El secreto del Nilo (107 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del Nilo
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—Todos somos hijos de Kemet, ¿no te parece? —dijo Neferhor, quitando importancia a las palabras de su acompañante.

—Bueno... todos no.

El escriba arqueó una de sus cejas, burlón.

—¡Je, je! Qué te voy a contar, noble escriba. No creerás que con la desaparición de Nefertiti el papiro de la infamia se ha enrollado por completo, ¿verdad?

—Solo los
hentis
nos dirán cuándo acabará tanta desgracia.

—En eso tienes razón. Pero no olvides que mientras la llama de la herejía siga viva, existirán posibilidades de que el fuego vuelva a extenderse.

—Kemet no puede permitirse más lucha entre sus hijos —se lamentó Neferhor.

—Si hiciéramos tal cosa habría un gran baño de sangre. El mal está tan arraigado que son muchos sus adeptos, aunque estos traten de mostrar otra cara. Ambos deseamos lo mismo para nuestra querida Tierra Negra, a la que tanto amamos. Ahora más que nunca es preciso mantenerse alerta. Cada detalle tiene su significado.

—Siempre ha sido así —señaló el escriba al acordarse de tiempos pasados.

—Por ese motivo es necesario que el dios dé testimonio de su fe futura ante su pueblo. Sin ambigüedades.

—Tú te hallas más cercano a él que nadie, gran Paatenemheb.

—¡El rey es solo un niño! —exclamó el general—. Cualquiera puede tener influencia sobre él. Su tío abuelo se ha convertido en su sombra, y Ay tiene sus propios planes.

—Creo que el faraón posee un carácter que no hay que desdeñar. Sueña con un Egipto poderoso, más cercano a lo que tú representas. A no mucho tardar tu ascendiente será grande.

—Sé que el dios te tiene en gran estima. Ya te adelanto que continuarás al frente de la Casa de la Correspondencia del Faraón, donde has demostrado con creces tu capacidad.

Neferhor lo miró perplejo, y su amigo volvió a reír.

—No trato de burlarme, pero convendrás conmigo en que tu continuidad puede resultar fundamental. Debes ayudarme a que Nebkheprura haga público el regreso del Estado a la antigua religión. Incluso sería oportuno que abandonara esta capital.

Neferhor no pudo ocultar su asombro.

—Dudo que el Divino Padre se preste a semejante idea. Abandonar esta ciudad supondría el principio del fin para su causa. El reconocimiento de su fracaso.

—Je, je... Su causa va mucho más allá. A mí nunca me ha engañado. De una forma u otra mantendrá siempre su influencia en la sombra. Ay sabe que la vuelta a las viejas costumbres es inevitable, y solo espera sentirse más fuerte para acceder a ello de forma irrevocable.

—Él ha nombrado a los visires y a la mayor parte de los altos cargos...

—Precisamente, amigo mío, así debía ser. Por eso ha llegado el momento de hacerle creer que es él quien maneja completamente los hilos del poder y que la hora de marcharse de aquí ha llegado. Yo me encargaré de ello. En breve su hijo Nakhmin será confirmado como general del ejército del Alto Egipto y eso dará al viejo Ay mayores expectativas. Pero tú tendrás que hablar con Nebkheprura y explicarle lo que Kemet espera de él. El tiempo en esta maldita ciudad está cumplido.

Luego, durante un rato, ambos amigos estuvieron discutiendo algunos detalles, y también hablaron sobre el futuro sombrío que se presentaba en Retenu.

—Suppiluliuma no ha aceptado nuestras razones —apuntó Neferhor—. Se niega a creer que no tuvimos nada que ver en la muerte de su hijo.

Paatenemheb se encogió de hombros.

—Por mí puede creer lo que le parezca. Suppiluliuma es un bandido que solo piensa en buscar pretextos para incomodarnos.

—Sus tropas han reconquistado Kadesh, después de que tú la tomaras, y sus avanzadillas han penetrado en el valle de La Bekaa para cometer algunas tropelías, como te supongo enterado.

—Y así continuará. El problema es que no disponemos de fuerzas para enfrentarnos a él, y Suppiluliuma lo sabe muy bien.

—Después de tantos años de abandono, nuestros aliados y vasallos ya no confían en nosotros. Es el resultado de la nefasta política que hemos llevado a cabo. Ahora nuestros embajadores deberán hacer milagros en las cortes extranjeras, y habremos de confiar en sus habilidades para la intriga.

Paatenemheb hizo un gesto burlón, ya que uno de sus enviados se las había arreglado para crear la discordia entre el rey de Babilonia y su vecina Asiria, arrogándose después el papel de mediador.

—Hanis es un verdadero genio —matizó el general, divertido, al referirse al embajador egipcio—. Es una lástima que ya no puedas enviarle a la corte de Suppiluliuma. El viejo rey es un zorro al que no hay quien pueda engañar. Nunca se le olvidará el percance del príncipe Zannanza. Por ello debemos prepararnos para combatir contra él algún día.

—La Tierra Negra está arruinada —se lamentó Neferhor—. Pasará mucho tiempo hasta que puedas pertrechar a tus hombres como corresponde.

—Lo sé; por ese motivo Mitanni ha sido abandonado a su suerte. Con la muerte de su rey, los hititas ocuparán el país, y eso los mantendrá ocupados durante algunos años. Las fronteras del norte deben ser sacrificadas para ganar tiempo, buen escriba.

Al recordar la muerte de Tushratta, Neferhor se entristeció, ya que durante muchos años había mantenido contactos diplomáticos con él; aún recordaba la negociación de la boda de su hija, la princesa Tadukhepa.

El general adivinó sus pensamientos e hizo un gesto de impotencia.

—Se trata de una cuestión de supervivencia. El bueno de Tushratta nos fue útil durante muchos años, y ha cumplido su cometido hasta el final. Pero lo que realmente cuenta son nuestros intereses, ¿comprendes? Los aliados vienen y van, pero Kemet debe ser eterno.

—Aun así lamento la pérdida de Tushratta. Los mitannios serán arrasados por la desmedida fuerza de sus vecinos hititas. Son unos bárbaros.

—Por eso su estrella declinará con rapidez. El Hatti cría buenos guerreros, pero eso no basta para alcanzar la grandeza. Cuando los hititas desaparezcan, la Tierra Negra seguirá brillando durante otros mil años.

Neferhor miró a su amigo, pero no dijo nada.

—Te sorprendería saber el espíritu decidido que posee el joven dios —prosiguió el general—. Aunque solo sea un niño, arde en deseos de guerrear contra los nueve arcos
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y regresar a Kemet victorioso para grabar sus gestas en nuestras piedras.

—Son cosas de chiquillos —comentó Neferhor para quitarle importancia.

—Nebkheprura tiene alma de soldado, te lo aseguro. A su edad ya es un buen jinete y un magnífico arquero. Le he propuesto enviar una expedición al lejano Kush para sentar la mano en nuestras fronteras.

—¿Vamos a iniciar una nueva guerra en Nubia? —inquirió Neferhor, un poco escandalizado.

—Tan solo se tratará de una presentación de las credenciales del nuevo dios. Es conveniente mantener vivo el recuerdo de que el señor de las Dos Tierras siempre tiene los ojos puestos en sus fronteras del sur. Tú mejor que nadie deberías saber que ahora más que nunca el oro de Kush resulta crucial para Kemet. Tutankhatón debe aprender a ser rey, y nosotros le ayudaremos a tomar sus decisiones. Es nuestra obligación —concluyó el general, sonriendo.

—Dime, buen escriba, ¿crees que los dioses están molestos con la Tierra Negra por nuestro comportamiento? ¿Que nos han abandonado tal y como algunos aseguran?

—Durante muchos años hemos dado la espalda a los padres divinos, y ellos acabaron por marcharse de un país en el que no tenían cabida, majestad.

Tutankhatón miró fijamente a Neferhor.

—¿Entonces ya nunca regresarán?

—No mientras no se lo pidamos.

—Cuando oigo decir que el mal que asoló Akhetatón fue un castigo de la terrible Sekhmet mi corazón se aflige, y pido al Atón que demuestre su poder para evitar que la enfermedad penetre en cada casa de Egipto.

—Atón es un gran dios, y muy antiguo, pero todos los dioses pueden convivir en las Dos Tierras, juntos y en armonía. Siempre ha ocurrido así, majestad.

—La tierra de los dos mil dioses —musitó el niño.

—Y cada uno cumple su función. He ahí la grandeza de Egipto. Los dioses forman parte de nuestra esencia porque, más allá de su propia divinidad, realizan funciones en nuestra vida, representan aspectos de esta, y también del mundo que nos rodea en nuestro amado valle. Son mucho más que meros dioses, majestad, son Egipto mismo. Sería imposible concebir la Tierra Negra sin ellos.

—¿Por eso nuestro país se encuentra confundido?

—Algo así, mi señor. La luz del divino Atón no basta para explicar la complejidad de cuanto nos rodea.

—Pero yo fui educado en su fe, escriba. Mi padre me advirtió de los peligros que encontraría fuera de la protección del Atón. «Más allá solo hallarás tinieblas», solía decirme a menudo.

—Los dioses no se dedican a traicionarnos, y mucho menos a intrigar, majestad. Solo los hombres hacemos tales cosas; da igual el dios al que se adore.

Tutankhatón pareció pensativo. A Neferhor le gustaba aquel niño que, a pesar de las circunstancias que le rodeaban, se comportaba con verdadera dignidad y daba muestras de poseer una gran sensatez.

—Yo soy Nebkheprura, y un nuevo tiempo comienza bajo mi reinado. Con frecuencia mi tío abuelo me lo recuerda. Él también es sabio, ¿sabes?

—El noble Ay es un hombre respetable, majestad, siempre preparado para dar buenos consejos. Debéis pensar en sus palabras y no demorar por más tiempo la tarea que tu pueblo espera que acometas.

—Por eso dentro de poco enviaré soldados a Nubia. Allí empezaré a escribir mi nombre.

—Escríbelo también en tus templos, majestad. Preséntate ante ellos como un gran faraón y tu gloria será grande. Demuéstrales que a pesar de tu juventud tu sabiduría es la de un rey poderoso. No te importe reconocer lo que todo Kemet ya sabe; con ello ganarás el respeto de tus súbditos. —El joven faraón se mostró desorientado—. Escucha a tus buenos consejeros, majestad. Promulga un edicto en el que restaures a nuestros dioses de forma oficial, y abandona esta ciudad.

—Akhetatón es mi casa, escriba —dijo el niño, enfadado—. Aquí nací, y aquí he vivido toda mi vida.

—Ahora ya no eres solo Tutankhatón, mi señor. Te has convertido en dios de las Dos Tierras, y así debes mostrarte a tu pueblo pues este ansía sentir tu luz. Nebkheprura, vida, salud y prosperidad le sean dadas, es aguardado en muchos lugares con esperanza. Si queremos que los dioses vuelvan a sonreírnos, es necesario que nos acerquemos a ellos.

—Comprendo —dijo el chiquillo, pensativo. Luego, su mirada se iluminó hasta volverse un tanto pícara—. Dime, ¿tendremos una riada beneficiosa este año?

—Me temo que será excesiva, majestad. El año próximo la cosm@echa será mala.

Tutankhatón miró al escriba con asombro.

—¿Cómo es que puedes saber tales detalles? —inquirió el faraón—. ¿Cuál es la magia que posees? Te ordeno que me la traspases, así yo podré conocer cosas como esa.

—No se trata de ninguna magia, mi señor. No existen
hekas
detrás de mis palabras. Me encuentro lejano a semejantes aspectos.

—¿Entonces? Mi tío me asegura que ya hacías predicciones en tiempos del gran dios Nebmaatra, y que siempre acertabas.

Neferhor sonrió al chiquillo.

—Solo escucho al río, gran faraón. Él me susurra lo que tiene que decirme.

—¿Cómo es posible eso? —preguntó el faraón sin ocultar su excitación.

—Aprendí su lenguaje cuando tenía tu edad, majestad. En Ipu, donde nací.

—¿Podría yo aprender algo tan misterioso?

—Quizá, mi señor, aunque deberás mostrar tu amistad a Hapy, el dios que habita las aguas.

—¡Le haré ofrendas sin fin! —exclamó Tutankhatón, entusiasmado.

—En ese caso, seguro que podrás hablar con él.

—Eres un gran mago, Neferhor —aseguró el pequeño—. Cuéntame más cosas acerca del Nilo, me gusta escuchar tus historias.

Entonces Neferhor le habló del río, de su magia, y de los seres que lo habitaban. Todos formaban parte de la Tierra Negra, y Nebkheprura no perdió detalle de cuanto le relató el escriba.

2

Los acontecimientos continuaron el curso que Shai había dispuesto para ellos. No había más camino que ese, y el pequeño Tutankhatón se dispuso a recorrerlo de la mano de sus consejeros, sin saber muy bien adónde le conduciría.

En compañía de su reina, su hermanastra Ankhesenpaatón, el faraón abandonó una mañana Akhetatón para dirigirse a Menfis, la capital más antigua de Egipto, dispuesto a iniciar una nueva aventura. Kemet estaba dispuesto a ofrecer otra perspectiva que el niño ignoraba por completo. Nunca había abandonado la ciudad en la que naciera, y al contemplar la tierra que se extendía más allá del primer recodo del río, Tutankhatón quedó admirado por los contrastes que le brindaba su país en tanto abría los ojos dispuesto a descubrir cada detalle de un mundo nuevo al que accedía por primera vez en su corta vida.

Todo se le antojaba fascinante. Las riberas que recortaban sus palmerales contra el dorado horizonte que formaba el desierto, los marjalesI que se apoderaban de la Tierra Negra camino de El Fayum, las especies que llenaban de vida cada recodo del río, la luz que se dibujaba sobre la superficie de las aguas para crear reverberaciones sin fin; Tutankhatón no había visto en su vida un espejo tan bruñido como aquel. Las aguas tomaban vida para reflejar los matices que las rodeaban, al tiempo que ofrecían una pátina ilusoria que resultaba imposible de traspasar. Era como los espejos que en tantas ocasiones había visto a sus hermanas; resplandecientes y enigmáticos, pero a la vez imposibles de penetrar. Nadie podía saber lo que se escondía detrás de aquella superficie húmeda y al mismo tiempo refulgente. ¿Sería un espejismo creado por la magia en la que Kemet bebía desde su creación? ¿O acaso ocultaba secretos que el hombre nunca podría saber? El Nilo era portador de vida, y por tanto señor de la tierra que atravesaba.

Tutankhatón comprendió las palabras que un día le dijera el escriba, e imaginó todo un mundo impenetrable bajo las aguas, en el que se hablaba otra lengua, mucho más antigua que la suya.

Su esposa, Ankhesenpaatón, le señalaba las aves que sobrevolaban las orillas, admirada por la diversidad de especies que allí habitaban, y también le advertía de los gritos de los campesinos, y de cómo estos se postraban en los márgenes del río al paso de la falúa real.

La primera vez que Tutankhatón vio a una familia de hipopótamos bañarse tranquilamente en una zona de aguas calmas, se quedó admirado. Aquellas cabezas que le observaban fuera del agua quedarían grabadas en su corazón para siempre, y cuando observó a los cocodrilos sumergirse en el río en busca de sus presas, entendió el significado de lo que Neferhor le contara. Como faraón, él era el señor de todo aquello; un universo en el que la vida y la muerte convivían a diario dentro de un entorno del que el hombre también formaba parte.

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