El paso lento pero decidido del faraón niño hacia la ortodoxia llevaba a concebir las mayores esperanzas. El país de Kemet se esforzaba en recuperar su pulso normal, y Tutankhamón expresó su deseo de viajar a Tebas para presentarse a su padre Amón, ante el que quería orar.
Aquella noticia recorrió Egipto como si fuera brisa perfumada por la magia de Isis. Los corazones se regocijaron, y el júbilo invadió el país al ver que aquel faraón estaba dispuesto a cumplir sus deseos. Todos los santuarios, desde el Delta hasta Asuán, proclamaron sus alabanzas, y Karnak se dispuso a recibir al señor de las Dos Tierras como si en verdad se tratase de su libertador.
Tebas se engalanó para la ocasión, y la euforia recorrió los campos que se llenaron de
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ansiosos de demostrar su alegría. Las orillas del Nilo se encontraban abarrotadas de gente que quería postrarse ante el dios que navegaba, río arriba, empujado suavemente por el aliento de Amón.
Resultaba un espectáculo único, como no se recordaba desde hacía más de cien años, cuando Amenhotep II llegó victorioso cargado de riquezas desde el lejano Retenu. Al paso de la falúa real, los campesinos se tumbaban para mostrar sus sudorosas espaldas al faraón que, orgulloso, asistía a un espectáculo digno de los grandes reyes que habían gobernado Kemet. Su pueblo lo amaba, y el joven Tutankhamón se mostraba entusiasmado ante lo que veía. «En verdad que soy un gran faraón —se decía, ufano—. Ahora sé que me convertiré en el salvador de la Tierra Negra.»
Cuando la embarcación del soberano atracó en el pequeño puerto del templo, el clero de Amón se precipitó a recibirlo como si se tratara de un héroe inmortal. Los sacerdotes y trabajadores que atestaban el recinto aclamaron al rey que, en aquella hora, acudía a Ipet Sut a encontrarse de nuevo con su padre, después de tanto tiempo. Tutankhamón abría oficialmente el templo, y se aprestaba a encomendarse al Oculto, sin cuya bendición ningún hombre podría acometer con bien empresa alguna.
El faraón fue conducido hasta el lugar más sagrado de Karnak, donde moraba Amón en la oscuridad de su capilla, rodeado por el silencio y el misterio que emanaba del santuario. Allí permaneció Tutankhamón durante un tiempo, a solas con el Oculto, para impregnarse de su esencia divina y ser reconocido como su hijo.
Todos aseguraban que al salir del templo aquel día el faraón brillaba como si poseyera luz propia; una luz como nunca había tenido. No había ninguna duda de que Amón había entrado en él, que su poder cegaría a cuantos se le enfrentaran y que su brazo adquiriría la fuerza que solo les era dada a los dioses. Sus adversarios se doblegarían ante él y se convertiría en el terror de los nueve arcos, los tradicionales enemigos de Egipto.
Ahora que Tutankhamón había alabado a Amón, el país entero se llenaría de buenos auspicios y el padre divino colmaría de abundancia a la Tierra Negra, después de tantas desgracias. El faraón proclamó que levantaría estatuas a los dioses, de un extremo al otro de Kemet, y que cubriría Karnak de imágenes del Oculto para su mayor gloria.
Los sacerdotes se postraron serviles y Nebkheprura ordenó que se moldeara una imagen de Amón del más puro electro.
Luego el faraón se dirigió al Opet del Sur, al templo de Ipet Reshut, Luxor, y al ver la majestuosa columnata que había comenzado a construir su abuelo, Nebmaatra, quedó tan impresionado que el joven ordenó terminarla. No había una noticia mejor que aquella para saber que el Oculto se aprestaba a recuperar su vieja posición preponderante. Por ello sonaron las trompetas y hubo gran alegría entre el pueblo, que pronto volvería a tener trabajo.
Cuando Tutankhamón embarcó de nuevo en su falúa, esta atravesó el Nilo acompañada por cientos de pequeñas embarcaciones, en medio de la música, los cánticos y las alabanzas. El faraón atracó en la orilla occidental, en el embarcadero que Amenhotep III había construido junto al palacio de Malkata. Ese sería su hogar mientras se encontrara en Tebas, y el faraón sonrió satisfecho por la alegría que se despertaba a su paso. Al ver la grandeza de Per Hai, su imaginación voló a los tiempos de su divino abuelo. Él quería ser como Nebmaatra; un gran dios al que recordarían los milenios.
Wennefer apenas podía ocultar su satisfacción. Aunque Karnak llevaba celebrando sus cultos desde hacía años, no había sido sino hasta ese día cuando el faraón lo había abierto de forma oficial, con toda la solemnidad que merecía un acto como aquel. Ipet Sut regresaba a la vida, y pronto volvería a recuperar sus propiedades y también su antiguo poder.
Su clero se encontraba preparado desde hacía tiempo. Habían atravesado un desierto demasiado extenso para la poca agua de que disponían, pero el Oculto había terminado por convertir las arenas en frondosos palmerales para mostrarles el camino de regreso a su morada sagrada. Había sido una prueba titánica en la que Karnak había llegado a perder cuanto poseía, pero su clero saldría reforzado del infortunio, y nunca más volvería a cometer los errores del pasado.
Las jerarquías templarias estaban perfectamente determinadas, desde el último siervo hasta el primer profeta. El Oculto había decidido otorgarle una gran responsabilidad, y Wennefer era ahora el sumo sacerdote del padre Amón. Después de tantos años en la clandestinidad, los servidores de Karnak podían volver a mostrarse sin temor y recobrar el respeto del pueblo, como antaño. Había mucho camino que recorrer aún, pero la semilla de la que brotaría su poder ya estaba sembrada. Solo era necesario cuidarla, y esperar a que el tiempo hiciera todo lo demás.
Las primeras donaciones habían sido recibidas en Karnak con humildaegJd y recogimiento. El templo no deseaba mostrar más que la espiritualidad que embargaba a sus prosélitos, pero aceptó las limosnas pues se encontraba empobrecido. Todos podían ver que no poseían más que su fe y el ánimo de devolver a Ipet Sut el brillo que le correspondía como residencia de Amón.
Tutankhamón se encargó de que recibieran parte del botín que Horemheb había traído de Nubia tras su corta campaña. Hombres, mujeres y niños, junto con buena parte del ganado, pasaron a engrosar la hacienda del Oculto. Por fin Karnak volvía a tener esclavos, y aquel hecho invitó a muchos feligreses a seguir el ejemplo del faraón y donar bienes para ayudar a que Ipet Sut recuperara la influencia que le correspondía. Amón les bendeciría por ello y les recompensaría con creces, pues sus milagros por todos eran conocidos.
Había mucho que hacer, y Wennefer se puso a la tarea. Aquel faraón niño se había mostrado dispuesto a favorecerlos, pero nadie podía garantizar lo que ocurriría en el futuro. Sus consejeros tenían intereses propios, y hasta que el pequeño no se hiciera un hombre Karnak no sabría cuál sería la política que seguiría con respecto al templo. Al primer profeta no se le olvidaba de quién era hijo el faraón, y tampoco dónde había sido educado. Llegaría el día en que Tutankhamón dejaría de ser manejado, y entonces mostraría cuál era su auténtica naturaleza. Pero esta vez Amón no se dejaría embaucar por la perfidia de los hombres.
No obstante, Tutankhamón había dado garantías de que su amistad era verdadera. El faraón estaba decidido a emprender toda una serie de obras que tendrían por objeto la reconstrucción de muchos de los santuarios del país que habían sufrido los efectos devastadores de la política llevada a cabo por su mismo padre, y en particular el complejo de Karnak. La misma estela de la restauración promulgada por el faraón fue colocada junto al tercer pilono, y Tutankhamón ordenó erigir multitud de estatuas en honor de Amón en cuyo rostro se podían ver representadas sus facciones. También encargó la construcción de una avenida de esfinges con cabeza de carnero que unirían Karnak, desde la puerta que daba acceso al décimo pilono, con el templo de la consorte del Oculto, la diosa Mut. Además, Tutankhamón inició las obras para levantar su castillo de Millones de Años, su templo funerario, en la orilla occidental, como habían hecho la mayoría de los reyes de aquella dinastía.
Serían innumerables los proyectos artísticos y arquitectónicos que emprendería el joven rey, cuya actividad llegaría hasta la lejana Nubia.
Wennefer aún recordaba las palabras del faraón: «Entregaré más de lo que se ha hecho con anterioridad»; y también la expresión del chiquillo al pronunciarlas. Sin duda Karnak le había sobrecogido, como no podía ser de otra forma en un niño de apenas trece años, y el primer profeta sabía que aquella impresión quedaría guardada en su corazón para siempre.
Al verlos jugar, Neferhor no pudo evitar un sentimiento de pesadumbre. Su hijo y el faraón corrían por el patio columnado en tanto disparaban sus arcos contra blancos que simulaban leones. Al acertar gritaban entusiasmados, y Tutankhamón juraba que cazaría a todas las fieras que deambulaban por el desierto.
No eran más que chiquillos que se acercaban a la pubertad, y al pensar en ello Neferhor miraba cabizbajo las viejas losas deI| granito para perderse en sus consideraciones. Hacía tiempo que sentía afecto por el joven dios, y su posición se le antojaba lastimosa, digna de compasión.
Que Tutankhamón era un rey títere en manos de sus consejeros era algo que todo el mundo sabía. Pero aquel niño que crecía poco a poco ya demostraba poseer voluntad para acometer las cuestiones por sí mismo. Esto resultaba imposible, sin duda, y el hecho entristecía al escriba a la vez que le invitaba a ver la situación desde otra perspectiva.
Ay y Horemheb gobernaban Egipto al tiempo que aunaban esfuerzos por devolver cuanto antes al país su venturoso pasado. En su intento por restablecer la normalidad en los templos, se instituyeron de nuevo las ofrendas diarias y la provisión de alimentos a estos. Se remozaron un gran número de santuarios, y nuevas estatuas adornaron sus patios. Los costes de toda esta política fueron enormes, y a no mucho tardar las arcas del Estado se quedaron exhaustas de nuevo.
Pero para los consejeros este era el precio que había que pagar por tantos años de abandono, y si querían que los templos volvieran a funcionar como antaño, había que proveerlos de medios.
Al frente de todas aquellas comunidades se acordó que debían estar personas de toda confianza. Para los altos cargos religiosos se escogieron a los hijos de dignatarios cuyos nombres fueran respetados. De este modo se volvía a las antiguas costumbres en las que los vástagos solían suceder a los padres en sus cometidos. Era una buena forma de ganarse a la vieja aristocracia y también de contentar a los antiguos dioses.
El faraón firmaba cada nombramiento entre juego y juego, al tiempo que se le animaba a que continuara con sus prácticas militares, ya que todos aseguraban que sería un gran soldado. En cuanto tenía ocasión, Tutankhamón montaba en su carro y se dirigía al desierto a cazar. Junto con los caballos, la caza era su gran afición, y las gacelas, los avestruces y los leones, a los que perseguía durante horas, constituían sus presas favoritas.
Su pasión por las cacerías le llevó a construir un pabellón en la región de Guiza, cerca de su palacio de Menfis. Allí acudía en su biga para pasar días enteros cazando y perfeccionando su puntería.
Sus preceptores se hacían eco de las gestas cinegéticas del faraón para, a continuación, presentarle los papiros que debía firmar con urgencia. Aquella era la triste realidad que se escondía tras el trono de Horus, y Neferhor se apiadó de aquella alma cándida rodeada de feroces chacales que no dudarían en enviársela a Ammit a la menor oportunidad, si era preciso. ¿Hasta qué punto tenían derecho a utilizar de aquella forma a la reencarnación de Horus? ¿Por qué no albergaban ninguna esperanza en su futuro?
Estas eran algunas de las preguntas que el escriba se formulaba a diario. Él tenía la sensación de que ese futuro apenas contaba para nadie, y que aquellos que aconsejaban al faraón niño no mostraban demasiado interés en prepararle para que un día gobernara. Era como si Tutankhamón se encontrase de paso y su función hubiera sido ya estipulada por el destino. Solo que en aquella ocasión Shai poco tenía que ver.
Ankhesenamón se daba cuenta de ello. Con dieciocho años, la Gra@n Esposa Real era lo suficientemente madura para percatarse de las ambiciones que se movían alrededor de su divino esposo. Su abuelo trataba de convencerla de que todas sus decisiones iban encaminadas a afianzar la figura del faraón dentro del calamitoso estado en el que se hallaba Kemet y que, algún día, cuando el dios llegara a la edad adulta, se lo agradecería. Pero Ankhesenamón dudaba de aquellas palabras. El ascendiente de su abuelo sobre el joven monarca era grande, como también lo era el de Horemheb, que había cogido la medida al muchacho como ningún otro. El general le decía en cada momento justo lo que el chiquillo quería oír, y con gran habilidad le hacía partícipe de sus decisiones como si en verdad se le hubieran ocurrido al niño. Tutankhamón demostraba poseer una fe ciega en aquel hombre, que le prometía llevarle algún día a la guerra al frente de los ejércitos.
—Ahora que Amón guía tu brazo, tus flechas serán certeras cuando se enfrenten al vil asiático —solía decirle el general como en confidencia.
Sin embargo, Ankhesenamón amaba profundamente a su hermanastro, y en su corazón la llama del pensamiento que le inculcaran sus padres seguía luciendo, aunque de forma tenue. Ella había copulado con su padre, el gran Akhenatón, al que había dado una hija, Ankhesenpaatón-Tasherit, que había sido devorada por el mal que asoló la ciudad del Horizonte de Atón. Tutankhamón era el único vestigio de toda una época que ella nunca podría olvidar, y lo amaba como hermana y también como mujer, pues intentaba protegerlo de todos los malos aspectos que le rodeaban. Ahora que estaba próximo a la pubertad, Ankhesenamón estaba decidida a darle hijos cuanto antes, pues representaría la única garantía para el futuro de su linaje.
Tutankhamón ya había pasado la ceremonia del
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, y al haber sido circuncidado se encontraba preparado para compartir su lecho. Ella debía ocuparse del joven de forma apropiada.
Neferhor adivinaba todo cuanto pensaba la Gran Esposa Real, y no podía evitar compadecerse. La pareja real se le antojaba como una suerte de náufragos a la deriva en medio de un mar embravecido del que él también formaba parte.
El escriba no podía engañarse. Él era parte consustancial en aquella situación de la que se sentía instigador, aunque sus motivos no tuvieran nada que ver con el joven Tutankhamón. Como le hubiera ocurrido ya en el pasado, Neferhor se veía partícipe de unos intereses que nunca habían acabado de fraguar en su corazón; quizá porque eran mundanos y se alejaban de sus verdaderas creencias. A sus cuarenta y ocho años el escriba conocía el juego en el que participaba, y a quién servía en realidad. Esto le causaba una íntima desazón, pues deseaba que su devoción por Amón se viese libre de las intrigas humanas. Pero esto resultaba imposible. Sus anhelos poco tenían que ver con la realidad, y él se debía al Oculto bajo cualquier circunstancia. Formaba parte del engranaje del poder terrenal que lo representaba, y sus sentimientos no contaban.