Las primeras noticias no quiso creerlas. Estas le llegaron a través de miradas huidizas y de las sonrisas maliciosas de sus compañeros. Ellos ya comentaban a sus espaldas, aunque evitaran decirle nada. Neferhor no reparó en sus cuchicheos, pues no mantenía relaciones con sus colegas más allá de lo que requería su trabajo. El hecho de que el dios le hubiera honrado con su confianza, y de que dominara la escritura cuneiforme mejor que los demás, le había granjeado la antipatía general. Incluso Tutu, el embajador del faraón y responsable de aquel departamento, guardaba con él una significativa distancia, pues el escriba no dejaba de representar un peligro para el futuro de su carrera.
Tuvo que ser un funcionario del tribunal de justicia quien le diera la noticia, cuando ya todo Menfis estaba al corriente de lo que ocurría. Su primera reacción fue de incredulidad, hasta el punto de que llegó a bromear con su colega. Pero este lo miró muy digno, como solían hacer cuando presentaban algún documento oficial, y señaló con el dedo el sello del juzgado. Su esposa solicitaba el divorcio, y esto era cuanto tenía que decirle.
Neferhor se arrebujó un poco más bajo la manta en tanto recordaba la escena. Su gesto debió de parecerle estúpido al funcionario, ya que este se despidió dedicándole una mirada de desdén. Niut le repudiaba, y lo hacía sin que mediara palabra alguna, sin pronunciar ningún reproche, como si él solo hubiera sido un extraño. Luego pensó que, quizá, sencillamente no hubiera existido para ella, y volvió a recordar su sueño. Arropado bajo las sábanas, este iba y venía como tantas veces le había ocurrido. Todo había sido fugaz, como las estrellas que los sacerdotes horarios le mostraban desde las terrazas del templo de Karnak cuando estudiaban el cielo nocturno. Sin embargo, él se resistía a dar crédito a lo que se decía. Niut, su diosa, aquella por la que había suspirado desde niño, debía mirarle a los ojos y explicarle por qué lo apartaba de su camino de aquella forma. Si su amor tan solo era un espejismo, la realidad resultaba despiadada con su
ba
; todo había sido una ilusión.
Pero al poco, Neferhor empezó a considerar otras cuestiones; las que quedan cuando el amor desaparece, las que nos aferran a nuestra auténtica naturaleza. Había intereses conjuntos, y sobre todo un hijo al que adoraba. Cuando el joven se enteró de los pormenores sintió que la sangre se le agolpaba en las sienes y que el entendimiento lo abandonaba hasta hacerle desvariar. Un príncipe había llamado a su puerta para robarle lo más preciado, y él no había podido hacer nada por impedirlo. Neferhor conocía bien a aquellos príncipes. El dios tenía cientos de ellos, habidos con sus reinas menores, que solían pasearse por Kemet como si en verdad lo gobernaran. Muchos formaban parte del ejército,뀀en pues a casi todos les gustaban los caballos, y otros se dedicaban a pasar el tiempo disfrutando de todo lo bueno que la Tierra Negra pudiera ofrecerles. Cazaban y holgaban hasta hartarse, y hacían de su sangre real un salvoconducto para cometer no pocas arbitrariedades.
En muchas ocasiones se vigilaban entre ellos, pues siempre existía una rivalidad que subyacía por encima de todo. El trono de Horus era una meta a la que optaban por nacimiento, y al que observaban de soslayo, ya que nunca se sabía lo que podrían determinar los dioses algún día. Sus madres andaban siempre prestas a la intriga, de la que hacían partícipes a sus hijos; ellas sabían que si sus vástagos se convertían en faraón, adquirirían un poder enorme, y preponderancia sobre el resto de las damas.
Este era un juego milenario al que la propia Tierra Negra estaba acostumbrada; pero Neferhor despreciaba a todos aquellos bastardos que imponían su arrogancia mientras esperaban que la fortuna les señalara entre constantes entelequias. Cada vez que uno de ellos moría, estas cobraban nuevos ímpetus; y así pasaban su vida.
Al principio el escriba se negaba a aceptar que uno de aquellos infantes hubiera asaltado su hogar tan impunemente, y menos aún que existiera ningún vínculo amoroso, pero andando los días su razón volvió a ocupar el sitio que le correspondía y comprendió que Kaleb se había encontrado con una puerta que ya se hallaba entreabierta. En cierto modo él había hecho lo mismo, y mientras se acomodaba mejor en el lecho recordó cómo conquistó a su esposa: compartiendo mesa con quien había sido su mejor amigo.
Este pensamiento le removió la conciencia, y el sabor inconfundible de la culpabilidad le atenazó la garganta. ¿De qué podía quejarse? Él había sido un miserable por traicionar a Heny como lo había hecho. Miró hacia otro lado en vez de enfrentarse a la realidad y mostrarse franco con quien le quería. Pero no tuvo el valor de hacerlo, o quizá fuera que su egoísmo se lo impedía. Él deseaba a la esposa de su amigo, y no había reparado en cuestiones morales con tal de conseguirla. Para aquella enfermedad no existía ningún remedio, y su pasión febril se había mantenido durante años, aunque al final ya no fuera correspondida. Ahora los dioses le recordaban que solo en el camino del
maat
se encontraba la verdadera felicidad, y que él se había apartado de este hacía mucho tiempo.
Niut había deseado ser princesa toda su vida. Él la recordaba junto a la orilla del lago que el dios hiciera construir para su reina, Tiyi, confiándole sus sueños. Él se reía a menudo, pero ella porfiaba una y otra vez en que algún día sus anhelos se cumplirían. Sus pretensiones resultaban ridículas, pero la vida les había dado una lección a ambos amigos; amarga donde las hubiera.
Un movimiento hizo que Neferhor regresara de sus pensamientos. Un pequeño cuerpo se acomodaba junto a él en busca de su calor. Era uno de los gatos, que había regresado a visitarle. Era curioso, pero ahora que Niut no se encontraba en la casa, los gatos habían vuelto como hicieran años atrás. El escriba estiró una mano para acariciarlo, y volvió a prestar atención al viento. Este soplaba inmisericorde, arrancando lamentos de cada esquina. Neferhor no pudo entender su lenguaje, pero tuvo la sensación de que el Inframundo se los tragaba a todos.
A Neferhor le resultó difícil acostumbrarse a la sensación del cotilleo permanente. En cada mirada, en cada saludo que recibía, imaginaba un atisbo de burla, una crítica velada, una sonrisa maliciosa. Pensaba que se encontraba en el centro de todas las conversaciones de la corte y sufría por ello, ya que su naturaleza era discreta. Pero más allá de los dimes y diretes de una gente por la que apenas sentía simpatía, existía un problema que pronto mostró la peor de sus caras.
En las alegaciones presentadas por su esposa, esta lo acusaba de vejaciones y hasta de malos tratos. Hacía una exposición completa de las desdichas sufridas durante su matrimonio, para acabar por asegurar que su hijo era fruto de su enlace anterior, por mucho que el niño se pareciera a su actual marido.
Escandalizado, Neferhor tuvo deseos de arrojar a su mujer al río, aunque el escriba del tribunal lo atemperara de la mejor manera posible, acostumbrado como estaba a tales causas.
—No puede imputarte una paternidad que ya corresponde a su anterior marido —le indicó, conciliador—. Perdería todos los derechos adquiridos anteriormente por ello. En cuanto al resto de acusaciones, resultan habituales. Claro que tú la puedes demandar por adulterio.
Neferhor comprendió al instante la naturaleza de lo que se le venía encima. Sin embargo, quería evitar las controversias. Su única posesión era la tumba que se estaba excavando en Saqqara por orden del dios, ya que su casa pertenecía al Estado. En cuanto a sus bienes, estos no le importaban, exceptuando a su hijo, al que no estaba dispuesto a renunciar. Esa era su mayor pena, y también la frustración que sentía al perder a la mujer que todavía amaba.
Cuando la tuvo frente a sí, al regreso de Malkata, Neferhor notó cómo se le velaban los ojos y su corazón se abría esperanzado, dispuesto a aceptar cualquier excusa. Pero estas no se produjeron. Niut lo miró con frialdad.
—Debes aceptar los hechos, Neferhor. Jamás debí haberme casado contigo, y tú lo sabes. —El joven se quedó boquiabierto—. Esa es una de las expresiones que más aborrezco de ti —continuó ella—. Es preciso que nos divorciemos y que cada cual siga su camino.
—Pero… ¿acaso nunca me amaste? No puedo creer tal cosa.
—¡Ja, ja, ja! Eres un ignorante que solo sabe de papiros. En la vida estos no valen para nada. Será mejor que abras tus ojos a ella de una vez.
—Prefiero ignorar aquello que tú tan bien conoces.
—En eso te equivocas. Tú participaste una vez del juego.
Neferhor frunció el ceño.
—Para mí nunca fue un juego. Sabes que te amo desde…
—¿Desde la niñez? —le cortó ella—. Eso ya me lo has repetido muchas veces, querido. No tengo deseos de continuar con una conversación que no nos conducirá a ninguna parte.
El escriba la observaba como h뀀onversaciipnotizado. Estaba tan hermosa como de costumbre, y su arrogancia la hacía todavía más cautivadora.
—Nos divorciaremos, Neferhor. No hay nada que podamos hacer por impedirlo.
—Tus imputaciones e injurias me parecen lamentables. Siempre fui considerado contigo.
Ella volvió a reír.
—Eso no debería inquietarte. En cuanto lleguemos a un acuerdo, desaparecerán.
—Tuviste suerte en la anterior ocasión. Quizás esta vez no te resulte tan sencillo.
—¿Ah, no?
—Deberías conocer lo difícil que puede llegar a ser para una mujer, en Kemet, divorciarse sin motivos. No tienes pruebas de lo que me imputas.
—Ya veremos —repuso Niut, altiva.
—Claro que quizá yo podría ayudarte a obtenerlo, si tanto lo deseas —le sugirió Neferhor, que se sentía herido en lo más profundo—. Si te acusara de adúltera, todo se aclararía con rapidez.
A Niut se le demudó el semblante.
—¿Conoces cuál es la pena por adulterio, Niut?
—Ni te atrevas, ¿me oyes? No tienes ni idea del terreno que pisas —repuso Niut, enfurecida.
—Acabarías siendo pasto de los cocodrilos —le aseguró el escriba, sin hacer caso de la actitud de su esposa.
—No digas necedades. Eso ocurría en el pasado.
—Bueno, la ley es la ley —dijo él con calma.
—Si te enfrentas a mí, te destruiré. Seré implacable —le amenazó ella.
—Aún no te has convertido en princesa —apuntó el joven con sarcasmo.
—Dentro de poco lo seré —replicó ella muy envarada—. Kaleb es el amor de mi vida, y tú no podrás impedir que nos queramos.
Neferhor se sintió invadido por una profunda tristeza, y permaneció pensativo durante unos instantes. Todo cuanto le rodeaba le pareció un mundo de humo, ciertamente lejano de su auténtica naturaleza, de la que se había apartado hacía ya demasiado tiempo. Pero no podía renunciar a la poca dignidad que aún le quedaba.
—Está bien —dijo él de repente—. Será como deseas. Obtendrás el divorcio, pero no pienso renunciar a mi hijo.
Niut estalló hecha una furia.
—Podrás verle cuando desees, pero su lugar no está junto a alguien como Kaleb.
—¡Su sitio está junto a mí, que soy su madre! —le gritó ella—. Tú no eres nadie. Su verdadero padre es Heny. Sí, te mentí.
Neferhor soltó un juramento.
—Él es mi hijo, mi viva imagen…
—Nunca, ¿me oyes?, nunca me lo arrebatarás —le amenazó Niut en tanto se alejaba—. No abandonaré esta casa en tanto que nos divorciemos, y te aseguro que vivir junto a mí te resultará mil veces peor que el Amenti. Si te empeñas, puede que Anubis te visite antes de tiempo.
Neferhor observó a su esposa desaparecer como poseída por la ira de Sekhmet, la diosa leona, sanguinaria por antonomasia. Abrumado por la pena, se sentó en un sillón de ébano con marquetería de marfil en cuyo respaldo había una imagen de la diosa Maat. Su esposa lo amenazaba sin ambages al tiempo que le hacía ver que su nombre sería arrastrado para escarnio de los demás. Ella permanecería en su hogar, como haría una buena esposa, para que el juego siguiera su curso; el que los amantes habían determinado.
Su mirada vagó entonces por la estancia, como perdida, hasta que se encontró con la figura de Sothis que desde un rincón lo observaba en silencio. Ella había presenciado toda la escena, sin atreverse siquiera a moverse. Prisionera de la maldición que se había apoderado de aquella casa y que no traería más que desgracias.
Cuando sus miradas se encontraron, Neferhor pareció avergonzarse, y sin saber por qué le pidió que le sirviera un poco de vino. Ella se sorprendió, ya que su señor rara vez bebía, pero lo atendió enseguida. Percibió entonces su esencia y el dolor de su corazón. Aquel hombre estaba destinado a sufrir por algún extraño motivo.
Un día, el dios le hizo llamar a su presencia. Nebmaatra se encontraba en su residencia de Mi-Wer, en El Fayum, y hacia allí se encaminó Neferhor con presteza. Iba tan absorto en sus cuitas que apenas disfrutó del viaje, como lo hiciera antaño, aunque le gustó volver a ver a los cocodrilos cazar en los marjales, y a las garzas sobrevolar los pantanos, gozosas.
Cuando llegó al palacio, un heraldo lo acompañó hasta los aposentos reales para invitarle a entrar al momento.
—El dios aguarda; ansioso de tus noticias —le dijo—. Te hace el honor de permitirte entrar en sus habitaciones; ahora sígueme.
Ambos se adentraron en las estancias privadas del faraón. Muy pocos eran los que las conocían, y Neferhor se sintió sobrecogido al contemplar tanto esplendor. Paredes finamente estucadas con deliciosos motivos de la fauna del Nilo; escenas de la vida diaria donde la naturaleza se mostraba en todo su esplendor. Los más exquisitos muebles decoraban salas y pasillos, y por todas partes el oro, el metal de los dioses, símbolo del Atón y la esencia divina de Nebmaatra. Al llegar a una larga habitación columnada, el escriba admiró los hermosos capiteles lotiformes, y a la diosa Nekhbet, con sus alas desp y la eslegadas, que adornaba con profusión el techo de la sala junto a los cartuchos que contenían el nombre del faraón.
Todo resultaba espléndido, hasta en los más mínimos detalles, y Neferhor reparó en las pequeñas aberturas junto a las bóvedas destinadas a que entrara el aire fresco durante los calurosos días del verano.
Al llegar a la antecámara que comunicaba con el dormitorio del dios, el escriba escuchó ruidos extraños, como los producidos por el restallido de un látigo, y también risas de mujer. Inconscientemente el joven miró al heraldo, que ni siquiera pestañeó. Este desapareció tras aquella puerta y al poco regresó.