Los pescadores le miraron boquiabiertos, ya que nunca habían escuchado una retahíla semejante. Aquel tipo parecía que les hipnotizara con sus palabras, como si Thot le iluminara el corazón para dar a cada frase el poder que solo se hallaba en la sabiduría.
Neferhor volvió a mirar hacia atrás sin ocultar su nerviosismo. Ahora sus perseguidores eran plenamente visibles, y entre ellos pudo identificar a Heny y al terrible hombre de la cicatriz que corría junto a un enorme babuino. Su suerte estaba echada, y si no llegaba a un acuerdo inmediato lo atraparían.
—¿Y bien? —preguntó, mirando fijamente a los pescadores—. Decidíos o tendré que tomar otra alternativa.
Aquellos hombres se dieron cuenta del cariz que tomaba el asunto. Por la calle que llevaba al malecón unos
medjays
bajaban corriendo como si los persiguiera la mismísima Apofis, dando alaridos y agitando los brazos. Era evidente que el presunto beduino tenía asuntos pendientes con ellos, pero también que si no llegaban a un rápido acuerdo con él, deberían continuar con su paupérrima barca durante el resto de sus días. Un anillo como aquel no lo volverían a ver en su vida, ni siquiera en los dedos del nomarca, y se convencieron de que no era el momento adecuado para entrar en uno de aquellos interminables regateos a los que eran tan aficionados los egipcios.
—Trato hecho —señaló el que parecía llevar la voz cantante, al tiempo que extendía una de sus manos—. Todo sea por no desairar al gran Nebmaatra, que tanta abundancia nos trajo.
El escriba le dio el precioso anillo, y al momento corrió hacia donde se hallaba la frágil embarcación para, acto seguido, desatar la pequeña maroma que la amarraba.
—¡No la lleves hacia el centro del río! —le advirt뀀!ieron los antiguos dueños—. No resistirá la corriente. ¡Ah, y evita los remolinos junto a las orillas, o Hapy se la tragará sin remisión!
Para Neferhor semejantes palabras no dejaban de formar parte de la apurada escena en la que se encontraba. Resultaba ciertamente cómica ya que, mientras aquellos pescadores examinaban estupefactos una joya con la que no hubieran podido soñar en su vida, estos le daban consejos acerca de la endeblez de la barca que le habían vendido, al tiempo que los
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hacían acto de presencia en el pequeño muelle entre gritos y maldiciones.
—Prendedlo, prendedlo —escuchó el escriba que decían mientras saltaba a la barca.
Una vez en ella, Neferhor la apartó del muelle y se puso a remar tan deprisa como pudo, para alejarse lo antes posible.
—¡Suelta al mono, suelta al mono! —gritó Heny, enfervorecido al ver que una vez más el escriba se le escapaba de entre las manos.
Rai obedeció al instante, y el babuino salió corriendo en tanto lanzaba unos aullidos terribles y mostraba sus enormes colmillos a cuantos se encontraba a su paso.
Los estibadores, al ver al animal dirigirse hacia donde se encontraban, a toda velocidad, huyeron despavoridos, y alguno incluso se lanzó al agua, ya que los papiones eran animales peligrosos donde los hubiera, y aquel parecía estar fuera de sí.
Los pescadores, por su parte, se escabulleron con sus capturas como por ensalmo. Aquella mañana la suerte se había fijado en ellos y no era cosa de contrariarla sin motivo. Lo que los
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tuviesen que dirimir con aquel beduino no les incumbía, y mucho menos debían enfrentarse a un mono semejante.
El babuino llegó bufando hasta donde momentos antes se encontraba la pequeña embarcación, pero al ver cómo se alejaba río arriba, el animal se limitó a mostrar sus colmillos y ladrar de nuevo por su frustración. Heny se detuvo junto a él, sofocado, y tras apretar los dientes con rabia hizo señas a Rai para que lo siguiera. Remontarían el río, aunque su persecución les llevara hasta el lejano Kush.
Neferhor se sentía insignificante ante las fuerzas que lo rodeaban. El Nilo era un enorme mar que apenas dejaba adivinar la otra orilla, y sus corrientes tan fuertes que era necesario remar con mucha precaución para huir de ellas. Toda una aventura para una embarcación como aquella, fabricada de simple papiro, y tan frágil que podría ser partida en dos por las mandíbulas de cualquier hipopótamo. El escriba se encontraba exhausto, y sus brazos le dolían tanto que apenas sentía el pequeño remo entre sus manos. Estas se aferraban a él con fuerza, y con cada paletada pensaba en la luz que ya podía ver claramente; en la libertad que le aguardaba en la ciudad santa de Amón.
Hacia allí se dirigía, y su denuedo era tal que con él podría hacer frente a su flaqueza, al tiempo que le insuflaba ánimos y el aliento que solo la fe pura es capaz de otorgar.
El murmullo del río era un rumor que se perdía más allá de su vista, y que le hablaba de la inmensidad de las aguas por las que navegaba. Aunque próximo a la orilla, Neferhor notaba el poder del Nilo, como nunca antes en su vida. Allí Hapy se mostraba pletórico, y las aguas formaban en rededor de la embarcación extraños dibujos salpicados por la espuma que atemorizaban al escriba. El curso del río se encontraba repleto de pozas cuya profundidad creaba espirales en la superficie que él trataba de evitar, sabedor del peligro que entrañaban. Siempre persiguiendo las aguas mansas, Neferhor bogó y bogó río arriba sin detenerse a pensar lo que sería de sus implacables perseguidores. Remaría hasta que sus fuerzas lo abandonasen definitivamente, hasta que los dioses decidieran que su devoción no era suficiente para ellos o, simplemente, que les resultaba insignificante.
Al alcanzar alguno de los remansos, el escriba se reponía de su esfuerzo en tanto observaba embelesado cuanto le rodeaba; los palmerales, las aguas sin fin, los imponentes farallones que se recortaban en el horizonte enrojeciendo el paisaje.
Cuando la noche lo envolvía para ofrecerle una tregua, el fugitivo aprovechaba para buscar algún bosque de papiros donde guarecerse para descansar sin ser visto. Entre los cañaverales, Neferhor escuchaba la orquesta de ranas que croaban cantando al señor del río para que las cortejara.
El escriba nunca se cansaba de oírlas y recordaba como, en su niñez, cuando las aguas se retiraban después de la inundación, estos batracios eran, junto con las serpientes, los primeros animales en aparecer, y por este motivo representaban el renacimiento de la vida en el valle. Tumbado sobre el papiro de su barca, Neferhor se dormía con la mirada fija en el cielo, recorriéndolo hasta que sus ojos se cerraban por el cansancio; arrullado por la música propia del Nilo; la que nunca se hastiaba de escuchar.
Al llegar a Medu, Neferhor decidió aproximarse a la orilla para atracar su barca junto al embarcadero. Desde la época de los faraones guerreros, esta pequeña población estaba formada, en su mayor parte, por colonias de soldados veteranos que habían sido recompensados con tierras por el monarca. Medu se encontraba a apenas ocho kilómetros de Tebas, y el escriba pensó que haría bien en purificarse adecuadamente y recorrer la pequeña distancia que le separaba de Karnak como un paisano más. Waset, Tebas, la capital del cuarto nomo del Alto Egipto, era considerada por muchos como la ciudad más espiritual de las Dos Tierras. Allí la sociedad siempre se había mostrado hermética ante las nuevas tendencias religiosas, y muy apegada a las antiguas tradiciones. La persecución ordenada por Akhenatón había tenido una particular incidencia en aquella provincia, y también un fuerte rechazo. Al clausurar Karnak, la mayoría de los hombres del nomo se había quedado sin trabajo y, aunque nadie osara levantar su voz contra el dios que gobernaba Kemet, el malestar era grande, y muchos los que, de una forma u otra, se escondían de los guardias del faraón. Si había un lugar donde el escriba podía recibir ayuda sería allí.
Cuando Neferhor se sentó en el taburete de tres patas del barbero experimentó una reconfortante sensación, y con cada una de las pasadas de la cuchilla de cobre sobre su piel, tuvo el convencimiento de que la puerta del que un día fuera su hogar se abría de nuevo para darle la bienvenida, como si el tiempo en realidad no importase.
Totalmente tonsurado y vestido con un lino inmaculado, Neferhor abandonó Medu con el corazón feliz e ilusionado y el
ba
repleto de esperanza. Con cada paso que daba el escriba se sentía un poco más radiante, y la gente lo saludaba con respeto, perpleja por mostrarse en público como si se tratara de un sacerdote
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del Oculto, o quién sabe si uno de sus profetas.
A Neferhor le daba lo mismo aquella circunstancia. Tenía una determinación absoluta de mostrarse tal y como realmente era, y la dicha que le invadía por este motivo le hacía flotar en una suerte de euforia a la que no estaba dispuesto a renunciar.
Karnak lo esperaba y, por primera vez en mucho tiempo, él se sintió libre de toda amenaza.
Heny siguió los pasos de su antiguo amigo, río arriba, tan deprisa como se lo permitieron sus fuerzas. En ocasiones se podía observar la pequeña barca en la distancia, como si se tratara de una madera a la deriva que, no obstante, se resistía a ser alcanzada.
Ganarle terreno por los caminos no resultaba fácil, pues con frecuencia se hacía necesario sortear las tierras de labor y transitar por sinuosas veredas que les obligaban a perder un tiempo precioso. Rai no perdía su habitual expresión feroz, y aseguraba que el escriba no tenía escapatoria, pero Heny no estaba tan seguro. Habían sido tantas las circunstancias extrañas que habían envuelto a aquella aventura, que le parecía que nunca llegaría el momento de atrapar a aquel villano.
Sin embargo su empeño no cedía, y con renovados ánimos avanzaba a través de campos y caminos en pos de aquella mancha que flotaba sobre las aguas, y que parecía imposible de alcanzar.
—Ammit devore tu alma —mascullaba el
medjay
a cada paso que daba, ya que el resto de juramentos que había proferido durante meses de poco le habían valido.
En ocasiones, al caer la tarde, se aproximaba con el mono a la orilla para intentar descubrir dónde pasaría la noche su presa. Pero resultó inútil, pues el río formaba muchos accidentes y los márgenes serpenteaban hasta ocultar lo que había delante.
—Si el babuino no lo ve, nadie es capaz de hacerlo —sentenció Rai una tarde, ya que los babuinos poseían una vista prodigiosa—. Sería mejor que tomáramos la carretera principal que lleva a Tebas. Aunque nos separemos del río, podremos ir más deprisa y tendremos posibilidades de capturarle antes de que llegue allí.
Al principio Heny se resistió a perder de vista al escriba, pero después se convenció de que sería la única forma de acercarse a él.
Así fue como la pareja de
medjays
y su singular acompañante se lanzaron en pos de su perseguido en una marcha en la que no estaban dispuestos a darle tregua alguna. Descansando lo indispensable, recorrieron la distancia que los separaba de Medu en pocos días y, antes de llegar a esta población, la vieja carretera confluyó hacia la orilla del río,8 a la que se precipitaron ambos policías con ansiedad. Al momento Heny lanzó una mirada de triunfo, pues la frágil barca se encontraba tan próxima que en ella pudo reconocer al escriba.
—Te lo dije, Hebyu —señaló Rai con su habitual gesto desagradable.
—Ya lo tenemos; aunque conviene que seamos prudentes. Ese hombre tiene pactos con los dioses que desconocemos, o quién sabe si con los genios del Amenti —recalcó Heny—. Ese es el lugar que le corresponde, pero debemos ser cautos.
Rai lo observó con aquel gesto inexpresivo que en ocasiones exhibía, en tanto el babuino miraba hacia la barca como si supiese que en ella se hallaba la presa.
—Te diré qué haremos —continuó Heny tras reflexionar durante unos instantes—. Tú te adelantarás con el mono hasta Tebas, lo más deprisa que te lo permitan tus fuerzas, y allí lo esperarás. Yo le seguiré por la carretera y, de este modo, dondequiera que desembarque le tendremos atrapado. Me reuniré contigo en Karnak.
Rai ladeó ligeramente la cabeza un momento, y enseguida partió con aquel trote cansino que solían emplear los
medjays
para recorrer grandes distancias. El babuino lo siguió, y Heny los observó hasta que desaparecieron por un recodo del camino; luego volvió a dirigir su mirada al río para, al poco, ocultarse entre la espesura.
Aquella mañana Heny pensó que la suerte por fin le sonreía. Su tesón y su fuerza habían terminado por imponerse a todos los ardides infernales que aquel felón utilizaba a cada momento. Pero a pesar de toda la magia de la que era capaz de hacer uso, él terminaría por capturarle, sin que a la postre esta le sirviera de nada.
Cuando al llegar a Medu Heny vio cómo la pequeña canoa atracaba junto al embarcadero, su corazón saltó jubiloso a la vez que se convencía de que, en esta ocasión, el escriba no tendría ninguna oportunidad de escapar.
—¡Ni mil
hekas
te librarán de tu suerte! —exclamó para sí el
medjay
al comprobar que Neferhor se encaminaba a visitar al barbero tranquilamente, como cualquier paisano libre de culpa.
Entonces Heny fraguó su plan. Si el destino había determinado serle propicio en aquella hora, él no lo desairaría. Shai le daba la oportunidad con la que tanto había soñado, y sus
metu
volvieron a llenarse con los fluidos del odio. Él jamás regresaría con el escriba a Akhetatón. Este se hallaba sentenciado desde hacía mucho, y el
medjay
se dispuso a estudiar cuál sería el lugar más adecuado para dar por concluido el drama del que él mismo era actor destacado.
Heny se confundió entre los ciudadanos del lugar, y con discreción siguió los pasos del escriba, que caminaba distraídamente, vestido de blanco y tonsurado como si fuera un sacerdote. Aquello era una burla que iba más allá de lo razonable, ya que lejos de ocultarse, Neferhor se mostraba como si todavía viviera en tiempos del gran Amenhotep, hijo de Hapu, quien lo protegió, como todos sabían.
Tamaña desvergüenza le enfureció aún más, y le animó a culminar la obra cuanto antes. Al abandonar Medu, la carretera serpenteaba por entre los campos de labor hasta correr de nuevo junto a la orilla del Nilo. Tebas se encontraba a menos de un
iteru
, y en un par de horas de paseo los viejos muros de Karnak aparecerían entre los palmerales.
Heny decidió adelantarse, y atajando entre la espesura se escondió detrás de unos arbustos que había cerca del río. Desde su posición podía vigilar la carretera, y al poco vio cómo Neferhor se dirigía hacia él tranquilamente, pues incluso silbaba una melodía.