Tal y como le había confiado Nebmaatra, este tenía intención de celebrar un nuevo jubileo; un segundo
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con el que glorificarse ante su pueblo, ya convertido en el Atón Dyehen. Las ceremonias serían iguales a las oficiadas con anterioridad, y ¿quién mejor que el amado Neferhor para encargarse de que esto fuera así?
El festival tendría lugar en Malkata, y para la ocasión el dios había ordenado que se levantaran nuevas imágenes de su divinidad y de su Gran Esposa Tiyi, rejuvenecidos de nuevo a través de los ritos mistéricos. Men, el jefe de «los que daban la vida», tuvo que emplearse a fondo para la ocasión y Neferhor se encargó de supervisar que todos los oficios sagrados se realizaran como era preceptivo.
El faraón decidió que debía tomar una nueva esposa con motivo de su segundo jubileo, y como antaño era preciso que esta perteneciera a su familia. La elegida fue su hija Isis, con la que repitió la misma ceremonia que llevara a cabo con la hermana mayor de esta, Sitamón, a la que por otra parte había dejado embarazada.
—Es un dios, un verdadero dios…, y no nosotros —dijo Penw—. Un Toro Poderoso como pocos. Mira si no, gran Neferhor, las proezas que es capaz de llevar a cabo. La reina Tadukhepa lo tuvo bien entretenido durante más de un año, y en ese tiempo el faraón instruyó convenientemente a su nuevo harén, doscientas setenta mujeres sin defecto alguno, aseguran. Qué barbaridad; ningún mortal podría salir indemne de semejante hazaña.
El escriba lo miró con disgusto. Él estaba al tanto de todas aquellas historias, pero le molestaba escucharlas ya que no eran más que diversión para los cortesanos. El faraón tenía un harén, pues tal era su privilegio, y solo a él incumbía lo que ocurriera en su interior.
Penw se hallaba como desatado, con la lengua más larga de lo que acostumbraba. Él decía que era debido al influjo que recibía de aquel suntuoso palacio. Per Hai, la Casa del Regocijo, era su lugar favorito. Allí se sentía en su hogar, quizá porque fuese un hombre del sur.
—Esta es mi tierra, hijo de Thot, y ello despierta mi lucidez.
—Que eso no te haga olvidar el respeto que le debes al dios —contestó el escriba.
Penw se postró como fulminado por un rayo.
—Solo repito lo que oigo. Yo nunca osaría opinar del faraón. Aquí todos hablan del prójimo, y nunca para alabarlo. La envidia se encuentra en cada pasillo de Malkata. Hace mucho que se quedó a vivir allí —se disculpó el pinche.
Neferhor hizo una mueca, pues no le interesaban en absoluto los comentarios de los cortesanos. No tenía amigos entre ellos, y le dabaƀt siz igual lo que opinaran acerca de él. Lo que le importaba era el próximo jubileo, y las consecuencias que sabía iba a traer. El mismo hecho de que el dios se desposara con otra de sus hijas tenía un gran significado. Era evidente que, mucho más allá de sus alegrías de alcoba, Nebmaatra estaba firmemente decidido a consolidar su línea de sangre, su fuerza divina. Por eso tomaba a sus hijas por esposas. Para asegurar su linaje sin que ningún elemento extraño influyera en él. Nebmaatra se desposaba no solo para escenificar un rito que se perdía en los orígenes de su civilización, lo hacía para engendrar hijos que dieran continuidad a su casa.
En su fuero interno, Amenhotep III albergaba numerosas dudas sobre la capacidad de su heredero para llevar la doble corona. El príncipe Tutmosis había sido el elegido. A él hubiera correspondido el honor de gobernar a su muerte, pero Shai había decidido otra cosa. Por eso era preciso asegurar su dinastía ante los nuevos tiempos que él sabía se avecinaban.
Más allá de aquellos rumores con los que se tenían entretenidos a los funcionarios, el segundo jubileo se desarrolló con arreglo a lo previsto; como una repetición del que había tenido lugar cuatro años atrás. Las mismas procesiones, los mismos oficios, similares fiestas… A Neferhor le parecía haber retrocedido en el tiempo, aunque ahora no estuviera Huy para engrandecer aquellos fastos. Con él se habían marchado la prudencia y el buen juicio, y el destino estaba ahora en manos de unos dioses que tenían motivos para estar molestos.
La primera prueba de ello fueron las cosechas. Después de más de treinta años de muníficas crecidas, el Nilo había decidido mostrarse esquivo. Hapy, el señor de sus aguas, no extendería estas como debiera para fertilizar los campos convenientemente, y el próximo año habría escasez. Así se lo había comunicado Sobek al joven escriba durante una de las misteriosas conversaciones que solían mantener estos de vez en cuando.
Neferhor barruntaba los malos tiempos, y el efecto que estos tendrían sobre un pueblo acostumbrado a vivir en la abundancia. Su vida privada también se encontraba plagada de dudas, aunque él se empeñara en ocultárselo a sí mismo. Su relación con Niut se volvía más fría cada día, como si fueran dos extraños bajo un mismo techo, proclives a rehuirse. Él la deseaba como la primera vez, pero ella no mostraba demasiado interés en buscar sus caricias, como si las dosificara.
El escriba había acabado por aceptar este comportamiento, resignado a lo que él consideraba hastío. Cuando tenían lugar, los encuentros amorosos continuaban siendo apasionados, pero a la vez no dejaban de ser actos puramente mecánicos, llevados por la necesidad e incluso por la obligación.
Él se desbordaba en ella sin dejar nada en el interior de su alma, pero mientras su esposa gemía él notaba que sus esencias se hallaban a más de mil
iteru
de distancia; sin saber por qué.
Cuando terminaban de amarse, Niut no permanecía a su lado como hiciera antaño. Ella aseguraba que era debido a que su querido esposo roncaba, y no le permitía descansar. Era preferible volver a sus habitaciones y que cada cual se repusiese bajo un plácido sueño.
Con motivo del
Heb Sed
toda su casa se había trasladado a Malkata, la antigua villa en la que ya residiera Neferhor. Esta resultaba mucho más amplia que la de Menfis, y al escriba le traía recuerdos de los días en los que diera comienzo una nueva vida. Su esposa parecía sentirse feliz allí, aunque no disimulara su habitual mal humor con el servicio, que la temía como si se tratara de la mismísima Ammit.
En los últimos meses Niut había endurecido su trato, sobre todo con la joven Sothis, sin que nadie supiera muy bien por qué. La realidad no era otra que los celos. La joven nubia ya era casi una mujer y, próxima a los dieciséis años, era dueña de una tentadora belleza que anunciaba lo que podía llegar a ser. Alejada siempre del escándalo y la confrontación, Sothis mostraba su dignidad con naturalidad pues estaba en su corazón. Pero Niut la zahería con frecuencia al llamarla «reina del desierto», para recordarle que fuera de las ardientes arenas no era nadie.
Los motivos de aquella animadversión no nacían de la sospecha de que la relación estuviera en peligro a causa de la joven nubia; nada de eso había. Era simplemente el descubrimiento en ella de un poder que podría significar una amenaza. El
ka
de la esclava poseía una indudable fuerza, y eso en el fondo la atemorizaba.
Sothis era plenamente consciente de esto. Sabía que la
nebet
, la señora, la medía en cada una de sus acciones, y que la examinaba a diario. Ella nada podía hacer por impedirlo y tenía el convencimiento de que la situación empeoraría con el tiempo. Había pensado mucho en ello, y también en la posibilidad de que el destino le tuviera reservadas mayores desgracias, aunque estaba segura de que la estrecha relación que había creado con el pequeño Neferhor la ayudaría. El niño la quería como solían querer los hijos de Egipto a sus nodrizas, cual si fueran una segunda madre. El pequeño era la viva imagen de su padre, y con cinco años ya había aprendido los primeros símbolos jeroglíficos. La nubia se ocupaba de él y le llevaba todos los días al
kap
, donde acudían los pequeños príncipes e hijos de los altos dignatarios. Su padre le educaba con rigor, siempre pendiente de sus avances, pero cuando lo veía su mirada se iluminaba, y Sothis captaba la emoción que sentía su señor. En muchas ocasiones le hablaba de él al chiquillo, para quien su padre representaba una especie de dios que todo lo sabía, y al que respetaba profundamente.
Pero toda la austeridad que le inculcaba Neferhor desaparecía cuando Niut se hacía cargo de su hijo. Ella le daba cuanto deseaba, a la vez que le consentía para mimarlo hasta el exceso.
En Per Hai, Sothis sintió la cercanía de su tierra. El desierto se extendía en la lejanía, y ella podía notar el tacto de sus arenas y sus enrojecidos cielos cuando atardecía. Aquel lugar le gustaba, y también a su pequeña Tait, que ya había cumplido tres años.
Sus vidas siguieron el curso que tenían marcado ya desde el vientre materno; al menos eso era lo que creían las gentes de Kemet. Sin embargo, habían sido ellos mismos los que se habían arrojado a un pozo oscuro y desconocido que había terminado por engullirlos irremisiblemente. Ahora se prego,cipitaban en él sin saber la suerte que correrían, aunque estuvieran abocados al desastre. La vida les mostraba una de sus habituales caras, la que nadie quisiera ver pero a la que es tan proclive cuando decide pasar factura por nuestros actos. Era un rostro feroz e implacable, y tan duro que nada se podía contra él. Solo quedaba suplicar a los dioses y, todo lo más, arrepentirse.
El veneno llegó envuelto en oro y lapislázuli, en fragancia de reyes y poder de Montu, el ancestral dios de la guerra tebano. Era tan fuerte su efecto que ni la picadura de mil cobras podía superarlo, pues llegaba directo al corazón para apoderarse de cada
metu
, del
ka
y hasta del alma, por siempre jamás.
Los hechos tuvieron lugar durante la celebración de uno de los muchos banquetes de aquel jubileo. La corte en pleno se encontraba allí, junto a los jardines de palacio, en una noche serena que animaba a los sentidos a disfrutar de todo lo bueno que Kemet les ofrecía en aquella hora. La música sonaba embaucadora, las bailarinas danzaban, y el ambiente rebosaba de aquello que a Niut le resultaba tan grato. Esa noche ella se sentía embriagada, más que nunca, por una atmósfera de reyes. El aire que respiraba se le antojaba impelido por los dioses y la joven lo aspiraba con fruición, entrecerrando los ojos, como si quisiera alimentarse de él. Fue en medio de su ebriedad cuando Niut lo vio; radiante, altivo, hermoso, repleto de poder. Era como la luz en la oscuridad que mostraba el camino al peregrino, igual que el pozo de agua en la soledad del desierto; un oasis en el que poder refugiarse, o simplemente una aparición. Posiblemente esto último sería lo más adecuado, ya que resultaba difícil no sentirse atraída por él; no mirarlo sin recato; no desear apagar la sed en su refugio. Era tan bello que cada rasgo de su rostro resultaba digno de ser admirado. Su cabello, largo y abundante, le caía sobre los hombros como una cascada de lapislázuli ennegrecido, sujeto sobre su frente con una cinta dorada. Su cuerpo era el de un guerrero, bronceado por la vida a la intemperie, y sus músculos brillaban bajo la luz de las bujías de forma ilusoria, como parte del mismo hechizo. Cuando Niut aspiró tan sutil fragancia se supo perdida, pero no le importó, y al punto quiso conocer el nombre de aquel semidiós que se cruzaba en su camino. Era el príncipe Kaleb.
Si había alguien en Egipto a quien los dioses habían decidido otorgar sus favores con largueza, ese era el príncipe Kaleb; un joven que había llegado a convertirse en paradigma de lo que cualquier cortesano querría ser en una próxima vida.
El príncipe era hijo de una de las muchas reinas menores que habitaban en el harén del dios, su padre. Su madre era la hija del rey de Alashia, Chipre, y de ella había heredado su gran belleza y el vivo genio que aseguraban también poseyó en vida. Su sangre era ardiente, como la de los pueblos del Egeo de donde procedía por línea materna, y su arrogancia proverbial. Algunos aseguraban que era el arquetipo de los legendarios príncipes tebanos que expulsaran dos siglos atrás a los invasores
hicksos
, pues no en vano el joven había nacido en Tebas, y era tan orgulloso como ellos. Kaleb tenía fama de valiente y arrojado, y su natural simpatía resultaba en ocasiones contagiosa, aunque también fuera cruel y aficionado a los placeres, y se vanagloriaba ante los demás de vivir tal y como deseaba; exprimiendo cada instante de su existencia. La moral era una palabra a la que no era aficionado en absoluto. Llevaba escuchandoӀs d hablar acerca del
maat
toda su vida, desde que de niño fuera enviado al
kap
, y nunca lo había comprendido. Semejante concepto le parecía propio de mojigatos y santurrones. La vida era una aventura y para él era preciso disfrutarla sin detenerse a escuchar a la conciencia; los prejuicios solo valían para los débiles.
El faraón lo tenía en gran estima; quizá porque era tan juerguista como él y un mujeriego empedernido. Al no tener ninguna posibilidad de subir al trono, el príncipe vivía libre de las responsabilidades que tenían muchos de sus hermanos, que pasaban su tiempo entre intrigas y envueltos en conflictos sin fin. Por este motivo no tenía disputas con ellos, y sus únicos enemigos eran la legión de maridos engañados a los que no dejaba de zaherir en público, si así se le antojaba. Disfrutaba escarneciéndolos, ya que Kaleb despreciaba a toda aquella corte de funcionarios relamidos cuya ambición era mucho mayor que su glotonería. Si no eran capaces de cuidar de sus mujeres, peor para ellos. A Kaleb estas le parecían como el aire que respiraba. Unas olían a jazmines, otras a adelfillas, otras a lotos… y nunca podría renunciar a tales fragancias.
Pero realmente, lo que apasionaba al príncipe, sobre cualquier otra cosa, eran los caballos. Ellos ocupaban un escalón superior al de unos dioses a los que no honraba a excepción, claro está, del aguerrido Montu, del que se sentía devoto. Allí terminaba la pirámide de sus creencias religiosas. Los caballos estaban muy por encima de los hombres y los dioses, a excepción de su Divino Padre, que para eso era el faraón, y por el que sentía un gran cariño. En ocasiones compartía con él sus ratos de ocio y se lamentaba de los más de treinta años de paz que había disfrutado Kemet gracias a él.
—Es una lástima —solía decirle Nebmaatra con sorna—. Deberías haber nacido un siglo atrás, cuando librábamos guerras sin fin, en tiempos de mi bisabuelo, el gran Tutmosis III. Él te habría otorgado el oro al valor y hubieras conocido al inmortal Sejemjet; claro que, en ese caso, no hubieses sido hijo mío.