en nada se parecía a la de hacía apenas una década, y que cambiaba un poco cada día, como si tuviera prisa por alcanzar su sino incierto. La Casa de la Correspondencia del Faraón se había convertido en una confusión de tablillas en las que los países vasallos suplicaban la intervención del faraón para solucionar sus asuntos; problemas que estaban llevando a todo el Oriente Próximo a una situación caótica que tendría funestas consecuencias para Kemet. El Hatti, el reino hitita, estaba desestabilizando la zona mediante su apoyo a determinados príncipes que habían abierto las hostilidades en sus estados.
El reino de Amurru, con sus gobernantes Abdi-Ashirta y su hijo Aziru a la cabeza, se mostraron como los más beligerantes, y el rey de Biblos, Rib-Hadda, no hacía más que escribir para quejarse de su delicada situación. Él, que era el aliado más leal de Kemet, advertía que Amurru estaba tomando todas sus ciudades, y reclamaba arqueros egipcios y tropas que le ayudaran en la defensa de su reino. Además, los hititas estaban hostigando sin cesar el reino de Mitanni, y la guerra entre ambos pueblos parecía inevitable. Aquel era un asunto delicado, pues el reino de Mitanni representaba un aliado estratégico para las fronteras del norte del imperio. Sin embargo, Akhenatón no parecía preocuparse, pues hacía ya tiempo que no se dignaba a contestar al bueno de Tushratta. Claro que, en ocasiones, era mejor que no mandara ninguna tablilla a los reyes extranjeros para no herir susceptibilidades.
Eso fue lo que ocurrió con Suppiluliuma, el rey hitita, al que se había dirigido en unos términos poco apropiados. Neferhor se lo advirtió a Tutu, que había sido nombrado chambelán del dios y heraldo jefe de toda la Tierra. Mas este, como responsable de la Casa de la Correspondencia del Faraón, le indicó que así deseaba el dios Akhenatón que se transcribieran sus palabras, y no hubo nada más que decir.
La respuesta del rey hitita no se hizo esperar y, entre otras cosas, decía lo siguiente:
Y ahora, respecto a la tablilla que me mandaste, ¿por qué colocaste tu nombre por encima de mi nombre? ¿Y quién es ahora el que enturbia las relaciones entre nosotros? ¿Es semejante conducta la táctica aceptada? Hermano mío, ¿me has escrito con la paz en tu mente?
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A Neferhor le parecía que la situación política del exterior no estaba como para ofender al que se presumía como el más encarnizado enemigo de Egipto. Pero así era como se llevaban los asuntos extranjeros, y él cumplía con lo que le ordenaban sin hacer más objeciones.
No obstante, había algunos reinos a los que se les prestaba una mayor atención y se les escribía con frecuencia. Tal era el caso de Ugarit, cuya reina, Pudujeba, había estrechado lazos de amistad con Nefertiti, que estaba encantada de mantener una correspondencia con su homóloga.
«Soy la primera de tus servidoras», le escribía Pudujeba, que además le mandó costosos presentes a la reina de Egipto con motivo de su tercer alumbramiento, el de la princesa Ankhesenpaatón.
Sin embargo, lo que ocurría dentro de la Casa de la Correspondencia del Faraón no era más que un reflejo del ambiente que se vivía en el resto del país. Durante los últimos años la pareja real había continuado erigiendo estelas de proclamación alrededor de la nueva capital, en tanto las obras en esta se desarrollaban a un ritmo febril. La ciudad se hallaba casi lista para ser habitada, y en ella se aseguraba que la abundancia recibiría a sus habitantes, bendecidos a su vez por los vivificantes rayos del Atón y por su tríada sagrada.
Esto último había supuesto una más de las excentricidades de aquel faraón, que cada día parecía encontrarse más alejado de la realidad de cuanto le rodeaba. Sin embargo, Neferhor lo entendió a la perfección, e incluso lo encontró lógico, dentro del dogma que el soberano estaba decidido a impulsar. Las tríadas eran tan antiguas como el país, y aquel apego a reunir a los dioses en grupos de tres había animado a Akhenatón a llevar a cabo su idea.
Igual que Amón, Mut y Khonsu formaban la tríada tebana, y Ptah, Sekhmet y Nefertum la de Menfis, Atón, Akhenatón y Nefertiti representarían la tríada atonista de Akhetatón. Además, cada uno de estos miembros fue comparado con determinados dioses de la mitología de Heliópolis. Así, Atón se equiparaba con Atum, el dios creador; Akhenatón con Shu, hijo de Atum, que representaba el aire que se encuentra entre el cielo y la tierra, y finalmente Nefertiti era Tefnut, la diosa gemela de Shu, que personificaba la humedad.
El escriba no tenía ninguna duda de que la nueva religión era mucho más que una extravagancia llevada a cabo por el faraón y su esposa. Había un firme propósito de que esta supusiera el comienzo de una nueva civilización libre de los dioses milenarios, y también de sus poderes en la tierra de Egipto. La tríada atonista era solo el comienzo, y Neferhor adivinó que todos los vástagos reales serían elevados al nuevo Olimpo, quizás hasta formar una enéada a semejanza de la heliopolitana; nueve dioses creadores que convertirían a la monarquía en un poder divino absoluto.
Neferhor intuía con claridad todo aquello, y también leía el mapa que se presentaba ante él. Era curioso, pero la asombrosa perspicacia que tuviera de niño había vuelto a su corazón, como si despertara súbitamente después de años en los que se había encontrado perdido. Él veía las consecuencias que reportaría toda aquella locura a la que Kemet se había precipitado, y la necesidad de mantenerse más cauto que nunca ante lo que se aproximaba.
Tal y como se había imaginado, el decreto de Akhenatón, por el que autorizaba a sus funcionarios a recaudar impuestos en todo Kemet y requisar lo necesario para llevar a cabo su obra magna, había tenido unas consecuencias catastróficas. Los campesinos eran los que habían salido peor parados, ya que se les había privado de cuanto tenían y la hambruna amenazaba con devorarlos antes que a nadie. Daba igual qué campos labraran, el faraón estaba firmemente decidido a requisar cuantos bienes pudiera y los templos serían los siguientes en padecerlo.
Akhenatón se alejaba definitivamente de los dioses, pues en su nueva religión no había sitio tan siquiera para Osiris, el señor del Más Allá. El malestar y la confusión recorrían las calles, y en Kemet sus paisanos no comprendían qué sería de ellos el día en que murieran. Si Osiris no existía, ¿ante quién se presentarían para juzgar su alma? ¿Adónde irían? ¿Vagarían como ánimas perdidas por el Inframundo?
Estas cuestiones producían una gran preocupación para un pueblo tan aferrado a sus dioses y creencias. No había nada que obsesionara más a un egipcio que la vida ultraterrena, y aquello no lo podría cambiar Akhenatón nunca.
Neferhor sabía muy bien que los viejos poderes, sobre todo los de los templos, estaban presentes en todas aquellas creencias y tradiciones de Kemet. Se hallaban fusionados con ellas de tal forma, que para eliminarlos sería necesario mucho más que aislarlos en sus santuarios, pues su propia identidad se encontraba por todas partes, en cada hogar de la Tierra Negra.
En varias ocasiones se habían repetido las intrigas para acabar con el faraón, pero este había vuelto a demostrar que el poder se hallaba ahora en sus manos, y que la nueva corte que había entrado a su servicio le era leal y actuaba con rapidez contra los insurrectos.
A Akhenatón no le tembló el pulso a la hora de desterrar al primer profeta de Amón, May, al desierto oriental, y se rumoreaba que una figura de su familia aglutinaba las fuerzas que se oponían al faraón, aunque nadie se atreviera a pronunciar su nombre. Al parecer había sido confinada en palacio, y nada más se sabía de ella.
Neferhor tampoco se atrevió a decir aquel nombre aunque, en s뀀u opinión, solo podía tratarse de alguien que siempre había demostrado su fervor por los antiguos dioses y por las enseñanzas que su viejo preceptor, Huy, le impartiera siendo todavía una niña: Sitamón.
Como Gran Esposa Real que había sido, Sitamón era una figura muy poderosa, alrededor de la cual las tradicionales fuerzas podían ofrecer una oposición peligrosa, y el escriba no tenía dudas de que ella era su paladín, quizá como una nueva Hatshepsut.
Durante sus paseos por la orilla del río, Neferhor reflexionaba a menudo acerca de estas cuestiones, al tiempo que buscaba con la vista a aquel extraño al que no había vuelto a ver desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, él acudía de vez en cuando, esperanzado de encontrarle y poder saber algo de sus viejos amigos.
Por fin, una tarde, ambos se volvieron a reunir, aunque en esta ocasión el desconocido no apareciera como un mendigo.
—Esta será la última vez que nos veamos aquí —dijo el extraño—. Ya nada está en nuestras manos.
Neferhor perdió su mirada en el río mientras asentía.
—Solo en el hermetismo hallaremos nuestra salvación. Tendremos que aguantar —continuó el desconocido.
—Lo sé —murmuró el escriba.
—Tú debes mantenerte vivo. Recuérdalo bien, Neferhor. Oigas lo que oigas, y veas lo que veas, continúa cerca del faraón, en su nueva ciudad, sin ceder a tus impulsos. Tu vida es más valiosa que nunca, no lo olvides.
Esta fue la conversación que mantuvieron aquellos dos hermanos criados bajo las enseñanzas de Amón. Poco más podían decirse, pues ambos sabían que las palabras ya no valían nada.
En su casa, el escriba apartaba todas aquellas circunstancias para mostrarse ajeno a cuanto ocurría en el exterior. Todas las preocupaciones se perdían por la calle de los alfareros, que daba nombre al barrio en el que vivían. Su hogar parecía bendecido por los antiguos dioses y él creía ver en cada rincón el rostro del divino Bes que, además de libidinoso y borrachín, era un dios protector del hogar y de la familia al que todo Egipto quería.
Sothis se mostraba tan discreta como siempre, aunque su mirada hablara por ella, y Neferhor la leyera cada noche cuando se perdía en su magnetismo.
Tait se afanaba en sus labores, y pronto sería una mujercita tan esbelta como su madre, y muy despierta y graciosa.
—Hoy te preguntaré los trilíteros —le dijo una tarde Neferhor, sabedor de que no le gustaba nada estudiar aquellos símbolos que representaban tres consonantes.
—No, mi señor. Hoy me encuentro muy cansada, pues he estado de acá para allá, ayudando a mi madre para que todo esté como te gusta.
La chiquilla tenía el don de arrancar la sonrisa en el escriba, pues era zalamera como pocas.뀀
—Entonces traducirás alguna fórmula de ofrenda —continuó Neferhor, divertido.
—Eso es muy aburrido. Prefiero que me cuentes un cuento. El del náufrago es mi preferido, como tú bien sabes.
—¡Pero si te lo debes de conocer de memoria! Te lo he contado más de cien veces.
—Sí, pero me gusta escuchar de tu voz las aventuras del pobre Shinué. Anda, mi señor, cuéntamelo.
Tait mostraba su cariño a Neferhor, y en su interior se hallaba feliz de que su madre yaciera con él, ya que en el país de Kemet la sexualidad era algo natural, como lo fuera el comer o el beber; y así transcurrían muchas de las veladas. La casa olía a fragancia de lirios, y en las mesas los cuencos de higos frescos despedían un aroma que era muy del agrado del escriba, ya que le recordaba al hogar de sus padres pues al viejo Kai le gustaban mucho los higos.
Su relación con Sothis se convirtió en algo natural. Ambos compartían el lecho y también su amor, aunque nunca se hubieran atrevido a pronunciar aquella palabra. La pasión era algo que formaba parte de sus naturalezas, y cuando los cuerpos de los amantes se unían, ambos eran absorbidos por un torbellino que los transportaba a un plano en el que era posible flotar. Nada les importaba entonces, ni tan siquiera lo que Neferhor sabía que le estaba ocurriendo a Egipto. Se amaban sin guardar nada para sí, y luego se dormían arrullados por la cadencia de sus respiraciones, suaves y acompasadas.
Sothis le hablaba de su tierra, de las lejanas arenas que se extendían al sur; sin embargo, ambos procuraban evitar entrar en otros detalles. Neferhor jamás le preguntó acerca de la desgracia que había vivido, pues estaba convencido de que la nubia lo prefería así. Al final esta se había convertido en su esclava, y en el fondo de su corazón el escriba se sentía culpable por ello.
Algunas noches, Neferhor había estado tentado de declararle su amor pero algo se lo impedía, sin que acertara a saber de qué se trataba. Entonces la joven le sonreía para atraparle de nuevo con su mirada, como siempre ocurría, al tiempo que ponía las yemas de sus dedos sobre los labios del escriba, casi sin rozarlos.
Ella leía sus pensamientos, pero conocía los temores que, en cierto modo, aún abrigaba su amo. La nubia no necesitaba escucharlo de sus labios para saber lo que sentía, y a su vez tampoco lo abrumaría con sus sentimientos. Ambos se hacían uno solo, cada noche, sin necesidad de que se dijeran lo que sus corazones ya sabían.
A veces, en la madrugada, mientras su señor dormía, ella lo observaba y pensaba en lo feliz que se encontraba a su lado. Era curioso que aquella felicidad hubiera tenido que llegar precedida por el dolor más terrible. Pero ahora, Sothis estaba convencida de que, tal y como ella creía, todo había estado dispuesto de aquella forma desde el día de su nacimiento. Su esclavitud la había llevado hasta allí, mas al cabo se sentía libre, pues el amor verdadero no entiende de tiranías.
Muchas noches ambos conversaban de la vida, de la que los dos eran buenos conocedores, para perderse e뀀n consideraciones en las que cada cual mantenía sus puntos de vista. Neferhor era un hombre sabio, pero Sothis era hija de la tierra, como ella misma aseguraba, y sorprendía al escriba con sus opiniones, tan diferentes, y en muchas ocasiones enigmáticas.