—Eso solo lo sabe Shai, «aquel que determina».
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Él es quien decide la duración de la vida, pero una parte de mí quedará siempre a tu lado y nunca te olvidaré.
Shuty le mostró las palmas de las manos, emocionado.
—¿Adónde te dirigirás? —preguntó, compungido.
—He de luchar por lo que creo, y recuperar a los míos. Regresaré al lugar que me corresponde: a la ciudad santa de Amón.
Era aún temprano cuando Neferhor caminaba calle abajo, abriéndose paso con dificultad entre la gente. Iba envuelto en su particular disfraz, el atuendo que solían llevar los beduinos, y su barba incipiente y sus extraños ropajes le daban un aire de mercader solitario abandonado a su suerte, ya que las prendas se encontraban en unas condiciones lamentables; roídas, sucias y un poco malolientes.
Al escriba la cara le picaba terriblemente, y el polvo que le cubría hasta las cejas despertaba en él una desazón difícil de soportar. Acostumbrado a bañarse varias veces al día, aquellas ropas se le antojaban como una fuente de liendres e infecciones sin fin, y no veía la hora de quitárselas de una vez y sumergirse en el agua para purificarse como correspondía a un verdadero hijo del Oculto; pues eso es lo que era. Lo había sido desde el día que entrara en Karnak siendo todavía un niño, y había llegado el momento de comportarse como correspondía. Si Amón lo había elegido alguna vez, tal y como le habían asegurado, acudiría a sus santos lugares a demostrarle su devoción, sin tener que esconderse por ello. El Egipto de Akhenatón lo perseguía, y él iría a refugiarse a la casa de su padre, pues solo entre sus muros encontraría la Tierra Negra que él deseaba. Estaba seguro de que en Ipet Sut recibiría ayuda de sus hermanos, y después recuperaría a su familia para no volver a separarse de ella.
Iba tan absorto en sus pensamientos que parecía ajeno a cuanto le rodeaba; a las voces, al bullicio, a los empujones que en ocasiones era necesario dar para abrirse paso… Atrás quedaba la angustia vivida durante tanto tiempo. Las persecuciones, los malos encuentros, Heny…
Era curioso, pero la imagen del que fuera su amigo le resultaba en cierto modo ilusoria, cual si hubiera desaparecido de su vida para siempre. Quizá se debiera a que ya formaba parte de un pasado al que no estaba dispuesto a regresar. Se apartaba de este definitivamente, y el escriba se figuró a Heny apostado en las lindes del camino, junto a sus
medjays
, dispuesto a inspeccionar cada caravana que saliera de Coptos. A donde se dirigía no había sitio para él, y eso le llenó de satisfacción al tiempo que le invitó a despreocuparse de cuanto le rodeaba. Entonces, inesperadamente, escuchó su nombre. Alguien lo llamaba repetidamente, y él volvió su rostro al instante sin poder evitarlo.
Heny continuaba su incansable búsqueda con la tenacidad de quien se halla cercano a la desesperación. Si no encontraba pronto alguna pista del escriba, este podría escapársele para siempre. Estaba seguro de que Neferhor se hallaba en Coptos, probablemente a la espera de salir en una de las grandes caravanas hacia el este. El
medjay
sabía que estas pronto comenzarían su azaroso viaje. Las había que se dirigirían a Retenu, otras se encaminarían hacia los puertos del litoral del norte de Siria, desde donde muchas de las mercancías que transportaban embarcarían hacia los reinos situados al otro lado del Egeo; el Hatti, Babilonia, Asiria…, todos mantenían intereses comerciales con las Dos Tierras, y las comitivas más audaces se perderían en las rutas que llevaban al lejano Oriente en un viaje que podía durar años, hasta países que ningún egipcio conocía y por donde, aseguraban, Ra-Khepri se elevaba en el firmamento cada mañana. «La puerta que conectaba con el Inframundo», decían los más supersticiosos, y en cualquier caso un territorio misterioso habitado por gentes extrañas.
En cualquiera de ellas Neferhor podía abandonar Kemet; aunque Heny dudara de que su huida le condujera tan lejos. Seguramente viajaría a Siria o a los estados mesopotámicos, y al pensar en ello el
medjay
sintió repugnancia hacia la figura del escriba. En su opinión era un cobarde capaz de abandonar a su suerte a los suyos; un ser vil que había dado sobradas muestras de hasta dónde era capaz de llegar.
Como faltaban varios días para que las grandes comitivas salieran de Coptos, el
medjay
aprovechó para vigilar sus calles, aun a sabiendas de lo difícil que le resultaría encontrar a su presa.
Resultaba curioso que esta no significara sino una más de entre las muchas órdenes de detención que Mahu firmaba cada día. Egipto se encontraba lleno de proscritos que se escondían de la ira del faraón y, no obstante, el escriba era todo cuanto importaba al implacable
medjay.
Este reconocía en su fuero interno la obsesión por su persecución, y ahora estaba seguro de que los azarosos pasos hasta convertirse en policía formaban parte de su venganza. No tenía ninguna duda de que esta le había alimentado, y pronto esperaba satisfacerla. Neferhor representaba una obsesión y percibía que este se hallaba tan próximo que confiaba en que el destino que le había conducido hasta Coptos le permitiera alcanzar su máximo deseo; matarlo.
Como hiciera los días anteriores, aquella mañana Heny se apostó junto a los puestos de la calle, oculto entre el gentío. Con su 뀀ninquisitiva mirada inspeccionaba a cuantos pasaban por allí, escudriñando cada rostro, cada detalle que pudiera resultarle familiar. Con inquebrantable paciencia había vigilado el ir y venir de los mercaderes durante días sin resultado, pero aquella mañana algo llamó su atención. Entre los viandantes reparó en uno que se movía de forma familiar. En cualquier otra circunstancia hubiera podido pasar desapercibido, pero él le prestó atención. A pesar de la afluencia de público, aquellos andares le eran conocidos y al momento Heny lo examinó sin perder detalle. Se trataba de uno de aquellos malolientes beduinos, ladrones de la peor especie, con los que se las había visto en no pocas ocasiones, que caminaba calle abajo con aire ausente. Esto último despertó su interés, puesto que las gentes del desierto rara vez tienen la mirada perdida.
Cuando pasó junto a él, el
medjay
se fijó en su incipiente barba, y en el porte del individuo. Si aquel tipo era un beduino, él podía ser vidente de Atón, y sin perder un momento Heny salió de su escondite para observarle mejor. Fue entonces cuando la luz de la mañana incidió en su espalda y perfiló la silueta del extraño; sus orejas se mostraron en toda su magnitud, y Heny notó que su pulso se aceleraba.
En ese instante, con astucia, el
medjay
pronunció su nombre, y acto seguido Neferhor se volvió para mirarle.
En apenas unos segundos la calle del mercado se convirtió en una confusión difícil de imaginar. Justo cuando Neferhor volvió la cabeza, este ya se había arrepentido de hacerlo, pero era tarde. Su mirada se encontró con la de Heny, que sonreía complacido, y durante unos momentos ambos se transmitieron cuanto sentían. Luego, como impulsado por un resorte, Neferhor se abrió paso a empellones y comenzó su huida tan rápido como se lo permitía la concurrencia.
Entonces se originó una persecución imposible. Los empujones, codazos, patadas y atropellos se adueñaron de la vía hasta originar una gran confusión.
—¡Date preso en nombre del dios! ¡Detenedle, en nombre del faraón! —gritaba Heny en tanto golpeaba a cuantos le cortaban el paso.
Pero semejantes exclamaciones se confundían con el vocerío de la calle. Los gritos de los comerciantes se mezclaban con los juramentos de los atropellados, y al poco el alboroto se transformó en escándalo, y una gran algarabía. A los lamentos de los caídos se unió la protesta y la desaprobación, que acabó por convertirse en clamor. Los policías no solían contar con las simpatías de los mercaderes, pues aquellos acostumbraban a mostrarse muy puntillosos en su trato con estos, y en ocasiones se producían no pocos abusos. Los
medjays
eran temidos y también odiados entre los hombres del desierto, y al ver cómo aquel beduino corría perseguido por uno de los agentes, la muchedumbre prorrumpió en abucheos, al tiempo que se interponía en el camino de Heny.
Pero el policía solo escuchaba las palabras de su corazón. En su interior este bramaba, y su sangre galopaba furiosa por sus
metu
, imposible de contener. Estaba tan cerca del felón, que casi podía alcanzarlo con las manos. Mas toda aquella turba se lo impedía como si se tratara de un enorme barrizal que evitaba a sus뀀 piernas avanzar con rapidez, y Heny lanzaba golpes a diestro y siniestro mientras llamaba a sus hombres entre blasfemias e improperios.
Neferhor apenas se atrevía a volver su cabeza para mirarle. Sentía su presencia tan cerca que creía notar el aliento de la muerte en su nuca con cada juramento que profería el
medjay.
Si lo atrapaba sus días estarían cumplidos, y su existencia, aunque azarosa, no habría significado nada. Todo resultaba un sinsentido, una grotesca representación en la que había participado sin conocer cuál debía ser su verdadero papel. «Dioses primigenios —se decía—, dadme fuerzas en esta hora.»
Entonces el escriba vio un pequeño hueco a su derecha, en el que parecía haber menos gente, y se abrió paso hasta él como pudo. Heny observó la maniobra. Si Neferhor lograba distanciarse, le perdería, por lo que, tomando impulso, se lanzó hacia él con las manos extendidas para aferrarlo. El escriba escuchó un aullido, y algo se estrelló contra su espalda para derribarlo, en medio de una gran confusión. En su salto Heny se había llevado por delante a cuantos encontrara a su paso, y por la calle rodaron perseguidor y perseguido, y también un buen número de paisanos que se encontraban en medio. El tumulto que se originó fue de consideración, ya que los viandantes respondieron airados con golpes e insultos de toda clase. Neferhor aprovechó la ocasión para salir huyendo con el susto en el cuerpo y el ánimo maltrecho, y tan rápido como se lo permitieron las circunstancias.
Para cuando Heny pudo reaccionar, el escriba ya había desaparecido, y todo cuanto pudo hacer fue volver a blasfemar a voces en tanto observaba entre sus manos el fajín que Neferhor había perdido en la refriega.
Cuando Neferhor llegó al malecón, sus pulmones parecían a punto de estallar. Su respiración era tan acelerada que el aire apenas se mantenía en su interior durante unos segundos. Sin poder evitarlo se inclinó unos instantes para buscar oxígeno en alguna parte, a la vez que miraba de soslayo hacia atrás. Sus piernas casi no le obedecían después del gran esfuerzo que había realizado; demasiado para un hombre de su edad.
Pensó que estaba listo, pero aun así trató de buscar una solución que le sacara de la comprometida situación en la que se hallaba. En el pequeño muelle varios estibadores lo observaban con curiosidad mientras descargaban una gabarra, y un poco más allá unos pescadores amarraban su frágil barca de papiro en tanto mostraban orgullosos la buena pesca que habían obtenido.
—Mújoles, carpas y tencas —gritaban complacidos—. Hoy nos ha sonreído la fortuna.
Neferhor los estudió con atención y se les acercó con la respiración aún entrecortada.
—Os compro la barca —les dijo por todo saludo.
Los pescadores se miraron sorprendidos y luego repararon en los ropajes que llevaba su paisano, pues este de beduino tenía poco.
—No podemos. Es nuestro medio de vida, hermano —le respondieron.
—Poned un precio y llegaremos a un acuerdo.
Uno de los pescadores observó con más atención al extraño. Saltaba a la vista que aquel tipo estaba en apuros y, por lo que parecía, su pequeña embarcación podía solucionarle el problema.
—No hay precio que valga, hermano. No estamos interesados en venderla.
Neferhor miró hacia atrás con nerviosismo, y en la distancia le pareció ver un pequeño grupo que se dirigía hacia allí.
—Os pagaré bien —se apresuró a decirles el escriba.
Los pescadores se miraron, ladinos, para seguidamente encogerse de hombros.
—La barca no tiene valor para nosotros. Como te dijimos, representa nuestro medio de vida. Es como el incienso para los sacerdotes. Seguro que entiendes lo que te quiero decir.
—Perfectamente —le respondió Neferhor, que veía cómo los pescadores querían sacar provecho de su aprieto—. Por ese motivo estoy dispuesto a ofreceros más de lo que valdrían cien barcas de este tipo. Incluso podríais comprar una buena embarcación para pescar allí donde la corriente ahora no os lo permite. Soy generoso, pero no dispongo de tiempo para perderme en regateos.
Uno de los pescadores se acarició la barbilla.
—¿Cómo de generoso? —le inquirió.
Neferhor les mostró uno de los anillos que llevaba en el zurrón. Era de oro y lapislázuli. Uno de los regalos que el dios Nebmaatra le diera como reconocimiento por su labor durante el primer
Heb Sed
que celebrara hacía ya diecisiete años. Al verlo, los pescadores abrieron los ojos sin dar crédito a lo que les ofrecían, y uno de ellos se relamió desvergonzadamente. Aquel beduino impenitente se encontraba en un verdadero brete, ya que semejante anillo podía resolverles la vida durante mucho tiempo. Sin embargo, al punto se mostró codicioso, pues si les ofrecía una joya como aquella por su mísera barca de papiro, que apenas valía un
quite
, sin el menor regateo, es que podían sacarle mucho más.
—Hummm… —dijo el pescador, cariacontecido—. No sé… Tu oferta es tentadora, pero has de comprender que esta barca, aunque vieja y modesta, ha formado parte de nuestras vidas. De hecho perteneció a mi padre, que Osiris tenga justificado, y posee un valor sentimental difícil de cuantificar. Con ella nos alimentaron nuestros mayores en la niñez, y gracias a su buena construcción hoy podemos proveer a nuestros hijos. No hay barca que se le pueda comparar en el Nilo. Mira todo lo que hemos pescado hoy gracias a ella.
El escriba hizo un gesto de disgusto, ya que era el momento menos indicado para regateos. Desde el malecón ya podía ver al grupo de
medjays
que se aproximaba entre gritos y elocuentes señales.
—Sí, sí. Ya he oído hablar de vuestra barca. Es famosa 뀀yen todo Kemet. La única capaz de navegar por el Nilo sin miedo a los hipopótamos. Está construida con el mejor papiro de Egipto, que durará eternamente, y además Min, el señor de estos lugares, la santificó durante una de sus festividades cuando vuestro noble padre la llevó ante la presencia de una de las imágenes del dios para consagrarla. Jamás se verá nada similar surcar las aguas del río. Por eso os la quiero comprar, ¿comprendéis? Este anillo que os ofrezco me fue regalado por el faraón en persona. Sería un sacrilegio que no lo aceptarais, pues si tal hicierais vuestra barca nunca volvería a llevaros a los bancos donde se encuentra la buena pesca, y con el primer embate de la corriente, seguramente volcaría, y seríais pasto de los cocodrilos, pues tal es la furia de los dioses de esta tierra cuando alguien desprecia uno de sus objetos más queridos. Nebmaatra, allá dondequiera que se encuentre, se enojará mucho al ver que menospreciáis una joya que él mismo tenía en gran estima. Desde las estrellas circumpolares, donde se encuentra en compañía de los dioses primigenios, se encolerizará, pues creedme que lo conocía bien, y mandará contra vosotros, pescadores codiciosos, toda suerte de desventuras y males sin fin. Pensad que Sekhmet, «la poderosa», se sienta a su derecha, y que su cólera no distingue entre la condición humana. Os hago un gran honor al entregaros este anillo por vuestra miserable barca y, si lo rechazáis, todos los males del Amenti se cernirán sobre vosotros y vuestras familias, hasta el fin de los tiempos. Aquí no hay lugar para la negociación, hermano.