—¡Otra vez te vencí! —solía exclamar Tutankhatón a menudo, ya que era muy buen jugador.
—Eso es porque haces magia con los palos, príncipe, y siempre sacas los números que necesitas.
—¡Ja, ja, ja! Cuando estemos solos no hace falta que me llames príncipe, ¿sabes? Me puedes llamar Tut, como mis hermanas.
—Vale.
—¿Te gustan los caballos? —le preguntó el príncipe una tarde.
Nebmaat se encogió de hombros.
—¿Nunca has montado en uno?
—No.
—Si quieres mañana podemos ir juntos a pasear en el carro de mi tío, el Divino Padre Ay. Es maestro de Caballería, ¿sabes? Los caballos no tienen secretos para él. Será divertido.
Tal como propuso Tut, al día siguiente ambos niños galoparon en uno de los carros reales. La experiencia entusiasmó a Nebmaat, quien al regresar a su casa lo contó como si hubiera vivido una gran aventura. Pero al enterarse su padre, este montó en cólera y el pequeño corrió a refugiarse a los brazos de su madre ya que nunca le había visto tan enfadado.
—¡Nunca vuelvas a montar! ¿Me oyes? —le advirtió.
Nebmaat le miró asustado.
—Si vuelves a hacerlo te enviaré lejos, a Karnak, junto a tu hermana.
Nebmaat bajó la cabeza, apesadumbrado, ya que el templo no le gustaba nada, en tanto su padre revivía la tragedia de su difunto hijo.
Cuando el príncipe Tut volvió a proponer a Nebmaat montar en carro, este le explicó lo que le había ocurrido a su hermano.
Tut le miró con suficiencia. A él nunca le ocurriría algo así.
Era noche cerrada cuando el embajador entró en palacio. Las antorchas creaban sombras caprichosas a su paso en tanto los pasillos se hacían eco de las pisadas apagadas de aquel hombre. El faraón le esperaba, y cuando le vio entrar en la sala se le acercó, olvidándose del protocolo. El visitante clavó una de sus rodillas en tierra sin atreverse a levantar la cabeza.
—Álzate —le ordenó el dios—, y escucha atentamente cuanto tengo que decirte.
El ilustre mensajero atendió a cada palabra que le dirigía su señora sin perder detalle, y cuando Smenkhara terminó, su semblante permanecía imperturbable, como se esperaba de él.
—¿Has entendido, Hanis?
—Sí, majestad. Todo ocurrirá tal y como tú deseas.
Nefertiti clavó su mirada en la de su embajador, y por unos instantes escrutó en ella para leer en su corazón. Aquel hombre era de su confianza, pero la misión que le encomendaba no estaba exenta de peligros.
—Las Dos Tierras dependen de tu competencia. Es una empresa que solo los elegidos pueden llevar a cabo. ¿Comprendes el alcance de mis palabras?
—Lo entiendo, majestad.
—Muy bien. Partirás esta misma noche en compañía del menor séquito posible y no descansarás hasvta que entregues este mensaje personalmente a su destinatario. Ninguna otra mano que no sea la tuya puede tocar el papiro que llevas. Revienta los caballos que sean precisos para que llegues a tu destino lo antes posible. No puedes fallar.
—Conozco bien la región, majestad. El documento se entregará sin contratiempos y regresaré con la respuesta como si el viento me empujara de vuelta a Kemet.
—Muy bien. Puedes marcharte.
Hanis se levantó dispuesto a abandonar la sala.
—Una cosa más —le dijo Nefertiti—. Mi reconocimiento hacia ti será grande si actúas a mi satisfacción. No lo olvides, embajador.
Los gatos volvieron a aparecer por su casa y Sothis sintió una gran alegría. Los mininos se le aproximaban sin temor y sus hijos los acariciaban sin que los animales les mostrasen hostilidad. Estos parecían tenerles confianza, como si vivieran allí de ordinario, y Sothis se complació por ello pues, en su opinión, los gatos formaban parte del mundo de la magia.
Los miles de cadáveres que se apiñaban en la necrópolis daban fe de lo que la capital había padecido. La mayor parte pertenecían a niños y adolescentes a los que la pandemia se había llevado para siempre. Los ruegos y ofrendas al Atón de poco habían servido, y los mismos hijos de la familia real habían sucumbido. ¿Cuál era la fuerza que había movido aquel mal? ¿Qué poderes maléficos lo habían hecho posible?
Aunque nadie hablara de ello, en su fuero interno muchos de los ciudadanos pensaban que Sekhmet había campado por sus respetos hasta extender su furia exterminadora por toda la faz de la tierra. La diosa leona siempre había estado detrás de cualquier calamidad, y no existían motivos que hicieran pensar que en esta ocasión hubiera sido diferente.
Aunque Sothis no fuera devota de los dioses de Kemet, conocía la leyenda de «la poderosa», que era lo que significaba el nombre de Sekhmet, y también la íntima relación que Bastet tenía con la diosa leona. El hecho de que los gatos la visitaran era causa de felicidad para ella, pues mantendrían alejada la ira de la colérica diosa de su casa. Sus pequeños estarían a salvo, y su hogar quedaría aislado de la negatividad que invadía aquella ciudad.
La nubia veía con claridad lo que el destino tenía reservado a la capital. Ella leía su desgracia en cada esquina, en los muros de sus palacios, en las columnas de los grandes templos. Akhetatón tenía el tiempo cumplido y nadie podía hacer ya nada por evitarlo. Todos serían testigos de lo que se avecinaba.
La situación en Siria había alcanzado un grado de tensión desconocido hasta entonces. El conflicto en la región amenazaba con endurecerse después de que las tropas egipcias atacaran el territorio hitita. Paatenemheb había ordenado penetrar en el mismísimo Hatti, mientras el ejército hitita tenía sitiada la ciudad de Karkemish, en la frontera con el reino de Mitanni. Al ser informado de ello, el rey hitita, Suppiluliuma, ordenó regresar a Hattusa, la capital, para controlar la situación y pasar el invierno. Entonces los egipcios se retiraron hasta los límites con Amurru para pertrecharse hasta que llegara la primavera, y Siria se sumió en una engañosa calma.
Finalizaba ya el otoño cuando una tarde, poco antes de volver a su capital, Suppiluliuma recibió la visita del embajador llegado de la Tierra Negra. Aseguraba que venía en nombre del faraón y que era portador de un documento de vital importancia. El rey hitita se extrañó de recibir la visita de un embajador con una misiva del señor de Kemet con tan poco cortejo, y más cuando su ejército amenazaba las fronteras de Hatti, pero le hizo pasar al momento, intrigado por saber qué nueva estratagema le preparaba Smenkhara. Sin embargo, Suppiluliuma nunca pudo imaginar que se tratara de algo semejante.
Al leer el papiro que le entregaba Hanis, el rey hitita se quedó estupefacto, incapaz de dar crédito a aquellas palabras. Las leyó una y otra vez, y sus intérpretes dieron fe de cuanto decía la carta, que estaba firmada por el mismísimo faraón Ankheprura-Smenkhara, el sucesor de Akhenatón. Se trataba de una propuesta de paz en toda regla, en unos términos que resultaban imposibles de creer. Tras las acostumbradas palabras de cortesía, el texto decía así:
Mi esposo falleció. No tengo un hijo varón. Pero dicen que tú tienes muchos hijos. Si quisieras darme a uno de tus hijos, se convertiría en mi esposo. ¡Jamás escogeré a uno de entre mis súbditos para convertirlo en mi esposo!... ¡Tengo miedo!
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Suppiluliuma despachó al embajador con la promesa de que contestaría al faraón. Se hallaba tan sorprendido que dudó durante unos instantes si aquello no sería más que una burla. Jamás le había acontecido algo parecido, y conociendo como conocía a los taimados egipcios enseguida sospechó que aquel papiro formara parte de uno de sus habituales ardides a los que eran tan aficionados. Kemet era maestro en la intriga, y cualquier cosa se podía esperar de sus gentes, mas aquello superaba con creces todo lo imaginable.
Los matrimonios con princesas egipcias estaban fuera de toda discusión, pues resultaban imposibles. Nunca se había llevado a cabo el enlace entre una de estas mujeres y un rey extranjero. Aún recordaba las palabras del viejo faraón Nebmaatra cuando aseguraba que semejantes uniones resultaban inconcebibles, y ahora era el propio faraón en persona quien se prestaba a casarse con un príncipe hitita.
Como es natural, Suppiluliuma anduvo dándole vueltas al asunto durante un tiempo, y hasta reunió al gran consejo. Una proposición de tal magnitud no podía desestimarse a la ligera. Nada menos que la hermosa Nefertiti llamaba a su puerta para solicitar la ayuda de su peor enemigo. El viejo rey, astuto donde los hubiese, enseguida se percató de la precariedad en la que debía de encontrarse aquella mujer que no dudaba en reconocer su miedo. Si aquello era cierto, una oportunidad semejante no se presentaría nunca más, y decidió participar del juego no sin antes hacer sus propias averiguaciones.
Así fue como Suppiluliuma dio órdenes a Hattu-Zittish, su embajador de confianza, para que se dirigiera a la capital de Egipto e hiciera nuevas indagaciones. Quería escuchar de los labios de la bella Nefertiti hasta qué punto sus palabras eran ciertas.
La llegada del invierno trajo cierta tranquilidad al corazón de뀀Hl faraón. La intervención de Paatenemheb en Siria había conseguido calmar los ánimos beligerantes de los señores de la guerra y favorecer una tregua hasta que llegara la primavera. Nefertiti necesitaba ganar tiempo, y aquel hecho se le antojó como una bendición recibida de manos del mismísimo Atón. El ejército del norte había quedado acantonado en Retenu, y ella debía aprovechar que su mejor general se encontraba lejos de Egipto para hacer realidad cuanto había planeado. El regreso de su mensajero sin una respuesta concreta por parte de Suppiluliuma no le había extrañado en absoluto, e imaginó la cara que debió de poner el rey al saber lo que le proponían. Ella hizo un gesto de desdén, y a continuación adivinó las suspicacias del viejo zorro y lo que planeaba hacer. Nefertiti estaba preparada y esperaba con disimulada ansiedad la visita que sabía que recibiría. La Tierra Negra parecía más dividida cada día, y algunos de los más altos dignatarios no ocultaban ya sus preferencias. Personalidades como el visir del sur y jefe de los médicos del faraón, Pentu, o el influyente virrey de Kush, Huy, proclamaban su deseo de regresar a la vieja ortodoxia en un claro desafío al poder del faraón.
Mientras, Smenkhara apretaba los dientes al tiempo que extremaba su prudencia. Ahora que había dado los primeros pasos, confiaba más que nunca en sus posibilidades, pues fortalecerían su corona al emparentar con un aliado tan poderoso, al tiempo que la llevaría a gobernar Egipto como deseaba.
Cuando al fin una tarde de principios de invierno le comunicaron que el embajador del Hatti solicitaba la venia de ser recibido, Nefertiti notó cómo su pulso se aceleraba y la ansiedad se apoderaba de su corazón como no recordaba. El momento definitivo había llegado.
El enviado del rey hitita bien hubiera podido pasar por un egipcio. Hablaba su lengua con fluidez, y su aspecto era como el de cualquier ciudadano que paseara a diario por Akhetatón. Al verle postrado ante ella, Nefertiti sintió un leve estremecimiento, consciente de que estaba a punto de cambiar la historia de Kemet para siempre.
—Mi rey, el gran Suppiluliuma, señor del Hatti, te envía sus mejores deseos de felicidad para ti y los tuyos...
Con estas palabras se presentó Hattu-Zittish ante el faraón, y cuando finalizó de exponer la retahíla acostumbrada para estas ocasiones, Smenkhara clavó su mirada en él dispuesto a escrutar hasta el último de sus pensamientos.
—Y bien. ¿Qué tiene que decirme el gran Suppiluliuma? —le inquirió el faraón.
Entonces el enviado hitita hizo ver al rey de las Dos Tierras el asombro que había producido la propuesta a su señor, y con la mayor diplomacia de que fue capaz intentó hacer comprender al dios lo inusual que resultaba, y el deseo de su monarca de que fuera cierta.
Nefertiti no pudo por menos que endurecer su gesto y también el tono que empleó con el embajador. Sus palabras cayeron sobre este como si estuvieran hechas de granito.
—¡Vienes hasta mi majestad para llamarme mentirosa en nombre del Hatti! —tronó el faraón—. Debería mandarte apalear aquí mismo y luego devolverte a tu señor con las orejas cortadas.
El enviado cayó de bruces al suelo en tanto imploraba su comprensión al soberano de Kemet. Nefertiti lo miró con desprecio.
—¡Haz saber a tu rey que mi majestad honra su sangre al fijarme en su linaje, y que el mío procede de dioses! —exclamó el faraón sin ocultar su indignación—. Sal inmediatamente de Egipto y cuéntale el agravio que suponen sus palabras. ¡Vete sin dilación! —le amenazó Nefertiti—, y pon en su mano este papiro del que responderás con tu vida —señaló el dios mientras le entregaba un pergamino sellado—. Vete ya y regresa pronto con una respuesta.
Así había transcurrido la audiencia, y mientras el embajador hitita desaparecía como si le persiguieran los demonios, Ankheprura-Smenkhara se felicitaba por su actuación. Pronto recibiría lo que esperaba.
Neferhor apenas podía dar crédito a lo que leía. Eran palabras que ni los genios que guardaban las doce puertas de la noche se hubieran atrevido nunca a pronunciar. Palabras escupidas por Apofis, que jamás habían sido dichas con anterioridad en la Tierra Negra. Las más insondables tinieblas se escondían detrás de ellas; el quebranto y la destrucción final de su milenaria cultura se cernían de manera inesperada, como un soplo procedente del Inframundo.
Al parecer todo había empezado un par de meses atrás, cuando Hanis, uno de los embajadores para Oriente, había abandonado Akhetatón en la oscuridad de la noche con un séquito tan exiguo, que no se correspondía con su posición. Junto a él viajaba Zalmash, uno de aquellos funcionarios hititas que trabajaban a las órdenes de la Casa de la Correspondencia del Faraón, y Neferhor nunca tuvo noticia de aquella empresa, ni de lo que se escondía tras ella.
Fue un secreto del que solo unos pocos estaban enterados y que permaneció bien guardado a los ojos de los demás.
Ay, el Divino Padre, dio muestras de la habilidad que siempre le caracterizaría para mantener dentro de su control las negociaciones que acababan de iniciarse y que conducirían a un hecho sin precedentes. En su fuero interno, Ay se enorgullecía de la visión política de su real hija, y también de su valor. Era necesario poseer un gran arrojo para atreverse a plantear algo semejante, y él estaba de acuerdo con que representaba una oportunidad para terminar definitivamente con el clima irrespirable que se vivía en el país. Era la solución a todos los problemas, pues una unión como la que se buscaba proporcionaría una monarquía fuerte que terminaría de una vez con las facciones que intrigaban en la sombra. Nefertiti podría gobernar entonces como deseaba una Tierra Negra devuelta a las viejas tradiciones, pero bajo el control del Atón.