Su vida había cambiado un mal día por motivos que no había sido capaz de comprender, y que habían acabado por arrojarle a aquel Inframundo por el que transitaba como un ánima en pena ofuscada por el rencor.
Cuando Niut le despojó de cuanto poseía, Heny apenas pudo esbozar una sonrisa estúpida, incrédulo ante la situación que su amada le presentaba. Como si fuera obra del más poderoso
heka
, todo a su alrededor se desmoronó igual que si se tratara de un sueño. Aquel día Heny despertó a una realidad bien distinta, en la que jamás hubiera sospechado que pudiera vivir. La mujer que amaba desde la niñez se desvanecía como un suspiro para llevarse con ella su mundo; todo lo que había construido con sus manos dejaba de pertenecerle, y hasta su hijo dejó de formar parte de él. Nunca se había visto nada igual en el nomo de Min, y cuando los detalles maledicentes empezaron a circular entre sus paisanos, Heny se sintió pisoteado. Todo, incluido el pequeño Neferhor, había sido una farsa, y en poco tiempo el joven comerciante de vinos creyó ver en cada mirada o palabra que le dirigían un atisbo de burla, pues que él supiese ningún hombre en Egipto se había visto despojado de cuanto poseía por su esposa.
Su propia familia le repudió sin contemplaciones, pues ¿qué tipo de hombre podía permitir que su mujer le denigrara de tal forma en público? Sin duda alguien semejante no tenía derecho a permanecer dentro de su ámbito, por lo que Heny se encontró apartado del negocio familiar en cuyo seno temían, por otra parte, que semejante víbora pudiera llegar a causarles algún problema irreparable, visto lo que Heny estaba dispuesto a firmar.
—La entrepierna de esa hechicera te ha convertido en un mequetrefe. Debes marcharte antes de que tu estupidez nos lleve a la ruina —le había dicho su padre, avergonzado.
Durante unos días Heny deambuló por los alrededores de su casa sin saber bien qué senda tomar, hasta que se hizo cargo de la realidad de su situación. Al parecer, Niut llevaba tramando aquel plan desde hacía tiempo, aunque nunca hubiera podido imaginar que su mejor amigo se hubiese prestado a participar en ello. Neferhor resultaba ser el padre del que, hasta hacía poco tiempo, consideraba su legítimo hijo, y el hombre al que en realidad amaba su esposa. Había sido engañado y vilipendiado sin compasión alguna por aquellos a los que había querido desde la infancia. Sus viejos amigos lo arrojaban a los chacales mientras todos se burlaban de él y hacían chanzas de su nombre. Fue entonces cuando los maldijo por primera vez al tiempo que juraba vengarse algún día por lo que consideraba el más vil de los atropellos.
Con el corazón carcomido por el odio, Heny abandonó un día el nomo, dejado a la suerte de lo que dictaminaran los dioses de los que abominaba. Estos le demostraron su desdén bien pronto, al empujarle hacia los más infames caminos que discurrían por Kemet. En ellos desarrolló lo peor de sí mismo hasta convertirse en un tipo peligroso al que a menudo se veía deambular por los lugares de más ínfima condición. Heny descubrió que su ira causaba temor, y durante años se dedicó a asaltar a los caminantes y a vender su brazo al mejor postor. Acompañó a las caravanas hasta los límites del imperio y se mostró proclive al juego y la pendencia a la menor oportunidad. No había casa de la cerveza en la que no lo conocieran, ni meretriz que no le rehuyera, pues odiaba a las mujeres de tal modo que gozaba al infligirles dolor.
Andando el tiempo Heny se labró una bien ganada reputación, y muchos de los que convivían en su sórdido mundo procuraban no cruzarse en su camino. Para entonces su nombre había pasado a formar parte de una vida que ya no le correspondía. Ahora se hacía llamar Hebyu, y por ese nombre le conocían todos.
Pero todas las noches, antes de cerrar los ojos, Heny tenía un último pensamiento para aquellos que le habían traicionado. Daba igual que el
shedeh
nublara su entendimiento, pues las imágenes siempre se le presentaban con nitidez. Niut y Neferhor le observaban divertidos mientras se amaban sin que él pudiera hacer nada por impedirlo. Eran como genios de los que le resultaba imposible librarse, capaces de fornicar ante su atónita mirada y, en su desesperación, Heny trataba de acuchillarlos, enajenado por la ira, pero su brazo nunca los alcanzaba pues se desvanecían entre estruendosas carcajadas. Esto le ayudaba a sobrellevar su miseria, convencido de que, algún día, aquellos fantasmas se harían corpóreos y él podría satisfacer sus propósitos.
Así fue como deambuló de acá para allá durante muchos años, hasta que un día decidió salir en busca de aquellas imágenes que le torturaban inmisericordes.
Primero se dirigió hacia Ipu, su tierra natal, donde tuvo buen cuidado de evitar que le reconociesen. Allí se enteró de que hacía mucho tiempo que Niut ya no se encontraba allí. Al parecer vivía en Menfis, junto a su marido Neferhor, pues no había vuelto a saberse de ella.
Heny tuvo que hacer ímprobos esfuerzos para sobreponerse a la impresión que le causaron aquellos comentarios, mas esa misma tarde fue hasta la villa en la que un día viviera junto a su esposa y la incendió. La quemó hasta reducirla a cenizas, y mientras contemplaba impertérrito cómo la casa se desmoronaba hasta sus cimientos, Heny se abstrajo entre el crepitar de las llamas, ensimismado en sus peores pensamientos. El último vínculo que le unía a la mujer que siempre había amado se había reducido a cenizas, y eso le satisfizo.
Luego viajó a Menfis, donde se enteró del divorcio de Niut. Al parecer la muy pécora había abandonado a Neferhor para casarse con un príncipe, algo que a Heny no le extrañó en absoluto; incluso decidió celebrarlo como correspondía en una de las más reputadas casas de la cerveza de la ciudad. Él no podía olvidar los sueños que desde pequeña había albergado su antigua mujer, y rio con ganas al saber que, a la postre, los había hecho realidad. En el fondo todos habían logrado colmar sus ambicÀiones. Todos menos él, claro está. El hecho de que Neferhor hubiese alcanzado un puesto preponderante en la administración le exasperaba de manera especial, pues aún lo recordaba vestido míseramente como correspondía al hijo de un humilde
meret
, en tanto hablaba de sus ilusiones junto al río.
Nada menos que el príncipe Kaleb había desposado a la hermosa Niut, y Heny imaginó el sufrimiento que debió de experimentar Neferhor al ser repudiado por su esposa. Resultaba sencillo figurárselo. Aquella mujer era poseedora de un veneno para el que no existía ningún antídoto, y el hecho de que quien un día fuera su amigo pasara por su mismo trance le hizo regodearse de manera singular ya que, de alguna forma, el destino le pagaba de la misma forma. Estaba convencido de que el corazón del infame escriba había sido hecho añicos por la capacidad destructora de la bella Niut, y al saber algunos de los detalles que tuvieron lugar durante la causa de aquel divorcio, Heny los celebró con grandes carcajadas y desmedida euforia, mientras bebía sin tino.
—¡Brindemos por el Najawy! —gritaba una y otra vez en los burdeles—. El canalla a quien el dios confió su amistad.
Fue precisamente en una de aquellas casas de la cerveza donde Shai volvió a recordarle que su camino nunca le llevaría al paraíso. De resultas de una de sus habituales pendencias Heny mató a uno de los parroquianos, y se vio obligado a huir de la ciudad en tanto la policía ponía precio a su cabeza. Otra vez las desoladas pistas del desierto volvieron a darle la bienvenida como si se tratara de un hijo pródigo. Aquel era el lugar que le correspondía; el verdadero hogar para cualquier paria que se preciara.
La más absoluta de las tinieblas le alumbró de nuevo, pero entonces ocurrió lo inesperado, algo inaudito que nunca antes había tenido lugar en la Tierra Negra. Un nuevo faraón se alzó en Kemet con la fuerza desatada del dios del caos. Alguien que no ocultaba su desarraigo hacia las tradiciones, y que parecía dispuesto a reducir a cenizas las viejas instituciones y sus privilegios. Un gran señor capaz de condenar en público a los dioses, tal y como él mismo hacía; un rey dispuesto a construir un nuevo Egipto en el que Heny podía tener cabida.
Al enterarse del indulto promulgado por su majestad, Heny corrió a alistarse a su lado. Era el momento para los «hombres nuevos», los que estaban dispuestos a unirse al soberano para forjar un Egipto libre de las alimañas que habían estado medrando en él durante milenios. La hora de la revolución había llegado, y desde Akhetatón el faraón extendería un orden nuevo en el que los parias ocuparían un lugar digno y se resarcirían de todos los atropellos que habían soportado.
Así fue como Heny ingresó en los
medjays
, para pasar de perseguido a perseguidor, y labrarse una reputación que a todos llenaría de temor. Hebyu, su nuevo nombre, infundía terror allí donde se escuchaba, pues él era implacable en la persecución de todos aquellos que se oponían al nuevo orden.
Akhenatón celebró el entusiasmo de los hombres que, como Heny, estaban dispuestos a extender su revolución religiosa por toda la Tierra Negra. Los mejores hijos de Egipto regresaban del exilio al que las viejas leyes les habían condenado, y ello era motivo de gran satisfacción para el monarca, puÀes este sabía que podía contar con su lealtad, sobre la que, por otra parte, se cimentaban sus esperanzas. El destino de su nueva guardia iba unido, indefectiblemente, al del rey, y a él se aferrarían.
De esta forma Heny pudo distinguirse ante sus superiores. Su celo no pasó desapercibido y el mismísimo Mahu, jefe de la policía de Akhetatón, lo recompensó con su confianza. Eran tantas las cuentas que aquel hombre tenía pendientes con la vida, que su impiedad y mal trato pronto se hicieron célebres; Hebyu jamás tendría amigos.
La mañana que escuchó de nuevo su nombre, Heny creyó que la suerte volvía a sonreírle como ocurriera antaño. Al principio se resistió a dar crédito a lo que oía, mas enseguida las voces resonaron tan rotundas que no daban lugar a equívocos. El canalla causante de la mayor parte de sus males se hallaba en Akhetatón, y al observarle abrirse paso por entre el gentío que abarrotaba la plaza aquella mañana, Heny sintió el impulso de llegarse hasta él y cortarle el cuello allí mismo. Pero su procelosa andadura le ayudó a refrenarse. Ahora disponía de medios para llevar a cabo su venganza de forma apropiada, y a ello se aplicó.
La ciudad era un hervidero de intrigas y confidentes. Las denuncias proliferaban de tal forma que nadie podía sentirse a salvo del todo. Las envidias y cuentas pendientes encontraban su oportunidad, y a Heny no le resultó difícil interponer una acusación contra el escriba. Neferhor estaba condenado y el
medjay
obró con cautela para no despertar sospechas. Pronto cobraría su pieza, y aquel pensamiento le produjo un estado de ansiedad que le persiguió durante los siguientes días. Sin embargo algo truncó sus planes de manera inesperada, como a veces ocurre cuando el enemigo es poderoso.
Otra vez Neferhor se burlaba de él; alguien le había puesto sobre aviso, y fue tal la cólera que sintió Heny, que las venas que cubrían sus sienes se inflamaron hasta parecer a punto de estallar. No hubo objeto que encontrara a su paso que no pateara, en tanto sus hombres se mantenían a una prudente distancia. Entonces se juró que encontraría a aquel infame, costara lo que costase, aunque para ello tuviera que recorrer todos los caminos de Kemet durante el resto de sus días.
En realidad, seguir a Neferhor resultó un juego de niños. El que un día fuera su amigo había nacido para escriba, pues como fugitivo era toda una calamidad. Los rastros aparecían tan claros que sus hombres hacían chistes al respecto, y no paraban de mofarse ante tanta torpeza. Pero Heny tenía planes al respecto, y decidió jugar con su trofeo hasta cobrarlo en el lugar adecuado, el sitio al que sabía que se dirigía, y que ambos tan bien conocían.
Cuando sintió, al fin, su presencia en la casa, toda una plétora de emociones se desató en su interior. La hora de ajustar cuentas había llegado.
Neferhor se resistió a creer lo que veía. Durante un tiempo trató de comprender qué suerte de hechizo obraba en aquella hora. Era lo que tenía lo inesperado y, sin lugar a dudas, el escriba jamás hubiera imaginado encontrarse con semejante sorpresa. Pero no había duda. Frente a él, Heny lo observaba como suelen hacerlo aquellos que convƀ1iven con el odio.
—Tú —balbuceó el escriba con incredulidad—. Pero… no es posible.
Heny rio con suavidad.
—Los dioses que un día me abandonaron son los mismos que hoy te desatienden. Son un hatajo de ingratos egoístas.
Neferhor tragó saliva con dificultad en tanto trataba de comprender. Hacía muchos años que no había vuelto a saber de su viejo amigo, al que todos habían terminado por dar por muerto, y justo cuando el mundo que amaba se desmoronaba bajo sus pies, Heny reaparecía en su vida como salido de un oscuro conjuro; un fantasma del pasado con el que ya nadie contaba.
—¿Mi presencia te asombra o te atemoriza?
El escriba lo miró como embobado. Poco quedaba de Heny en aquella especie de espectro; si acaso su voz, y el sempiterno aire de seguridad que siempre había transmitido su amigo. Sin embargo era él; un nuevo Heny surgido desde las tinieblas del tiempo como parte de la pesadilla que Egipto entero parecía vivir.
Al reparar con más atención en él, Neferhor pudo fijarse en su atuendo y también en las insignias que le adornaban. Eran las de un oficial de la policía, y daban a su enjuto cuerpo un aire ciertamente amenazador, de severidad, capaz de infundir temor con facilidad.
Al escriba la piel de su viejo amigo se le antojó acartonada, y cuando examinó su semblante apreció que era la viva expresión del sufrimiento contenido. Ni la sonrisa que tan bien recordaba tenía sitio en aquel rostro. Ahora este esbozaba una mueca sardónica que le daba un aire espeluznante; y luego estaba su mirada, feroz y al mismo tiempo implacable, en la que se traslucía todo el odio que albergaba en su corazón. La vida lo había tratado mal, y Heny no se molestaba en disimularlo.
Sin poder evitarlo, Neferhor se sintió invadido por un sentimiento de culpabilidad que le atenazó por completo.
—Nunca imaginé que podría encontrarte aquí —se atrevió a decir, por fin, el escriba.
—¿Quieres decir en casa de tus padres? Bueno, la mía me fue arrebatada hace mucho, como tantas otras cosas, como tú bien sabes —se apresuró a contestar Heny.
Neferhor guardó silencio y al punto adoptó su habitual máscara impenetrable, al tiempo que se reponía de la primera impresión.