—Sabes leer mi corazón sin dificultad, majestad. Nunca he sido tan feliz.
—Ya veo. Entonces es hora de que sepas lo que espero de ti.
Neferhor se estremeció.
—No hace falta que te diga el estado por el que atraviesa el dios. La muerte de Amenhotep le ha afectado profundamente. El que Anubis viniera a buscarle mientras dormía no ha supuesto ningún consuelo para él. Quizá también pensara que podría alcanzar la edad de ciento diez años, como aseguraba el difunto que ocurriría. Pero como verás tales aspectos no dependen de uno, y menos cuando existe por medio un trabajador tan infatigable como es Anubis. Además, la renovación de sus poderes divinos ha hecho que el faraón se distancie un tanto de todo lo terreno, a excepción de su harén, claro.
Neferhor la escuchaba en silencio.
—Dado tu conocimiento de nuestra política exterior, seguro que eres consciente de lo delicado que es el equilibrio que mantenemos con los países extranjeros. Cualquier acción equivocada puede resultar lesiva para nuestros intereses. Es preciso evitar a toda costa que algo así pueda suceder. Supongo que estarás de acuerdo.
—Completamente, mi señora.
—Tú mismo conoces de primera mano el uso que el dios está haciendo, en los últimos tiempos, de la Casa de la Correspondencia.
—Él es el dios de Kemet, señor de las Dos Tierras —contestó Neferhor sin dudarlo.
Tiyi lo miró altiva, pero decidió pasar por alto su insolencia.
—No quisiera que malinterpretaras mis palabras. El gran Nebmaatra lleva comprando carne joven toda su vida. Esa es su potestad y así debe suceder. Pero no olvides nunca que yo soy
hemet-nisut-weret
, Gran Esposa Real, desde hace treinta años. Mi corona es la única que porta la cobra y el buitre. El resto de esposas se deben contentar con una gacela. Ninguna jovencita advenediza ha podido desbancarme hasta ahora, y tampoco lo hará en el futuro. Mas los asuntos de Kemet son cosa bien distinta. Es por eso por lo que te pido ser informada de todo aquello que pueda afectarnos, por nimio que te parezca.
Neferhor no daba crédito a lo que escuchaba. De repente su vida se complicaba y su corazón se llenaba de dudas.
—Como te dije antes, yo estoy aquí para servir a tu casa, aunque me temo que como espía no pueda serte de mucha utilidad, majestad.
—Eso seré yo quien lo juzgue —respondió Tiyi, autoritaria—. ¿Tienes algo más que decirme?
—Nada en absoluto —señaló el escriba, que se sentía apesadumbrado.
—Cuando así lo considere te haré llamar. Confío en tu discreción, Neferhor, pareces inteligente; espero que sepas lo que te conviene. Ahora puedes irte.
La reina observó al escriba mientras abandonaba la estancia. Este había sido leal en sus anteriores servicios, pero ya era el momento de que supiera quién gobernaba en realidad Egipto. El joven se retiraba compungido por sus palabras, y eso le gustaba. Sin embargo, la cuestión era mucho más compleja de lo que el escriba se imaginaba. Su augusto esposo se encontraba acabado. La larga vida de placeres sin fin que había disfrutado comenzaba a mostrarle las consecuencias de sus proverbiales excesos. Nebmaatra siempre había sido proclive a la lascivia, aunque en los últimos tiempos parecía reconcomerle con renovados bríos, hasta el punto de que el faraón solo pensaba en fornicar y satisfacer sus apetitos con varias mujeres en el lecho.
A Tiyi le importaban poco aquellas prácticas. Ella había mantenido su posición en medio de una lucha feroz contra el resto de contrincantes que vivían en el harén. Se había enfrentado a tantas que se ufanaba de conocer el corazón femenino como nadie. Ella gobernaba sobre la voluntad de su esposo desde hacía muchos años, y eso era lo que contaba. El resto de sus esposas podrían luchar para conseguir sus caricias en interminables contiendas, pues siempre llegaba una nueva con la que se encaprichaba el dios. Incluso Tiyi le aconsejaba en tales asuntos sin ningún resquemor. Nebmaatra confiaba en quien había sido su compañera durante más de treinta años, y la amaba profundamente. Las palabras de la reina nunca caían en el olvido, y esta lo había aprovechado para influir sobre las decisiones del faraón siempre que se lo proponía.
Tushratta enviaba al dios una nueva diversión, y ella lo felicitaría por esto, pero debía estar atenta a todo lo que rodeara a aquella unión. No podía olvidar que el difunto primogénito real nació de una tía de la nueva esposa mitannia. Tiyi continuaría en la sombra, ejerciendo su influencia, y preparando Kemet para el día en que este fuera gobernado por su hijo. Esa fecha se encontraba próxima, y era necesario que el príncipe Amenhotep recibiera un E tantas qustado libre de obstáculos y fuerzas ocultas para emprender el reinado más glorioso que recordarían los tiempos. Ella tendría el título de
mut-nisut
, Madre del Rey, y los dioses gobernarían la Tierra Negra de nuevo, libres de la ambición desmedida de los hombres; entonces Tiyi habría triunfado.
Cuando Neferhor se marchó, la reina volvió a pensar en el escriba durante unos momentos. Parecía leal, y había esquivado con habilidad las trampas que le había tendido. Sin embargo conocía su pasado, y los sórdidos acontecimientos que tuvieron lugar en Ipu; además, el hecho de que los sacerdotes de Amón lo rescataran de la miseria para acogerlo en Karnak le hacía desconfiar de él. Ella conocía mejor que nadie a aquel clero, maestro entre los maestros de la intriga. Todo era posible en el nombre de Amón.
No obstante, el joven había demostrado tener sus debilidades. Neferhor era manejable, como la mayoría de los hombres, y manifestaba cierta candidez. Aquel detalle la había hecho sonreír. Su esposa, Niut, era una mujer hermosa, como muchas de las que habían pasado por la corte, que deseaba brillar por encima de las demás. Tiyi las conocía bien. La ambición las devoraba, aunque hicieran todo lo posible por ocultarlo, pero a ella no podían engañarla.
—Niut —se dijo—. Quizá pueda serme de alguna utilidad.
Niut se aferraba a sus viejas costumbres aunque se hallara lejos de su Ipu natal. Ella había nacido para disfrutar de la vida, y eso era cuanto le importaba. Como era habitual en la señora, solía despertarse tarde, algo inusual entre sus paisanos, que vivían con el ciclo solar diario. La mayoría de la gente se levantaba al alba y se retiraba a descansar temprano, aunque eso poco significara para Niut. A ella le gustaba trasnochar, y si era debido a la celebración de alguna fiesta, mejor. Con el tiempo se había hecho asidua a estas, y con la habilidad que la caracterizaba le fue fácil introducirse en los círculos de la aristocracia, que alabaron su belleza y buen gusto. Además, la joven era perspicaz y enseguida aprendió a manejarse en aquel ambiente que la atrapaba irremisiblemente. Aunque Tebas le resultara envuelta en misteriosos velos, Menfis representaba el auténtico poder, el que se encontraba más allá de los templos y que a ella se le antojaba universal. La riqueza no conocía de dioses ni de reyes. Niut se encontraba entre los hombres, dispuesta a ser cortejada por los más audaces, y era tan caprichosa como cualquier cortesana.
El hecho de que su esposo fuera tenido en alta estima por el faraón le abría todas las puertas de Kemet. Neferhor era considerado una persona capaz y a nadie le llegaba a extrañar que algún día ocupara los más altos cargos de la administración. Sin embargo, no resultaba un tipo simpático. El escriba era la antítesis del buen cortesano, y su absoluta carencia de don de gentes poco le ayudaba al respecto. Como era habitual, los chismes y rumores acerca de la pareja circulaban por los corrillos de la corte, muy dada a tales prácticas. Las más sórdidas historias referentes a este o a aquel eran moneda corriente, y muy alabadas. Si había amoríos por medio, la cosa se volvía mucho más interesante; sobre todo en las altas esferas.
Como Neferhor resultaba poco popular, las comadres asegurabann l que aquella mujer tan hermosa solo podía haberse casado con él por interés. Su pasado daba lugar a todo tipo de historias, algunas descabelladas, aunque al parecer nadie tenía duda de que Niut era inmensamente rica. Aseguraban que había dejado a su exmarido solo con el
kilt
, pues tampoco era cosa de que el hombre fuera por ahí mostrando sus partes pudendas.
Se sabía de buena tinta que la joven había formalizado un contrato matrimonial con su anterior marido, digno de ser copiado por toda esposa que se preciara; una maravilla, vamos.
En cuanto tuvieron confianza, algunas de sus nuevas amistades se interesaron por ello.
—Mi marido me resulta insufrible, y si tuviera garantías haría lo mismo que tú —le decían—. Solo que yo no tomaría a otro.
Niut se dejaba halagar, aunque se cuidara mucho de dar demasiados detalles. Era una mujer astuta, y su vida en aquel ambiente acababa de comenzar. Sus frivolidades debían ser solo simples comentarios.
Su vida conyugal se desarrollaba con relativa normalidad. El prestigio de su esposo crecía, y ella lo adulaba y manejaba con facilidad. Ahora que conocía sus debilidades, utilizaba sus mejores armas para esclavizarlo convenientemente. Había un lado oscuro en la naturaleza de su marido que a ella le satisfacía; una morbosa necesidad que la excitaba. Niut alimentaba la concupiscencia de su esposo a su antojo, y él se postraba a sus pies como si se tratara del mismísimo faraón. Ese era su poder, y no estaba dispuesta a renunciar a él.
Como ocurriera antaño, Niut convenció a su marido de la necesidad de dormir en habitaciones separadas.
—Es símbolo de grandeza y buen gusto. Todos los aristócratas que se precian duermen en alcobas distintas. Mira si no al dios —le decía—. Es de un pésimo gusto compartir el lecho cuando son tantas las obligaciones que te agobian. Debes descansar como corresponde; pero me tendrás siempre que me reclames.
Neferhor había accedido de mala gana, aunque después pensó que quizá su esposa tuviera razón. Ella continuaba volviéndolo loco con sus caricias, y cuando se encontraban en el lecho, Neferhor amanecía exhausto y deseoso de volver a amarla.
Niut pensó en la conveniencia de dar otro hijo a su nuevo marido. Era necesario afianzar su posición, y para ello nada como un vástago. Así fue como, durante meses, la joven sometió al escriba a una verdadera prueba de fuego amatoria, que llegó a dejar a su esposo casi consumido. Ni las ingentes cantidades de puerros ni las lechugas que le administró fueron capaces de mejorar su aspecto, aunque él siempre se mostrara bien dispuesto a participar de aquella pasión que lo devoraba.
—Cariño, parece que te han crecido las orejas —le dijo ella un día, al verle tan demacrado y extenuado—. ¿No crees que deberías visitar a un
sunu
?
Él no le hacía caso, pues no dejaba de ser consciente de su situación.
Por otra pao le rte, la relación con su hijo se volvió más estrecha. Le contaba cuentos y le enseñaba los primeros símbolos de la escritura, mientras el chiquillo atendía a cuanto le decían con los ojos muy abiertos, sin perder detalle.
—Pronto iré al
kap
, ¿verdad? —le preguntaba con su vocecilla.
—Sí, y allí aprenderás cosas maravillosas que te servirán para cuando seas mayor.
—Pero falta mucho para eso.
—Aun así lo recordarás. Además, harás buenos amigos que te serán de gran ayuda.
—Pero tú me enseñarás todo lo que sabes. Prométemelo.
—Te lo prometo. Serás más sabio que Ptahotep —le aseguraba su padre.
—Ptahotep… —murmuraba el pequeño, como si se tratara de un nombre fantástico.
El niño era obediente y tan reservado como su padre, mas quería mucho a su progenitor y también a Sothis, por la que sentía adoración. Esta se ocupaba de él como si fuera hijo suyo, pues pasaba junto al niño la mayor parte del día. Al igual que hiciera su padre, la muchacha nubia le contaba leyendas de su pueblo y le hablaba del desolador desierto, algo que parecía fascinar al chiquillo.
Sin embargo, Niut no estaba dispuesta a que aquella joven estrechara lazos con su hijo, y le advirtió de la necesidad de que se dirigiera a él como si se tratara de un príncipe: «Neferhor el joven», igual que acostumbraba a hacer la realeza con sus vástagos.
—Será como la
nebet
, la señora, guste —convino la nubia.
Sothis se había acostumbrado a su nueva vida con rapidez. Comparado con la dureza de su anterior existencia aquello era un paraíso, aunque sin duda hubiera preferido regresar al desierto en pos de su libertad. La relación con la señora era de total sometimiento a sus caprichos. En ese particular la joven no tenía elección, y procuraba extremar las precauciones cuando se presentaba ante ella. Niut trataba mal a todo el mundo, y ella se mantenía muy atenta a los cambios de humor que solía demostrar su dueña. Como el niño se encontraba bien atendido, Niut se contentaba con escarnecerla de vez en cuando con alguno de sus improperios, con los que le recordaba su procedencia; pero la muchacha apenas los atendía, como si formaran parte de las paredes.
Las otras doncellas corrieron peor suerte. El ocuparse personalmente de la dueña tenía sus consecuencias, y estas eran, indefectiblemente, lamentables. Aquellas sirvientas vivían instaladas en una permanente zozobra, angustiadas por las repercusiones de cualquiera de sus actos.
En los últimos tiempos el ya de por sí singular humor de la señora había empeorado. Sothis sabía muy bien a qué se debía, y también el infierno en el que podía llegar a vivir. Niut no lograba quedarse embarazada. Ni el pequeño tatuaje de la diosa Tueris que se hizo en el bajo vientre la ayudó a quedarse encinta. La dir aosa hipopótamo, patrona de las embarazadas, estaba muy de moda, y era frecuente entre las mujeres que deseaban concebir el tatuarse su imagen sobre el pecho o en el vientre. Pero Niut no obtuvo su favor, y esa era la peor noticia que podían recibir cuantos la rodeaban.
A pesar de su corta edad, Sothis se daba cuenta de todo lo que ocurría. La
nebet
era la dueña de cuanto rodeaba su vida, y de una forma u otra todos se plegaban a sus caprichos. A menudo la joven escuchaba los gemidos de sus amos mientras se amaban, y pensaba que Neferhor se hallaba prisionero de los goces que le proporcionaba su esposa.
Ella nunca comprendería los motivos que llevaban a un hombre a perder su voluntad en pos de la concupiscencia, pero la realidad era que podían llegar a volverse locos, a tirar por tierra la felicidad de los que les rodeaban, a renunciar a cuanto pudieran haber conseguido con esfuerzo. Bien conocía ella las consecuencias de la barbarie.