Estas habían sido las palabras de Niut, y Neferhor se vio incapaz de negarle lo que le pedía, aunque sintiera desagrado por marcharse solo a Menfis. Esa sensación de soledad se había acentuado durante los últimos tiempos, sin saber muy bien por qué. La relación con su esposa había terminado por convertirse en una especie de apariencia formal en la que ambos participaban. Sus conversaciones versaban sobre lo cotidiano y apenas tenían interés. Era un hogar en el que imperaba el silencio, roto cada vez que Niut increpaba a la servidumbre. Solo las vocecitas de Tait y el pequeño Neferhor daban vida a aquella necrópolis en la que vivían. Los niños jugaban siempre que la señora se ausentaba, pues a esta no le gustaba que confraternizaran. Sin embargo al escriba le satisfacía verlos reír, y al hacerlo se acordaba de su propia niñez, que se le antojaba como de otra vida. Había tenido una infancia feliz, aun en su miseria, y el humilde chamizo en el que había vivido le traía sentimientos de melancolía.
El escriba tenía la impresión de hallarse en un lugar que no le correspondía. La búsqueda del conocimiento lo había llevado hasta allí, y ahora se sentía atrapado en el interior de un círculo en el que se encontraba perdido. Su esposa era la mayor prueba de ello. En varias ocasiones le había reprochado el hecho de no dejarla embarazada de nuevo, insinuando la posibilidad de que frecuentara a alguna otra mujer antes de copular con ella, algo que le consternaba profundamente. En la soledad de su estancia, Neferhor recordaba el tiempo no muy lejano en el que se entregaban a sus pasiones sobre el mullido lecho digno de reyes. A veces se presentaba una figura en la noche para tomarlo, como ocurriera antaño. Era como una repetición de su primer sueño, tras el que quedaba exhausto y tan solo como antes de la llegada de la diosa. Mas al despertar el sabor en su boca era agridulce, y su deseo permanecía insatisfecho, tal y como le había predicho una vez Shaushka. En esos momentos pensaba en los oscuros habitáculos de Karnak y en las esteras en las que dormía sobre el duro suelo. Entonces se lamentaba.
Menfis quedaba tan lejos como el recuerdo de su esposo. La comparación no podía resultar más acertada, y Niut estaba convencida de que todo ello obedecía a las reglas inexorables que solo al cosmos pertenecen.
Ella no sentía remordimientos, ni sombras que agobiaran su conciencia; miraba hacia delante, como siempre había hecho, pues su vida era lo más importante. Neferhor había quedado en el camino, en algún recodo en el que se había visto obligado a detenerse. Sus pies andaban con pasos dispares y ella no podía esperarlo. Era algo que ocurría con frecuencia entre las parejas y no había que buscar culpables. Solo quedaba proseguir la andadura hրs aasta el final en compañía del hombre con el que siempre había soñado.
La ausencia de Neferhor fue bien aprovechada por su esposa, ya que tuvo tiempo suficiente para llevar a cabo sus planes. En cada uno de los banquetes celebrados en palacio coincidió con el príncipe, que se acercó a su círculo de amistades para así compartir juntos cada velada. Niut jugó con maestría sus cartas para conducir a Kaleb hacia donde deseaba. Coqueteaba con él con habilidad, a la vez que se mantenía firme y lejana de toda sospecha. El príncipe parecía próximo al paroxismo pues ardía en deseos por poseerla, por recorrer aquel cuerpo con sus caricias y fundirse con su mirada. No tenía ojos más que para ella, y cada noche que pasaba sin alcanzar su amor era como una frustración para la que no encontraba remedio. Se sentía ofuscado y no sabía cómo vencer la resistencia de aquella formidable fortaleza.
Niut lo sabía, y poco a poco fue recogiendo el sedal en el que su presa se debatía desesperada, hasta esperar el momento propicio para cobrarla. Este llegó en una de aquellas noches en las que los jardines de Per Hai invitaban a la seducción. La joven se encaminó hacia ellos para disfrutar de la fragancia que despedían las innumerables plantas que lo salpicaban, y el príncipe la siguió en silencio, como haría el chacal en el desierto cuando persigue la caza.
La joven eligió el lugar con cuidado, libre de miradas, y cerró un instante los ojos para saborear de nuevo aquel aroma que flotaba sobre ella como suspendido por los hilos de plata que había tejido la luna aquella noche. Al poco sintió su presencia, y sin poder evitarlo se estremeció…
—Si no me amas, enloqueceré.
Niut entrecerró los ojos de nuevo, y acto seguido se volvió como sorprendida.
—Sabes muy bien lo que siento por ti. Desde la primera vez que te vi no hago sino arroparme con tu mirada cada noche, y hasta el aliento me falta cuando te veo —le dijo el príncipe de improviso.
Ella lo observó con altanería, al tiempo que vencía el deseo de arrojarse entre sus brazos.
—Haces honor a tu fama, joven príncipe —le respondió al fin—. Pero continúas olvidando que soy una mujer casada, y que mi reputación se verá en entredicho si alguien nos ve aquí.
—Hathor nos ve esta noche —contestó él, raudo—. ¿Acaso no es ella la diosa que protege a los amantes?
—Nosotros no somos amantes.
—No todavía.
—¿Cómo te atreves? —inquirió ella, endureciendo el tono.
Él se le aproximó, y Niut creyó que desfallecería.
—Leo tu mirada como tú la mía —le dijo el príncipe—. Y ya conoces su significado.
Niut rio con suavidad.
—Ya veo. Estás acostumbrado a otras mujeres a las que dominas, como haces con tus caballos. —Kaleb pareció confundido, sin saber qué contestar—. Conmigo eso no es posible —prosiguió Niut—. Te equivocas si piensas que puedes doblegarme, aunque seas hijo del dios.
El príncipe la miró atónito. La pálida luz de la luna se reflejaba en su rostro para darle un aire de ensueño que le hacía evocar a la mismísima diosa del amor. Él la imaginaba así, y se sentía embrujado por su poder, por su belleza, y por aquella fuerza inexplicable que exhalaba y que lo había atrapado sin remisión.
—Serás mi dueña si así lo deseas, y señorearás en mi casa. ¡Hasta yo te serviré! —le susurró al fin.
Niut alzó aún más la cabeza para mirarle con cierta superioridad, como haría con un esclavo recién adquirido. El príncipe resultaba toda una tentación para sus sentidos, aunque se cuidó mucho de caer en ella.
—¿Quieres entrar a mi servicio? ¿O acaso me propones otra cosa? —le preguntó con una sonrisa.
—Ya sabes a lo que me refiero. No soy ningún
meret
del que te puedas burlar.
Ella rio con suavidad. Kaleb era un hombre osado y eso la excitó todavía más.
—Me pides que gobierne tu casa sin apenas conocerme —le dijo la joven en tanto lo miraba fijamente.
Kaleb se le acercó aún más, hasta hacerle sentir su aliento. Este le llegó cálido, cargado de contenida pasión. Su
ka
resultaba abrasador y Niut sintió cómo aquella esencia penetraba por cada poro de su piel.
—En esto último te equivocas. He estado esperándote toda mi vida. Sabía que, tarde o temprano, aparecerías, y ahora que lo has hecho no renunciaré a ti.
—Como te dije antes, nunca me convertiría en tu amante.
El príncipe sonrió. Él estaba decidido a tomar a aquella mujer y ella entreabría su puerta por primera vez. Entonces extendió una de sus manos para señalar en rededor.
—Todo cuanto ves será tuyo si me aceptas. Pondré la Tierra Negra a tus pies si así lo deseas.
Niut notó su pecho subir y bajar con cada respiración, cual si en su interior se ocultaran caballos desbocados en un galope infernal. El corazón le hablaba a través de los
metu
con fuerza inusitada, como no lo había hecho jamás. Aquel hombre la enloquecía, y todavía no comprendía cómo no se había rendido ante él. Mas cuando le vio inclinarse ante ella supo que la suerte estaba echada, y que ya no había vuelta atrás.
Niut sintió aquellos labios carnosos sobre los suyos, plenos y cargados de magia. Era sencillo desfallecer ante su roce, pero ella se sobrepuso para separarse y mirarle con los ojos muy abiertos.
—Quiero que seas mi esposa —se adelantó el príncipe al instante, mientras la tomaba por los hombros—. Que ocupes el lugar que te corresponde. El que no te dio Mesjenet cuando formó tu
ka
en el vientre materno. Ella se equivocó, pues debió engendrarte en las entrañas de una reina.
Niut creyó que el suelo se abría bajo sus pies, y que caía y caía en el interior de un insondable pozo acompañada por la música de los sistros y de todo lo bueno que se pudiera desear. La cabeza le daba vueltas, pero ella nada temía puesto que aquel había sido su mayor anhelo. Daba igual lo que se ocultara en el interior de aquel pozo; por fin la fortuna la colmaba con la felicidad que siempre había ansiado. Sin embargo, ella fingió desconcierto.
—Pero… ¿acaso has pensado lo que me pides? —le inquirió ella.
—No hay noche en que no lo haga. Siento tu cuerpo junto al mío, como si nuestros
kas
ya solo fueran uno; pero en la madrugada todo se esfuma. Ninguna otra mujer puede ocupar tu lugar pues mi
ba
no la reconoce.
Niut puso una mano sobre su boca y dejó escapar algunas lágrimas. Luego miró al príncipe, suplicante. Este la tomó entre sus brazos, y entonces las emociones se desataron.
—Te convertirás en
shep-set-aat
, «gran dama noble», y se arrodillarán ante ti para alabarte como corresponde.
—No digas eso —le musitó ella al oído—. Soy una mujer casada que sufre en silencio desde el primer día que te vi.
Kaleb la abrazó con fuerza y ella creyó que el mundo le pertenecía.
—Te divorciarás —repuso él mientras le acariciaba el cabello.
Niut se separó un momento para mirarlo a los ojos de nuevo.
—Sería un escándalo —le dijo angustiada—. Los jueces me desposeerían de todo; hasta de mi hijo. Me acusarían de adulterio y me arrojarían al río para que fuera pasto de los cocodrilos.
Kaleb le puso un dedo sobre sus labios.
—Nada de eso ocurrirá.
Ella movió la cabeza desconcertada.
—Neferhor no es un cualquiera. El dios le honra con su amistad y…
—¿Olvidas que Nebmaatra es mi padre? —le interrumpió él, orgulloso—. La sangre de Horus corre por mis venas. Soy príncipe de Egipto y no hay escriba que pueda disputar conmigo.
Niut se abrazó a él emocionada.
—Estoy asustada —le musitó al oído—. Vivۀ000">Niuo en una zozobra. Entre lo que una buena esposa debe hacer y lo que me dicta mi corazón. Pero no tengo el valor para seguir a este. Mi hogar se ha convertido en uno de nuestros templos funerarios; en él no hay lugar más que para las plegarias. Soy infeliz con mi esposo, que apenas se ocupa de nosotros. Su vida son los papiros y los símbolos que garabatea sobre ellos. Me siento abandonada.
Kaleb hizo una mueca de disgusto, pues era bien sabido el desprecio que sentía por los escribas.
—Ya no estarás sola nunca más. Te lo prometo por Montu, el único dios que me merece respeto.
—No juegues con eso —le suplicó ella a la vez que se asía de su cuello—. ¿Cómo sé que no me abandonarás tú también?
El príncipe se sintió enardecido por aquellas palabras y la estrechó aún más contra sí.
—Solicitarás el divorcio. Yo mismo me encargaré de que llegue a las manos adecuadas —señaló el príncipe—. Nada debes temer.
—Pero hasta entonces debemos ser discretos —le imploró la joven—. No puedo exhibirme contigo delante de los demás. Piensa en…
—Será como tú quieras —le aseguró Kaleb para calmarla—. Pero ahora debes prometerme que solo serás para mí, que me amarás cada noche y que te convertirás en mi esposa para siempre.
Ella pasó las yemas de sus dedos por aquel rostro que la subyugaba.
—Seré tuya y de nadie más hasta que Anubis nos reclame.
Luego ambos se besaron largamente, explorándose por primera vez con el frenesí propio de dos adolescentes, tal y como si en verdad iniciaran una nueva andadura. La vida comenzaba para ellos aquella noche, rodeados por los aromas propios de los jardines de Kemet y por las nuevas ilusiones que el destino se había encargado de preparar para ellos. A veces los sueños podían cumplirse, y Niut se entregó al suyo con vehemencia; dispuesta a no despertar nunca de él.
Los hombres se entremeten en los sueños cuando estos son compartidos. Resulta inevitable; sobre todo cuando hay un príncipe de Egipto por medio.
Todo se desarrolló tal y como Kaleb prometió. El joven habló con el magistrado apropiado y este le recomendó que llevara su caso a los tribunales de Menfis, una ciudad mucho más abierta que la recalcitrante Waset, y en la que, además, ejercía un hermano suyo.
—No creo que haya el menor problema, aunque te aconsejo discreción —le dijo el juez.
El príncipe estuvo de acuerdo aunque supiera que la cautela no se encontrara en su mano. Tarde o temprano la noticia se extendería, por lo que se hacía necesario actuar con prontitud. Así, un escriba de su confianza redactó la solicitud oportuna en la que se alegaban motivos de toda índole y las más terribles acusaciones contra Neferhor. Niut la firmó satisfecha, y un mensajero real salió ese mismo día hacia el norte para interponer la demanda.
La joven estaba dichosa, aunque no pudiera evitar cierto nerviosismo ante lo que pudiera ocurrir. Al firmar aquel documento, ella renunciaba a una posición segura para adentrarse en un territorio que desconocía. Incluso su vida en el Más Allá podría verse amenazada. Con el divorcio perdería el derecho a enterrarse en la tumba que su marido estaba construyendo en la necrópolis de Saqqara, una mastaba cuyas paredes se hallarían plagadas de textos mágicos que les asegurarían atravesar el Inframundo y llegar a los Campos del Ialú.
Solo por este motivo cualquier egipcia hubiera continuado casada, aun en su infelicidad. Pero su sueño era demasiado poderoso. Niut cambiaría aquella mastaba en Saqqara por un hipogeo en el Valle de las Reinas, donde se enterraban estas junto a sus hijos. ¿Cabía un lugar más glorioso para la hija de un simple capataz de Ipu? Sí, aquel era el lugar que le correspondía, al lado de los príncipes de Egipto. Sin poder evitarlo había pensado largamente en ello, y también en la necesidad de tener un hijo de Kaleb lo antes posible. Un retoño de ambos constituiría una bendición de Hathor, pues de seguro que sería hermoso como sus padres. Quién sabía, hasta podría llegar a desposarse algún día con una de las hijas del dios.
Tales pensamientos la hacían enloquecer a la vez que la invitaban a fantasear hasta límites insospechados, pues estaba en su naturaleza.