Coptos era la capital del quinto nomo del Alto Egipto, conocido como el de los Dos Halcones, y tan antigua como floreciente. Sin duda su situación estratégica había influido en su prosperidad, ya que desde allí salían las rutas que llevaban hasta el mar Rojo y a las minas del desierto oriental. La ciudad era lugar de encuentro para las caravanas que comerciaban con Oriente. Estas llegaban cargadas de preciosas telas, pieles, vino, aceite, especias, incienso, cobre o el magnífico lapislázuli, y regresaban con todo lo bueno que el valle del Nilo podía proporcionarles, como el grano, el apreciado lino, el marfil o el deseado oro de los dioses.
A nadie extrañaba que la ciudad hubiera sido consagrada a Min, su dios local, pues este encarnaba la fertilidad por excelencia, y la protección para los viajeros que se aventuraban por los caminos del desierto del este, del que también era dios.
Los
sementiu
—los mineros— y los soldados que los escoltaban cuando se dirigían a las minas y canteras lo invocaban cuando se extraviaban, y los mercaderes que se encaminaban a través del Wadi Hammamat hasta la costa del mar Rojo elevaban sus preces en su nombre para que los librara de los ataques de los bandidos. Hasta las pistas que conducían hacia la remota «Tierra del Dios», más conocida como país del Punt, estaban consagradas al gran Min, y su habitual representación con el falo erecto personificaba su fuerza regeneradora. Era el señor de la vegetación, y en su honor se celebraban multitud de fiestas durante el año aunque la más famosa de todas fuera la Fiesta de la Escalera, que tenía lugar en el mes de
pashons
, primero de la estación de
Shemu
, la cosecha. En esta fiesta participaba la realeza, y el faraón junto con su reina cortaban las primeras espigas con una hoz de cobre taraceada con oro para que el resto de la recolección fuera abundante. Esta ofrenda era llevada en solemne procesión, a la que también asistían los más altos dignatarios entre cánticos y alabanzas.
En realidad poco quedaba de aquellas festividades que antaño fueran tan apreciadas por el pueblo. Akhenatón había decidido cercenar todo vínculo con las divinidades tradicionales, y ya no había más dios que el Atón. Este encarnaba la vida misma y, por ende, cualquier brote que creciera en los campos era gracias a él. Las conmemoraciones o fiestas agrarias ya no eran necesarias, y mucho menos la participación de la Casa Real en ellas. Esta decisión se había hecho extensiva al resto del país, por lo que sus habitantes se quedaban sin poder disfrutar de las múltiples ceހ?remonias celebradas durante el año en honor de los antiguos dioses.
No obstante, Coptos no había perdido ni un ápice del bullicio que le caracterizara. Era una ciudad en la que se daban cita gentes de la más diversa condición y procedencia. Su permanente contacto con Oriente le daba un aire distinto al de otras ciudades, pues no en vano era una puerta abierta al comercio y las culturas llegadas de lejanos lugares. Sus orfebres tenían una bien merecida fama, adquirida durante siglos, y su mercado era un espectacular crisol en el que se fundían comerciantes de toda índole para sacar provecho de sus transacciones. En cierta forma la capital había sobrevivido al caos económico en el que se encontraba el país gracias al comercio. El negocio era el negocio, y en el corazón de los mercaderes este se encontraba por encima de los dioses. Sin lugar a dudas, el mercado se había resentido por la política del faraón. El grano egipcio, tan apreciado en todo el mundo, escaseaba debido al abandono de muchas de las tierras de labor, así como el lino, pero las caravanas continuaban llegando con sus productos dispuestas a hacer buenos tratos.
El olor de las bestias de carga se confundía con el sudor de los beduinos, el polvo que producían las caravanas y los cientos de esencias procedentes de los perfumes y puestos de especias que abarrotaban el zoco. Era una confusión difícil de explicar que, no obstante, daba vida a aquella ciudad transformada en un gran comercio. Muchos obtenían beneficios para todo un año, y los había que esperaban enriquecerse si la mercancía lograba llegar a su destino, lo cual, en no pocas ocasiones, representaba toda una aventura. Pero a la postre, los
deben
corrían por Coptos de una forma u otra y ello era el mejor reclamo para una ciudad que aún mantenía su pulso en el lejano sur.
Alrededor de todo aquel emporio comercial se levantaba un entramado que aglomeraba los más diversos oficios, que sacaban provecho de las oportunidades que les proporcionaba la capital. Allí había sitio para todos, incluidos los ladrones y las rameras, que también hacían su agosto, pues había pocas urbes que pudieran presumir de contar con mayor número de casas de la cerveza.
Así era Coptos, y de repente Neferhor se vio atrapado por un ambiente que le subyugó por completo. Al momento le recordó los tiempos de su niñez, en los que acudía al mercado en compañía de su hermana para hacer cambalaches. A él siempre le habían gustado, y enseguida formó parte de aquella multitud que se amontonaba alrededor de los puestos entre acémilas y gritos desaforados. «¡Lino de Mi-Wer! ¡Malaquita del Sinaí! ¡Telas de Biblos! ¡Gallinas de Retenu!…» Allí se vendía de todo, y el escriba pensó que era un buen lugar para la gente emprendedora.
—Ahora comprendes cuanto te dije, ¿verdad? —señaló Shuty, gozoso al ver tanta actividad—. Creo que sacaré un buen precio por los sistros.
Neferhor lo entendía perfectamente, y envuelto por el polvo producido por el ir y venir del gentío asistió a regateos magistrales, ingeniosos engaños y tratos inauditos. En la calle no había más ley que la de la astucia y la buena vista, y los que a ello se dedicaban se tenían por verdaderos conocedores del alma humana. Leían las miradas como los sacerdotes
web
los viejos papiros, y eso era cuanto necesitaban saber.
El escriba nunca olvidaría la sensación que le produjo aquel zoco, al tiempo que renegaba del efecto nefasto que las ideas del dios habían traído sobre Kemet. La Tierra Negra era como un moribundo que poco a poco se quedaba sin aire. La luz que alumbraba su grandeza durante milenios se hacía más mortecina, y amenazaba con apagarse para sumir en el caos a su pueblo, como en la remota antigüedad.
Sin embargo, igual que ocurriera entonces, de la nada se alzaría de nuevo la colina primordial, para ser fuente del renacimiento de las Dos Tierras, y todo volvería al justo equilibrio dictado por los dioses. Viendo el bullicio que le rodeaba, el escriba se convenció de que eso ocurriría, pues las leyes de Akhenatón iban contra el espíritu de sus súbditos. La luz siempre se abría camino, y pensó que su lugar debía estar junto a aquellos que deseaban que Egipto volviera a ser la tierra de los mil dioses, pues él entendía por qué debía ser así.
Neferhor sonrió para sí, puesto que al fin tenía claro lo que debía hacer.
Heny recorría las calles de Coptos como un chacal hambriento en busca de carroña. Su humor era mucho peor que de costumbre, pues se había visto incapaz de convencer al jefe de la policía local acerca de la importancia de su misión.
—Necesito todos los hombres de que dispongas —le había dicho Heny con mirada de pocos amigos.
Su colega hizo un gesto burlón que exasperó al
medjay
sobremanera.
—Andamos un poco cortos de personal, dados los tiempos que corren —le contestó el policía—. En fin, qué te voy a contar.
—La misión que me trae a Coptos es de la máxima trascendencia —bramó Heny—. Exijo que me proporciones ayuda.
Su interlocutor le miró perplejo.
—¿Exigir? Me temo que tú no estés en disposición de exigir aquí nada. ¿Tienes idea de quién soy?
—Seguramente un burócrata dispuesto a enredar, como de costumbre. Pero te advierto que es el muy noble Mahu quien me ha enviado hasta aquí.
—Me exiges, me adviertes. Te hallas un poco alejado de Akhetatón para usar tales términos, ¿no crees? ¿Sabes cuántos criminales recorren las calles de Coptos a diario? No puedo prescindir de ningún
medjay
en este momento.
Heny lanzó un juramento.
—Si no me ayudas regresaré a Akhetatón, y te prometo que volveré a verte muy pronto con una orden de destierro firmada por el mismísimo dios. ¿Has comprendido, compañero?
Sin embargo, este apenas se alteró.
—Hummm… Quizá pueda proporcionarte un par de hombres, tres a lo sumo. ¿Respondería eso a tus propósitos?
—Necesito que tus
medjays
vigilen las rutas de entrada y salida de la ciudad. ¿Crees que algo semejante puede hacerse con tres hombres? —rugió Heny.
—Siento no poder dedicarte más tiempo. Estoy seguro de que el nomarca te escuchará con mayor atención. Él tiene potestad para ordenar lo que me pides. Te recomiendo que vayas a verle. —Heny lanzó otra de sus habituales blasfemias—. Lo malo es que no se encuentra ahora en la ciudad. Ha salido para Gesa, una población que, como sabrás, se halla próxima. Si le pides audiencia seguro que te recibirá encantado.
—Está bien —le amenazó Heny, colérico, antes de marcharse—. Si te obstinas en proteger a un señalado acólito de Amón deberás atenerte a las consecuencias.
Su colega hizo un ademán con el que daba a entender que se hacía cargo de la exasperación de su visitante, y al final le proporcionó el par de hombres que le había ofrecido y un papión para que les acompañara.
Para Heny aquella era una postura inaceptable, y se prometió que tomaría medidas contra aquel petimetre en cuanto regresara al Horizonte de Atón. Kemet se hallaba repleto de seguidores de la antigua fe, muchos enmascarados todavía dentro de la administración, y, llegado el momento, se encargaría de ellos. Toda la Tierra Negra recordaría su nombre, Hebyu, como el azote de los paganos.
Al comprobar el gentío que llenaba la capital Heny se irritó aún más. Allí sería difícil dar con su antiguo amigo, pero no obstante ordenó vigilar los accesos a la ciudad y detener a cualquier egipcio que viajara en alguna de las caravanas. Él, por su parte, iba y venía de acá para allá escrutando cada rostro, junto a Rai y el mono que les habían proporcionado. Rai era un verdadero
medjay
, un hombre del desierto capaz de marchar en las condiciones más extremas durante días, acostumbrado a la compañía de los papiones. Estos eran unos animales peligrosos, poseedores de una fuerza formidable que, no obstante, Rai sabía manejar con habilidad. Aquel era un buen ejemplar, y el
medjay
lo llevaba sujeto con una cadena, como era costumbre.
Heny decidió que ambos controlaran las dos principales arterias de la ciudad con la mayor discreción posible, apostados en una de las esquinas. Heny intuía que su presa estaba muy cerca, y se encomendó a Set para encontrarla. Solo el señor del caos podría comprender sus propósitos.
—No hay mayor satisfacción para un
shuty
que cerrar un buen trato —se ufanó el viejo tratante, en tanto se detenían a descansar.
Neferhor se recostó contra la pared del establo en el que habían encontrado acomodo.
—Las telas son magníficas, y el aceite haría las delicias de cualquier embalsamador que se preciara. Te felicito, Shuty, pues has conseguido lo que querías.
—¡Aceite de cedro del Líbano! —exclamó el tratante, sin ocultar su entusiasmo—. El más preciado líquido que cupiera imaginar. ¡Mira todas la s ánforas que he comprado! Selladas como corresponde; contienen oro líquido. Mañana lo celebraremos como corresponde.
El escriba asintió con una sonrisa.
—Podíamos haber dormido en un lugar mejor —dijo Shuty, como disculpándose—, pero este sitio es seguro, y así no nos separaremos del asno. ¿Sabes? —continuó después de una pequeña pausa—, estoy convencido de que los dioses te pusieron en mi camino para procurarme suerte. El negocio ha superado mis expectativas, qué más puedo decir.
—Son tus buenas artes las que lo han logrado. He de reconocer que me tenía por un virtuoso del cálculo hasta que te conocí.
El tratante hizo un gesto de complacencia.
—Gracias, gracias. En Coptos están las mejores casas de la cerveza del Alto Egipto, te lo digo yo, y debemos honrar a Bes como corresponde por su protección. Es lo correcto, ¿no crees?
Neferhor le miró fijamente.
—Ha llegado el momento de separarnos, noble Shuty. Mañana he de seguir mi camino.
—Pero la caravana que va a Babilonia no saldrá hasta dentro de unos días. Ese es el lugar al que debes dirigirte. Se trata de un gran reino que sabrá apreciar tus cualidades. Además, hablas su lengua.
—No cogeré ninguna caravana.
—¿Que no cogerás…?
—No. Siento esta tierra muy dentro de mí. Cada olor, cada paisaje, cada sabor, corre por mis
metu
de una forma como nunca pude imaginar. Lejos de Egipto no sería nada. Daría razón a los que me persiguen, a todos cuanto me han acosado hasta conducirme a esta situación, a quienes me han utilizado. Lo quiera o no, formo parte de la historia de Kemet, pues a mi manera he colaborado a que todo se precipitara, aunque yo no lo supiese. —Shuty lo miró sin ocultar su decepción—. A menudo me he quejado del destino, es cierto, pero siempre me mantuve a la espera de lo que este quisiera ofrecerme; toda mi vida. Ahora ha llegado el momento de que tome mi propia decisión, la que me dicta el corazón.
Shuty asintió comprensivo.
—Perderé el mejor compañero de viaje que pudiese desear —se lamentó.
—Nuestro encuentro ha sido favorecido por los dioses, estoy convencido, y tu sabiduría me ha resultado tan reveladora como los antiguos textos sagrados a los que soy tan aficionado. Aunque no lo creas, arrojaste luz en mi corazón.
Al tratante se le humedecieron los ojos.
—Juntos podríamos haber hecho buenos negocios, noble Iki.
—Ahora puedes continuar hasta Khenu, y sentarte a ver cómo Ra-Atum se encamina hacia el Mundo Inferior desde tu c ~asa. Has hecho buenos negocios, pero no te olvides de comprar grano, como te recomendé.
Shuty lo escrutó con la mirada.
—¿Cómo puedes saber eso?
El escriba le sonrió.
—Confía en mí. Hapy, el señor de las aguas, no será generoso con nosotros. La próxima cosecha traerá hambruna.
El tratante sintió un escalofrío, pues las palabras de su amigo llegaban a su corazón como verdades absolutas. El misterio que rodeaba a aquel hombre le sobrecogía, pues no acertaba a ver de dónde procedía.
—¿Volveremos a vernos? —quiso saber Shuty, emocionado.