Ahora los perros deambulaban entre los pilonos como hicieran antaño los sacerdotes y, según aseguraban, por las noches los chacales se aventuraban por los patios del recinto sagrado como si estos ya solo estuvieran destinados a albergar la carroña.
Al pasar junto a las obras del templo de Khonsu, que Amenhotep III había empezado a edificar, el escriba se fijó en el tamarisco que se alzaba cerca de él. Lo había visto plantar, y se alegró al comprobar que al menos el árbol había seguido creciendo, quizás esperanzado de que los tiempos de esplendor regresaran un día para así poder disfrutarlos de nuevo.
Varios lebreles observaban con curiosidad el peregrinaje de Neferhor por el que ellos ya consideraban su territorio. A los patios les sucedieron las capillas, en tanto los recuerdos abrumaban cada vez más el corazón de aquel visitante inesperado, que parecía perdido entre sus propias emociones. Al pararse frente a la «Oreja que Escucha», el escriba se vio de nuevo junto a sus viejos amigos, Neferhotep y Wennefer, y recordó las bromas que acostumbraban a hacer a los cándidos visitantes. ¿Qué sería de ellos? Hacía tanto tiempo que no sabía de estos que cualquier cosa resultaba posible. Pudiera ser que Osiris ya les hubiera juzgado, y al contemplar tan oscura posibilidad, el escriba la desechó al momento y sintió deseos de verlos de nuevo para abrazarlos como haría un hermano.
La tarde fue cayendo hasta alargar las sombras, y Neferhor se sentó un rato a contemplar el lago sagrado así como las casas en las que solían vivir los sacerdotes, un poco más allá. De repente tuvo la sensación de que alguien le observaba, y sin poder evitarlo sintió un escalofrío que le hizo encogerse de hombros. Miró en derredor pero no vio a nadie, pues hasta los perros habían desaparecido. Al punto se levantó para dirigirse hacia el patio situado junto al pilono erigido en su día por Tutmosis III, el séptimo, hasta detenerse frente a las siete estatuas situadas delante de él. Un poco más allá, los dos obeliscos levantados por Menkheperre ocultaban el sol, ya a punto de ponerse, como si quisieran rendirle tributo antes de que iniciara su proceloso viaje por las doce horas de la noche. Ra-Atum se anunciaba, y en ese momento Neferhor escuchó un ruido a sus espaldas. Había sido tan nítido que al momento se sobresaltó, aunque no viera a nadie.
El escriba se escondió detrás de uno de los muros y aguzó el oído. «Quizá sean los perros que ahora señorean por los templos», se dijo. Pero en su fuero interno tenía el presentimiento de que alguien le seguía. Entonces oyó lo que parecían pasos apagados, y al poco un sonido gutural justo detrás de él.
Neferhor tuvo una premonición, y al volverse sus sospechas ya se habían hecho realidad. Iluminada por el sol que se ponía, la figura de Rai se recortaba junto a la del babuino que le acompañaba, como si se trataran de espectros surgidos del Inframundo.
El escriba ahogó un grito y de inmediato salió corriendo hacia el interior del templo, quizás en busca de otro milagro. Mas allí no había lugar para más prodigios, ni tiempo para invocarlos. No había recorrido unos pocos metros cuando algo impactó contra su espalda con una fuerza inaudita, cual si se tratara de un ariete. Neferhor cayó como un fardo y al volverse vio cómo un enorme mono se encaramaba sobre él en tanto le mostraba sus terribles colmillos. Eran unas fauces pavorosas y el escriba pensó que el papión le devoraría allí mismo.
Impulsado por el terror que lo embargaba, Neferhor se incorporó cuanto pudo y lanzó tal puñetazo al animal que este salió despedido unos metros entre espeluznantes aullidos. El escriba se levantó a duras penas con la mano maltrecha y el corazón confuso, pues se veía perdido, y al incorporarse se encontró con la imponente figura del
medjay
que lo miraba impertérrito, como si supiese desde hacía mucho tiempo que aquel momento tenía que llegar.
A Neferhor su expresión se le antojó más feroz que nun=ca, como si en verdad se tratara de un genio; una suerte de demonio creado para otorgar la muerte. Todo ocurrió con la celeridad del rayo. Anubis venía en su busca y ya no había vuelta atrás. El escriba vio cómo la terrible maza de Rai caía sobre su cabeza y al instante esta parecía estallar en pedazos. Neferhor se encaminaba al reino de las sombras, y todo se volvió oscuro para él.
—Las sombras avanzan inexorables, como la noche cuando Ra comienza a ocultarse tras los cerros del oeste. Pronto la oscuridad cubrirá la tierra y las gentes se refugiarán en sus moradas pues las tinieblas a todos intimidan. En ellas los hombres se sienten perdidos, atemorizados al comprobar su propia insignificancia. No son nadie. Solo seres fatuos, esclavos de la luz, sin la cual sus
kas
se dispersan como ánimas que han perdido su nombre. En la opaca tenebrosidad este será olvidado, engullido por el insondable vacío de la nada. Entonces el final nos devorará.
Sothis musitaba estas palabras en tanto sus amigos atendían sobrecogidos. Con los ojos desorbitados, Penw apenas podía articular palabra, incapaz de sobreponerse a las terroríficas frases que escuchaba. Eran palabras de bruja, de hechicera visionaria, de
heka
poderosa. Hacía tiempo que se había percatado del poder que subyacía en aquella mujer. Su mirada, siempre viva, lo amedrentaba en ocasiones pues le hablaba de la magia que Sothis poseía en su interior así como de su fuerza. A veces él mismo se había sobresaltado ante alguna de sus palabras, y cuando la nubia perdía la mirada, él se estremecía como si fuera un ser insignificante a merced de poderes que no era capaz de calibrar. Entonces el vello se le erizaba, y miraba asustado a su esposa que parecía tan impresionada como él. Sin embargo, Penw captaba en aquella fuerza un halo de invulnerabilidad. Tenía la impresión de que Sothis se encontraba en otro estadio, apartada de los mortales por reglas que desconocía, como si nada de lo que ocurriese a su alrededor fuera con ella. Sus sentencias resonaban no pocas veces como martillazos proféticos, y él había terminado por llegar a creerla.
—El mal viene hacia aquí, y ni los dioses a los que antes adorabais podrán impedir la desgracia. Esta ciudad está maldita —señaló Sothis muy seria tras finalizar la cena—. Es preciso marcharse.
Penw miró a su mujer sin parpadear, temeroso, como siempre que atendía a las profecías de la nubia. Desde que Neferhor los abandonara hacía ya meses, Sothis había permanecido recluida en su casa como una proscrita a la que en cualquier momento pudieran capturar. Junto a su pequeño Nebmaat atendía a sus obligaciones como si se tratara de su propio hogar y, con el tiempo, el hombrecillo tuvo la sensación de que en verdad era ella quien se preocupaba por su bienestar y velaba por ellos.
Akhetatón se había convertido en una ciudad sin alma. Un lugar en el que se invitaba a la felicidad que produce disfrutar del momento. Atón era el único dios al que debían adorar, y Penw no entendía muy bien lo que dicho dios esperaba de él. Eran tiempos en los que convenía morderse la lengua; hablar poco si en ello uno estimaba su persona. La policía lo controlaba todo, y bajo el manto festivo de las adoraciones constantes al Atón luminoso se ocultaba una represión feroz, como no se recordaba, y la senssación de que nadie controlaba ya su destino.
Como hicieran la mayoría de sus paisanos, Penw se había apresurado a hacer desaparecer cualquier figurita representativa de los antiguos dioses que pudiera comprometerle, para reemplazarla por imágenes de la familia real. Los reyes y sus seis hijas se hallaban en su casa por todos lados, así como representaciones del disco solar, que el hombrecillo tenía bien a la vista. Si en algo no le ganarían sus paisanos sería en astucia y buen uso del chisme, y por ello se hallaba decidido a evitarlos y a no mezclarse en los continuos enredos que, como de costumbre, seguían produciéndose en palacio.
La gran maestría que había atesorado con el paso de los años le ayudó en su decisión, aunque nadie se viera libre por completo de sufrir alguna denuncia.
Lo enrarecido del ambiente, y el hecho de que el dios estuviera cada vez más alejado de las tareas de gobierno, habían convertido a la ciudad del Horizonte de Atón en un campo de batalla en el que las intrigas de las reinas habían alcanzado su grado más refinado. En la práctica, Nefernefruatón-Nefertiti acaparaba cada día más poder terrenal en tanto su esposo se encargaba del divino. Kiya, la mujer a la que el faraón más quería, se había manifestado como un ser egoísta y cruel capaz de controlar los instintos de Akhenatón y utilizarlos en su provecho. Ella era la verdadera amante del soberano, y el resto de sus esposas, incluida Nefertiti, debían conformarse con lo que la mitannia dejara para ellas. Si estas no sabían cómo engatusar a un hombre convenientemente, tanto mejor. Kiya gozaría de los favores del rey y le proporcionaría todo lo que sabía que le gustaba.
La lucha entre Kiya y Nefertiti apenas tenía tregua. Era una guerra sin cuartel en la que se hallaban en juego intereses de toda índole, y de la que también participaba la corte. Ninguno de los dignatarios sabía de qué lado se inclinaría la suerte, mas todos asistían con estudiada ambigüedad al conflicto. La Gran Esposa Real era sin duda muy poderosa, pero no convenía menospreciar a la mitannia, por quien el faraón enloquecía de pasión. Si esta le daba un hijo varón el resultado de aquella contienda podría decantarse a su favor, hasta acabar con la altiva reina de una vez para siempre.
No obstante, Nefertiti se tomaba muy en serio a su contrincante. En cierto modo ella había llegado a sentirse repudiada por su augusto esposo, que se refugiaba con frecuencia entre los brazos de la princesa mitannia. Después de haber dado seis hijas al faraón, la Gran Esposa Real se mostraba ciertamente despechada, hasta el punto de llegar a hacer partícipes de su rencor a sus hijas mayores, Meritatón, Meketatón y Ankhesenpaatón, que aborrecían a Kiya sin reservas.
Akhenatón se sentía un dios verdadero, y aquellas disputas que mantenían sus esposas le parecían propias de un mundo al que ya había dejado de pertenecer.
Como era lógico, todo aquel ambiente generaba los habituales rumores, en su mayoría infundados, y en un Estado policial como en el que se hallaban cada silencio valía su peso en oro.
Nadie se encontraba a salvo de la ignominia y Penw vivía en permanente vigilancia, atemorizado por cuanto pudiera ocurrirles. Dar cobijo a la familia del gran Neferhor comportaba sus riesgos y se daba cuenta de que aquella situación noC podía durar eternamente, a pesar de que él estuviera dispuesto a ocultar a sus huéspedes el tiempo que hiciera falta.
Del escriba no habían vuelto a tener noticias, y si Osiris se había apiadado o no de su alma era algo que resultaba todo un misterio. El hombrecillo conocía de sobra cómo procedían los
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y, en su fuero interno, se temía lo peor. En aquel caso parecía haber alguna cuenta pendiente; demasiada complicación para un simple pinche de cocina como él.
Penw tenía el presentimiento de que allí no estaba seguro nadie, y al escuchar las palabras de Sothis aquella noche el temor se apoderó de él.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el hombrecillo a la nubia sin ocultar su inquietud—. ¿Qué clase de mal se aproxima?
Sothis clavó en él una mirada cargada de poder.
—La desolación arrojará el sufrimiento sobre esta tierra, sin respetar la condición de cuantos habitan en ella. La leona Sekhmet, a la que atribuís la desgracia, será como una gatita ante la magnitud de lo que se avecina. Harás bien en poner a salvo a tu familia.
Penw parpadeó repetidamente ante semejante premonición. Lo que Sothis le pedía significaba el abandono de toda una vida al servicio de la casa del dios. De ella habían vivido, y esta les había procurado un techo y comida, sin faltar un solo día. Sin embargo el pinche real era un hombre sumamente supersticioso, y su perspicacia le decía que haría bien en considerar el consejo de la nubia. Intuía que la ciudad del Horizonte de Atón distaba mucho de ser eterna, y que su existencia allá podía ser tan frágil como la de tantos otros que habían sufrido las iras del faraón sin motivo. Cualquier día alguien llamaría a su puerta, y aquellos siniestros
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a los que tanto temía se presentarían a requisar todos sus bienes en nombre del Atón, para después mandarlo a las minas del Sinaí, como les había ocurrido a muchos de los que nada había vuelto a saberse.
Desde que Neferhor los dejase, el hombrecillo siempre había mirado con temor hacia atrás antes de entrar en su casa. Él se había hecho cargo del bien más preciado del escriba, y estaba dispuesto a salvaguardar aquel tesoro a toda costa. Tanto si volvía a ver al hijo de Thot en esta vida como en la próxima, lo haría con una sonrisa en los labios y la satisfacción de haber cumplido con lo que un día prometiese. El
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era para él una palabra, cuyo significado no alcanzaba a comprender por completo. En muchas ocasiones se le había antojado hueca, pues los que la pronunciaban no siempre hacían buen uso de ella. El mismo Akhenatón la mentaba constantemente, o al menos eso le aseguraban, ya que él nunca había hablado con el dios.
Todo le resultaba confuso menos las proféticas palabras de Sothis. La nubia se había convertido en una mujer ante la cual resultaba imposible sentirse indiferente. Su porte era el de una reina, y su salvaje belleza confería a sus facciones una fuerza que provenía de su propia esencia. Por sus
metu
debía de fluir el fuego, y por los poros de su piel rezumaba magia en estado puro. Cualquiera podía sentir su poder, y al verla por primera vez daba la sensacimbreZճn de que fuese indomable.
Una mañana, antes de que Ra-Khepri se dejara ver por el horizonte, Penw y su pequeño séquito abandonaron Akhetatón. Lo hicieron en silencio, aunque su esposa tuviera los ojos humedecidos ante el temor de su incierto sino.
—Antes o después los espejismos acaban por desaparecer. Debemos marcharnos —le había dicho su esposo.
Acompañados de cuantos enseres fueron capaces de llevar se embarcaron en una de las gabarras que salían hacia el sur, de las que solían detenerse en los principales puertos situados entre Akhetatón y Asuán. Envuelta en una gruesa frazada, Sothis permaneció en silencio, como ensimismada, con el pequeño Nebmaat entre sus brazos y la serenidad de la que acostumbraba a hacer gala. Ni siquiera volvió la cara hacia la ciudad cuando partieron. La capital que representaba el nuevo orden solo había sido una prisión en la que se había visto encerrada durante demasiado tiempo. Ahora volvía a sentirse libre, y ella conocía mejor que nadie cuál era el significado de aquella palabra. Habían sido meses de tribulaciones, de mortificación contenida, durante los cuales no había tenido más remedio que adaptarse a las circunstancias. Debía velar por sus hijos, y soportar la aflicción que le producía el no saber de su esposo mientras se veía obligada a permanecer escondida; días sombríos en los que su indómita naturaleza no había tenido más remedio que ceder ante su propio instinto. Nebmaat precisaba de toda su atención, y solo cuando cerraba los ojos antes de dormir dejaba volar su ensueño en pos del hombre que amaba, y con quien ansiaba encontrarse de nuevo.