Neferkheprura-Waenra, el señor del Alto y Bajo Egipto, que había cambiado su nombre por el de Akhenatón, fue enterrado en su tumba real en un sarcófago de granito en cuyas esquinas las tradicionales diosas protectoras, Neftis, Selkis, Neit e Isis, habían sido suplantadas por la hermosa Nefertiti, su Gran Esposa Real y alma, junto a él, de la revolución que emprendiera un día contra unas fuerzas que parecían invencibles. En la tumba le esperaban ya varias de sus hijas, su madre y la inolvidable Kiya, la mujer que tanto había amado. Juntos se fundirían en la misma luz, la del Atón, que resultaría imperecedera, a la espera de que algún día Nefertiti se les uniera en la otra vida.
Los acontecimientos se precipitaron como muchos habían esperado. La muerte de Akhenatón abría otro capítulo en la ya milenaria historia de la Tierra Negra, y un nuevo dios se colocaba la doble corona como faraón de Egipto. Ankheprura-Nefernefruatón, corregente del anterior dios, se alzaba como señor absoluto de Kemet con el nombre de Ankheprura-Smenkhara, y todo el país dirigió su mirada expectante hacia él. La reina Nefertiti alcanzaba de este modo su sueño más íntimo para hacer realidad sus ambiciones. Ella había gobernado en la sombra durante muchos años y su influencia sobre Akhenatón había sido determinante en sus decisiones. Como corregente que había sido, el trono le correspondía por derecho, y Nefertiti se dispuso a gobernar con el denuedo que siempre había demostrado poseer. Pero el mapa que se le presentóˀci ante sus ojos era de tal envergadura que Ankheprura se dio cuenta al momento de su complejidad. Aun en su locura, el carisma de su esposo había resultado un pilar básico en el gobierno de Kemet. Ahora que se encontraba sola, Nefertiti se daba cuenta de su debilidad, y también de los peligros a los que se enfrentaba.
De repente comenzó a ver enemigos en donde antes solo veía fieles servidores. El gran vidente de Atón, Meryre I; su segundo profeta, Panehesy; el tesorero de Atón, Tutu, el copero Perennefer... Todos le parecían sospechosos, y Nefertiti se sintió insegura por primera vez en su vida. Su padre Ay, su hermano Nakhmin y el fiel mayordomo de su casa, Meryre II, eran los únicos en quienes confiaba, y comprendió que para llevar a cabo su gobierno necesitaría la ayuda de hombres poderosos.
Smenkhara tenía razones para considerarse vulnerable. Ella conocía de sobra las intrigas de la corte y lo que podía llegar a valer una vida en esta. Todos los cargos de importancia los detentaban personas afines a la revolución atonista y esperaban continuar con su política actual, a la que no estarían dispuestos a renunciar. Cualquier cambio que el faraón iniciara en ella sería un motivo más que suficiente para que lo eliminaran. La nueva nobleza tenía altas aspiraciones, y a través de la historia el trono de Egipto siempre había sido amenazado por aquellos que se encontraban cerca del rey.
Pero Nefertiti tenía sus propios planes. Kemet debía ser reconducido hacia aguas más tranquilas donde ella pudiera gobernar la nave sin sobresaltos. Para ello se vería obligada a hacer pactos con aquellos que pudieran protegerla, y así reforzar su posición a los ojos de todos.
Hacía años que Nefertiti había pensado en esto. Su perspicacia le había hecho preparar el terreno, y ahora contaba con las personas adecuadas. Su padre, el noble Ay, comandante de los escuadrones de carros, era un aliado natural, y también su hermano Nakhmin y la facción que este encabezaba. Pero necesitaba alguien que no perteneciese a su familia y a la vez fuera respetado; un hombre con verdadero poder.
Como tantas veces ocurriera a lo largo de la historia, Smenkhara eligió a un militar. El general Paatenemheb había sido nombrado por Akhenatón comandante en jefe del ejército del Bajo Egipto y Siria, y Nefertiti lo ratificó en el cargo en cuanto se vio con el poder. Ella conocía muy bien a aquel hombre joven y ambicioso, pero muy capaz, cuya carrera había sido vertiginosa. Paatenemheb ya había servido a su satisfacción con anterioridad, y con el total apoyo del ejército su posición en el trono estaría segura.
Mas era necesario no olvidar ningún detalle, y por ese motivo Smenkhara envió un mensaje a Karnak. En él reiteraba su amistad y confianza a sus sacerdotes, que deseaba reforzar, al tiempo que solicitaba la presencia de uno de los seglares que vivía en el templo, a quien restituía como
sehedy sesh
a cargo de la Casa de la Correspondencia del Faraón; el escriba Neferhor.
Mientras navegaban por el río, Neferhor pensaba en el futuro y en lo incierto que este se presentaba para él. Todo eran interrogantes, pero se daba cuenta de que aquel viaje poco tenía que ver con los qupe había realizado con anterioridad, y que la historia de la Tierra Negra tomaba un nuevo curso en el que él mismo participaría. Él sabía que nada sería igual, y que los gloriosos tiempos de Nebmaatra no eran más que un hermoso recuerdo del que poder hablar algún día. Egipto se hallaba en una encrucijada, y cualquiera que fuese el camino que tomara traería sufrimiento.
En tanto el paisaje discurría lentamente Neferhor reflexionaba acerca de ello; de lo distintos que pueden llegar a ser los tiempos, de la naturaleza humana. En el barco que los transportaba, Sothis se pasaba las horas con la mirada perdida entre la frondosa vegetación que festoneaba los márgenes del río, en la vida que bullía a su alrededor, y en el dorado desierto que se asomaba de vez en cuando, un poco más allá. Las aguas del Nilo impresionaban a la nubia, a quien no extrañaba que los habitantes del valle adoraran al dios que vivía en aquel río. Para alguien como ella, criada entre las baldías arenas donde nada crecía, semejante derroche le parecía un milagro de difícil comprensión. ¿De dónde venía aquel cauce repleto de vida? ¿Quién lo impulsaba? Allí el agua era dulce y fresca, y poco tenía que ver con el líquido salobre y nauseabundo que se vio obligada a beber cuando era niña. Para ella el río era un mar de abundancia al que había que reverenciar, una demostración más de las fuerzas en las que creía; la tierra nunca dejaba de sorprenderla.
La pareja viajaba en compañía de Nebmaat y la pequeña Muthotep. Ellos habían prometido no volver a separarse jamás, y así lo cumplirían. Tait se había quedado en Tebas, para iniciar su propia vida, pues se había casado con un joven que cumplía funciones en Karnak como sacerdote
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. A Sothis le pareció bien, ya que así su hija podría seguir vinculada al templo como escriba y, además, su esposo le resultaba agradable. Este tenía la mirada limpia y un corazón bondadoso, y estaba educado en el
maat
, del que se tenía por un fiel seguidor. A Sothis todo aquello le agradó, ya que al menos el joven se atendría a unas ciertas pautas morales cuando llegaran las discusiones, que llegarían. Al final, lo más importante era que el marido fuera bondadoso, para sobrellevar mejor los rigores de la convivencia.
Neferhor se alegró mucho por el enlace. Sobre todo porque su yerno tenía un buen futuro por delante. Era inteligente y muy considerado, y estaba seguro de que a su lado Tait sería feliz.
En realidad todo se había precipitado. La boda de su hijastra casi había coincidido en el tiempo con el oscuro final de Akhenatón, y en Karnak la noticia de su muerte apenas tuvo respuesta, pues se mantuvo un gran hermetismo al respecto. Aquel hecho se esperaba como algo inevitable, igual que a la crecida le sucedía siempre la siembra. El cosmos tenía sus propias leyes, e invariablemente estas acababan por cumplirse. El Oculto trascendía cualquier poder conocido, y su regreso al trono de los dioses se hallaba próximo. Como siempre, la luz se impondría a las tinieblas.
Sin embargo, la actividad de los agentes de Karnak era mayor que nunca. Desde Akhetatón llegaban noticias relacionadas con cuanto ocurría alrededor del nuevo faraón, y cuando un mensajero real llegó al templo con la misiva que Smenkhara les enviaba, los santos padres se miraron triunfantes, sabedores de que el futuro volvía a pertenecerles.
—Todo regresa a su equilibrio natural, como siempre te he advertido —dijo Wennefer, exultante.
—Pero harás bien en continuar con la proverbial prudencia que ha caracterizado a este Templo —le advirtió Neferhor—. Créeme. Conozco la ciudad del Horizonte de Atón. Es un pozo de ambición que no puede augurar nada bueno.
Wennefer le sonrió.
—Las ciudades son como las personas; también cumplen su destino. El de Akhetatón le acompaña desde su nacimiento como capital. La maldad se instaló en ella como parte de su propia fe, y los dioses nunca le perdonarán el asedio a que fueron sometidos.
—La sangre se derramará —se lamentó Neferhor.
—Eso puede ocurrir —apuntó Wennefer mientras miraba a su amigo fijamente—. Pero hay que evitarlo. Lo último que nos interesa es una guerra civil. Un conflicto como ese solo beneficiaría al caos y a quienes lo persiguen. Después de haber cruzado el Gran Verde no podemos naufragar mientras nuestra nave está próxima a atracar en el puerto.
—Pero ahora que Smenkhara ha mirado hacia Karnak no podemos permitir que aparte sus ojos de nuevo.
—Precisamente, amigo mío. Pero no temas, hoy hemos recibido una carta del nuevo dios en la que nos expresa su amistad. ¿Sabes lo que eso significa?
El escriba asintió en silencio.
—En ella cobra especial relevancia tu nombre —continuó Wennefer—. Es obvio que el faraón te tiene en alta consideración.
Neferhor pareció sorprendido.
—Ankheprura-Smenkhara, vida, salud y prosperidad le sean dadas, demanda tu presencia en la corte de inmediato. Tú mismo puedes leerlo —aseguró el sacerdote al entregarle el papiro a su amigo.
Al hacerlo, el escriba se quedó estupefacto.
—Creí que me había librado del Amenti para siempre, y ahora Apofis vuelve a reclamarme. Parece como si debiera purgar mis penas en vida —se lamentó Neferhor tras devolverle el pergamino.
—¡Ja, ja! Has de reconocer que el dios te hace un gran honor. Dirigir la Casa de la Correspondencia del Faraón es un cargo de la máxima importancia que te granjeará nuevos amigos —se burló Wennefer—. Te felicito, gran Neferhor.
—Mis enemigos crecen allá por donde me dirijo, y en ese departamento los tengo desde hace muchos
hentis
. Allí la codicia se abre paso a empujones por cada pasillo.
Wennefer lanzó una carcajada.
—Escucha —dijo a continuación—. Nefertiti necesitará apoyarse para sobrevivir. Te ha elegido porque sabe que eso despertará nuestras simpatías y buena predisposición. Nadar en aguas revueltas requiere habilӀidad y fortaleza, y ella es débil. Con esta carta, Smen-khara nos ofrece una gran oportunidad que no podemos desaprovechar.
—Los asuntos extranjeros son un desastre. Dudo mucho de que os agraden las noticias que pueda enviaros desde Akhetatón.
—Lo que ocurra en Retenu es un problema menor. No tiene importancia si lo comparamos con lo que hay en juego. Nada menos que el futuro de Kemet y, créeme, este vuelve a encontrarse cerca de nuestras manos —señaló Wennefer.
Neferhor se acarició la barbilla.
—El puesto que te ofrece el dios hará que estés cerca de él en muchas ocasiones. Estarás informado de cuanto ocurra a su alrededor y, sobre todo, coincidirás con su familia —subrayó el sacerdote, ladino.
El escriba hizo un gesto divertido.
—¿Acaso pretendes que haga proselitismo entre ellos?
—Tú lo has dicho —respondió Wennefer mientras lo miraba fijamente—. Harías bien en aproximarte, y estrechar tus relaciones con uno de ellos.
Neferhor examinó a su amigo con atención.
—Ya veo —dijo al fin—, y supongo que no te refieres a ninguna de las princesas. ¿Me equivoco?
—¡Ja, ja! Sabes muy bien de quién te hablo; el príncipe Tutankhatón. Él es el elegido. El único varón que lleva sangre real en sus venas. Su linaje es incluso más puro que el de sus hermanastras, y algún día podría ceñirse la doble corona. Debemos velar por él, Neferhor.
—Su situación se me antoja un tanto complicada, amigo mío.
—En las actuales circunstancias, así es. Pero habrá que confiar en el designio de los dioses. Amón tiene puestas grandes esperanzas en el príncipe.
El escriba se quedó pensativo y recordó a la reina Sitamón, que durante años se opuso a las nuevas tendencias religiosas que emergían desde el seno de su propia familia. Tutankhatón era hijo suyo, y al punto clavó su mirada en el sacerdote que lo observaba con gesto astuto, como si adivinara cuanto su amigo pensaba. Wennefer asintió con suavidad y rio quedamente.
—Pero el príncipe es solo un niño —apuntó Neferhor, como para sí.
—Apenas ocho años. Mas ese detalle no debe suponer mayor problema. Nuestra historia ha conocido muchos faraones que fueron coronados siendo aún niños. Incluso alguno de ellos llegó a gobernar durante noventa años.
—Tutankhatón —murmuró el escriba.
—Es un niño débil y enfermizo a quien le vendrá bien un amigo como tú, ja, ja... Te resultará fácil trabar amistad con él.
—Karnak haӀ pensado en todos los detalles —señaló Neferhor con ironía.
—Siempre lo hace, desde que se levantó la primera piedra. Así debe ser.
El escriba asintió en silencio en tanto se disponía a marcharse.
—Deberás extremar tu cautela, Neferhor —le advirtió Wennefer—, sé que obrarás juiciosamente y por eso confiamos en ti. Recuerda que cualquier detalle puede resultar trascendente y que Amón te protegerá. Oraremos por ti ante el Oculto cada día.
Neferhor sonrió a su amigo, y luego ambos se abrazaron.
—Ah —dijo Wennefer cuando el escriba se disponía a abandonar la sala—. Te aconsejo que frecuentes la compañía de Paatenemheb, pues el general es grato a nuestro corazón. Que Amón te guíe.
Mientras Neferhor navegaba río abajo recordaba aquella conversación y lo que se escondía en cada una de las frases del sacerdote. Wennefer sabía mucho más de lo que le había confiado, pero no le importaba. Siempre se había sentido parte de un juego que no llegaba a entender y ahora comprendía que resultaba imposible abarcarlo en su totalidad; seguramente porque el tablero en el que se situaban las fichas pertenecía a un dios.
El escriba se sentía feliz de tener a su esposa e hijos a su lado, y juntos afrontarían el destino. Shai volvía a presentarse, una vez más, con su gesto burlón. Su imagen se dibujaba en la superficie de las aguas bajo su habitual representación: la cabeza de un hombre saliendo por uno de los extremos de un ladrillo, de los que se usaban para los partos. Neferhor la veía claramente y se preguntaba qué tipo de broma les tenía preparada.