Las tinieblas se adueñaron del Palacio de la Ribera Norte, y la ciudad de Akhetatón se dispuso a contener la respiración. El aire pareció detenerse al tiempo que se volvía extrañamente pesado, como cargado de un vapor opresivo tan sutil como asfixiante. Saturado de malos presagios, el cielo se presentaba inusualmente gris, y tan tenebroso como lo requería la ocasión. Las sombras habían vencido al Atón aquel día, y el luto cubría la capital hasta llegar a atenazarla por completo. Era el escenario ideal para representar el último acto de una tragedia que había cambiado de decorado durante más de diecisiete años. Ahora el telón se disponía a caer definitivamente mientras los espectadores se miraban consternados, entre la confusión y el desconcierto, al no comprender cuál había sido en realidad el papel que ellos habían representado.
Nadie conocía la respuesta a esta cuestión y tampoco lo que les depararía el futuro. Este se presentaba incierto, y tan tenebroso como el ambiente que se había adueñado de la ciudad aquel funesto día en el que el dios había partido hacia el oriente para unirse al Atón.
En la calle solo había conjeturas; un sinfín de rumores sobre los que planeaba la sospecha de una palabra que nadie se atrevía a pronunciar.
Aquella misma mañana Ankheprura-Smenkhara, señor del Alto y Bajo Egipto, había aparecido muerto en su lecho sin que hubieran trascendido las causas. El misterio del fallecimiento se mezclaba de esta forma con las tinieblas que señoreaban en la ciudad hasta volverlas más opresivas, a la vez que se preparaba para forjar un enigma que trascendería los milenios.
Para algunos, un súcubo infernal había entrado en el cuerpo del faraón mientras dormía para arrebatarle el soplo de la vida, en tanto que para otros... La mano del hombre poseía mil recursos en Kemet para llevar a cabo sus kpeores propósitos. En un país que era cuna de maestros envenenadores, nadie se encontraba a salvo del filtro más refinado, de una pócima letal, o de un cuchillo emponzoñado.
Nefertiti había muerto, y eso era todo cuanto sabían los que lloraban en aquella funesta hora.
Neferhor veía las cosas desde otra perspectiva. Para él, aquella muerte suponía el desenlace lógico a cuanto había ocurrido en los últimos meses. Él esperaba una tragedia, pero al ver la rapidez con la que se había producido, el escriba pudo advertir con claridad la magnitud de los poderes que obraban en la sombra. Con el trono de las Dos Tierras en juego, no había amistad o lazo que valiera. El juego debía continuar, y para ello era preciso eliminar una ficha que ya no resultaba de utilidad.
Neferhor no tenía duda de las intenciones que habían movido a Paatenemheb a regresar a Egipto precipitadamente, ni tampoco de que su mano se hallaba detrás de la muerte del príncipe Zannanza. Pero el final de Nefertiti no podía llevarse a cabo impunemente. Fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido, no habría podido ejecutarse sin un acuerdo entre los poderes ocultos.
El escriba se estremeció al pensar en ello, sobre todo porque Ay no dejaba de ser el padre de la víctima, pero los intereses que se movían debían de ser de tal calado que el Divino Padre había considerado como justo el precio que había que pagar por ellos. Su hija estaba condenada, y él lo sabía muy bien.
Al pensar en los súcubos, Neferhor deseó que estos hubieran sido los causantes de la muerte del faraón, como aseguraban algunos, aunque él albergara pocas esperanzas de que así hubiera ocurrido. La hermosa Nefertiti se iba para siempre, y con ella todo un período que pasaría a la historia para brillar con luz propia. El escriba todavía tenía viva en la memoria aquella belleza sin par, su mirada penetrante, su gesto altivo, y su característica manera de andar debido a la escoliosis que sufría. El halcón había volado, y un nuevo Horus se aprestaba a asentarse en el trono de Kemet; vida, salud y prosperidad le fueran dadas.
En Karnak, la noticia de la muerte de Nefertiti recorrió el templo como si se tratara de la fresca brisa del norte. El padre Amón había soplado desde el septentrión, y su hálito barría cada sala, cada patio de Ipet Sut de las malas influencias pasadas. Las pesadillas abandonaban Karnak para siempre y una nueva era se iniciaría a partir de aquel momento, conducida sin duda por la sabia mano del Oculto.
Wennefer daba loas a Amón en tanto se congratulaba de su justicia divina. Él la esperaba, pues no en vano resultaba inexorable. Su bienamado Neferhor le había servido bien, y en todo lo que había ocurrido a su alrededor se veía la intervención del rey de los dioses, ya que la casualidad no existía.
Mientras tomaba su pócima, Wennefer pensaba en lo que había ocurrido. La diarrea que había sufrido le había dejado extenuado, pero la buena noticia resultaría el mejor bálsamo para aliviar su mal.
El sacerdote dio un sorbo de su preparado. Contenía pulpa de vaina de algarrobo, aceite, miel, agua y gachas frescas de avena, y el
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que se lo había preparado en las p`Froporciones adecuadas le había prescrito que lo tomara durante cuatro días. Sin duda que el final de la revolución atonista sería mil veces más eficaz para acabar con su enfermedad, pero Wennefer se tomó la medicina, y luego pensó sobre lo que les depararía el futuro inmediato.
El pequeño Tutankhatón sería coronado como faraón, aunque el mal que había arraigado en muchos corazones durante todos aquellos años tardaría en desaparecer. Pero ¿qué significaba el tiempo para el gran padre Amón? Nada; el Oculto era eterno, y sus designios indescifrables; por eso Karnak continuaría en silencio.
El funeral de Ankheprura-Smenkhara resultó grandioso. Más allá de lo ocurrido y de las extrañas circunstancias que habían rodeado su muerte, Egipto despidió a Nefertiti como si se tratara de un verdadero dios. La fastuosidad que rodeó la ceremonia estuvo acorde con la que correspondía a un gran rey. La talla de Nefertiti era reconocida de esta forma, aunque muchas de sus decisiones hubieran sido equivocadas. Ella había nadado entre cocodrilos sin mostrar temor; en un mundo de hombres a los que les había demostrado hasta dónde podía llegar su poder. Dejaba Egipto en situación incierta, con su memoria aborrecida por muchos de sus súbditos; sin embargo, su figura sería legendaria. Más allá de la inmensa belleza que atesorara se ocultaba una voluntad de hierro, y una mujer que no había estado dispuesta a doblegarse ante nadie. Muchos de sus enemigos la acompañaron en el sepelio, entre los gritos desesperados de las plañideras y el dolor de los que la querían. Al sellar la entrada de la tumba, Kemet asistía al final de un período de su historia que traería consecuencias en un futuro no muy lejano. Por ello, cuando el cortejo fúnebre regresaba a la ciudad después de finalizar el acto, la mayoría de sus miembros estaban convencidos de que habría un antes y un después de aquel momento para la Tierra Negra; de que ya nada sería igual.
En un rincón de su estudio, el maestro Tutmosis lloraba amargamente la pérdida de su señora. Con manos trémulas, el escultor acariciaba los bustos de la reina, apenas para rozar sus facciones. Estas representaban la perfección de la belleza en cada uno de sus rasgos, tal y como Tutmosis los había captado. Sin embargo, «el que daba la vida», el gran maestro, había hecho muchos más. Había inmortalizado el rostro de una mujer ante el que se rendirían las gentes tres mil quinientos años después. Así, Nefertiti nunca dejaría de ser reina y, en cierto modo, saldría victoriosa del laberinto de intrigas que le tocó vivir. El tiempo le daría su favor.
Al poco murió Meritatón, la hija mayor de Nefertiti. La que fuera Gran Esposa Real de su madre abandonaba también Akhetatón, como le había ocurrido a casi toda su familia. Ankhesenpaatón era la única hija de la antigua pareja real que continuaba con vida; un triste final para aquella familia que tanto se había amado.
El Palacio de la Ribera Norte parecía haberse quedado vacío. Ya no resonaban las pisadas de la reina, ni los cánticos que Akhenatón entonaba en los crepúsculos, ni las risas de las niñas mientras jugaban. Todo permanecía en silencio, a la espera de que el nuevo dios fuera coronado. Tutankhatón sería faraón, y Ankhesenpaatón su reina.
Kemet se dispuso a abrazar a un nuevo dios que le gobernara. Por todo el país las gentes se miraban esperanzadas pues, según aseguraban, la oscuridad se alejaba para siempre y dejaba paso a la luz que anunciaba una nueva era. Los campesinos observaban los campos, animosos, en tanto entonaban sus viejas canciones. Egipto volvería a sus antiguas tradiciones y los dioses protegerían de nuevo a la Tierra Negra, o al menos eso deseaban todos.
El nuevo faraón fue coronado en Akhetatón en medio de un gran boato que rezumaba esperanza. Kemet veía en tan solemne acto el inicio de un viaje que debía conducirlo hacia la prosperidad que tan desgraciadamente había perdido en el transcurso del último reinado. El mal desaparecía al fin, y todos dirigieron su vista con atención a aquel niño que se investía la doble corona, a la vez que escrutaban en su corazón en busca de algún indicio que les hablara de él, y de hacia dónde conduciría a aquel Estado en ruinas.
En la sala del trono del Gran Palacio los dignatarios fueron testigos de los cinco títulos que le correspondían como faraón, y del nombre elegido para gobernar: Nebkheprura, «señor de las transformaciones es Ra». El pequeño Tutankhatón daba muestras con ello de sus influencias solares, que siempre mantendría, aunque apenas contara con nueve años de edad.
Portando el cayado
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y el flagelo
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símbolos ancestrales del poder del soberano, Nebkheprura iniciaba un nuevo reinado para Egipto ante la mirada expectante de unos cortesanos que intentarían ganarse su confianza. Además, el nuevo señor de las Dos Tierras había elegido a su reina, la Gran Esposa Real que le acompañaría en el arduo camino que le esperaba. Esta no era otra que su hermanastra Ankhesenpaatón, la única descendiente directa de Akhenatón y Nefertiti que quedaba con vida y que, por tanto, llevaba la sangre de los dioses en sus venas. Se trataba de la unión perfecta, con la que se enlazaban los dos vástagos habidos por Akhenatón con sus esposas reales. Con ello se mantenía la pureza de su linaje, y en cierto modo una continuidad con el reinado de sus divinos padres. Ay se había encargado de llevar a efecto aquel matrimonio, como haría en lo sucesivo con otras muchas cuestiones de Estado. El tío abuelo del faraón estaba llamado a ocupar un lugar preponderante en el nuevo gobierno, aunque no fuera el único.
Toda una jauría de funcionarios aguardaba anhelante para hacerse un sitio cerca del nuevo dios. No había mejor oportunidad para medrar que estar a las órdenes de un niño de quien todos aseguraban que sería manejable. Las fortunas de las familias se iniciaban a veces con gobiernos de soberanos títeres, y muchos se relamían en silencio en tanto movían sus hilos para ganar influencia.
Sin lugar a dudas tenían sus razones para pensar así, aunque la situación del país fuera poco proclive al optimismo, y mucho menos a las posibilidades de enriquecerse. Para todos los cortesanos resultaban diáfanas las figuras que gobernarían en la sombra junto a Nebkheprura. Una era Ay, el primer consejero del rey, y la otra Paatenemheb, que había sido nombrado general en jefe del ejército del dios. Este último no dejaría de acumular títulos durante el reinado que se iniciaba, y en él daría sobradas muestras de que sus aptitudes iban mucho más allá de lo que 7zse le presuponía a un militar. El general era un escriba obsesionado por el derecho, y no tardaría mucho en dar ejemplo de su gran capacidad como legislador. Él conocía mejor que nadie las pésimas condiciones en las que se encontraban las tropas del faraón. El ejército egipcio no tenía capacidad para poder enfrentarse con garantías a los poderosos hititas, por lo que Paatenemheb hizo uso de su habilidad para evitar cualquier conflicto que fuera más allá de una simple escaramuza. Kemet se hallaba en la bancarrota, y por ello el general decidió utilizar a sus soldados para garantizar el pago de los impuestos por parte de los reyes vasallos que Egipto continuaba teniendo en el Oriente Próximo. Los tributos debían seguir llegando a la Tierra Negra, y esa sería su prioridad en aquellos momentos tan delicados.
Ay coincidió con esta política, y sugirió la necesidad de paliar la debilidad militar con una diplomacia fuerte que velara por los intereses de Kemet de una manera sutil pero a la vez firme. La figura del embajador volvió a tener un puesto destacado en la política de Egipto, y Ay aconsejó que se le diese a esta el protagonismo que merecía. No había mejor defensa para Kemet que sembrar la intriga y la discordia entre las naciones vecinas.
Al mismo tiempo, el Divino Padre recomendó a Tutankhatón que se normalizara cuanto antes el funcionamiento de los templos para poder obtener así más impuestos en el momento en el que la economía se recuperara, y avaló el nombramiento de dos hombres de su confianza como visires, con lo que controlaría el gobierno del país. De esta forma Usermont fue elegido como
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del Bajo Egipto, y el viejo Pentu, que había ostentado cargos como el de chambelán y jefe de los médicos durante el reinado de Akhenatón, fue designado visir del Alto Egipto. La Tierra Negra iniciaba de este modo una nueva andadura plagada de dificultades en la que, sin embargo, continuaría la lucha por el poder en la sombra.
Paatenemheb y Neferhor departían tranquilamente a la sombra. El verano se acercaba, y en aquella hora disfrutaban del frescor que proporcionaba el exuberante jardín y de las hermosas vistas que les regalaba el atardecer. La luz en Akhetatón parecía poseer su propia identidad, y la quietud que les rodeaba invitaba al optimismo y también a la conversación.
—Hemos de convenir en que no hay un lugar en todo Kemet que se le parezca —apuntó el general—. Akhenatón lo eligió bien, aunque solo fuese como símbolo de su poder.
—Sobrecoge al peregrino —musitó Neferhor.
Paatenemheb lanzó una carcajada.
—Conozco lo ingrata que ha llegado a ser esta ciudad contigo, amigo mío, y también los buenos servicios que has prestado en ella —apuntó el general, malicioso—. Quién sabe lo que hubiera sido de nosotros sin tu concurso. Probablemente estaríamos aprendiendo la lengua hitita. —Paatenemheb rio de nuevo ante el comentario y enseguida se inclinó hacia su amigo—. Akhetatón está en deuda contigo, buen escriba, y yo también.