—No sé qué pude ver en ti para comprarte —le decía Niut a la esclava—. No vales para nada.
Sothis permanecía en silencio, indefectiblemente, soportando la retahíla de improperios que solía dirigirle. Pero sus ojos hablaban por ella, y en su mirada se asomaba el desprecio que sentía por su ama.
—¿Quién te crees que eres? ¿La hija del virrey de Kush? —le inquiría Niut con frecuencia—. Si me obligas, doblegaré tu altivez a bastonazos.
Sothis se limitaba a desviar la mirada y en cuanto podía desaparecía para realizar sus quehaceres. No obstante, la esclava era muy cariñosa con el pequeño Neferhor, al que atendía debidamente a la vez que criaba a su hijita. Como les ocurriera a tantos otros, la joven nubia poseía su propia historia, la que la había conducido hasta allí entre sollozos y calamidades.
Sothis había nacido en la Alta Nubia, cerca de Kerma, más allá de la tercera catarata. Procedía de una estirpe de guerreros que se perdía en el tiempo. Generaciones de feroces combatientes que llevaban luchando durante siglos contra el cruel egipcio que los sojuzgaba. Estos habían avanzado a través de aquella tierra inhóspita hasta casi alcanzar la quinta catarata, donde habían levantado una estela con la que simbolizaban su poder sobre aquel territorio. El dios Menkheperre, Tutmosis III, fue el encargado de erigirla como soberano todopoderoso que era. Él reinaba sobre la mayor parte del mundo conocido, y así se lo hacía saber a aquellas gentes indómitas.
El padre de la joven era un señor de la guerra que había combatido a los invasores allá donde los hubiera encontrado. Las partidas 1" face="egipcias de reconocimiento y vigilancia que se adentraban en las pistas del desierto eran atacadas, indefectiblemente, en una guerra cuya llama siempre se mantendría viva. El desierto pertenecía a aquellos nómadas, y ese era todo su patrimonio.
Allí nació Sothis, en la madrugada de un día de principios de verano. Su madre la alumbró junto a una palmera, justo cuando la estrella Sothis, Sirio, se alzaba en el horizonte. Después de haber desaparecido durante setenta días, Sirio volvía a elevarse para anunciar la proximidad de la crecida anual, un hecho que era motivo de una inmensa alegría. En Kush todos tenían sed. Desde las gargantas de sus moradores hasta aquella tierra capaz de beberse toda el agua que el sagrado Nilo estuviera dispuesto a darle.
Era un buen augurio el haber venido al mundo en una noche como aquella, y por ese motivo su madre la bautizó con el nombre de la estrella que tanto reverenciaba: Sothis.
Sothis se crio entre soldados que atacaban y mujeres que huían. En campamentos que se levantaban y desmontaban con la celeridad del que siempre ha de vivir alerta; entre el dolor y el contacto permanente con una tierra desolada a la que, no obstante, era posible amar. La vida y la muerte se daban la mano a diario en aquel reino de arenas infinitas, y ella se acostumbró a mirarlo a la cara sin temor, como había visto hacer a sus padres.
La pequeña creció sana y orgullosa de llevar la sangre de aquel pueblo. Caminaba siempre bien derecha, con la cabeza alta, como correspondía a la hija de un gran guerrero. Era espigada y algo reservada, aunque guardara para sí una sonrisa que cautivaba a sus mayores. Su madre la educó con arreglo a sus costumbres; ellos necesitaban poco para vivir y había que aprovechar adecuadamente los escasos recursos de una tierra yerma donde las hubiere. Pero también había belleza en los confines del mundo, y las insondables dunas y estribaciones rocosas creaban, a menudo, cuadros con los que extasiarse, pintados por un sol que enrojecía allá por poniente.
Por las noches, bajo la inmensidad de una bóveda sin igual, las viejas hechiceras hacían sus sortilegios a la vez que le contaban historias que ella no llegaba a entender.
—Aprenderás a ver en el interior de los hombres —le profetizaron—, y también a protegerte de ellos.
Su madre le sonreía cuando la miraba desconcertada, y asentía en silencio.
A veces hablaban de una magia poderosa que vivía en el lejano sur, en las entrañas del continente. Figuras atravesadas por alfileres, conjuros contra los que nada podían los mortales.
Los hombres de su padre organizaban partidas para atacar las pequeñas guarniciones que custodiaban los yacimientos auríferos. Su pueblo llevaba siglos haciéndolo, ya que el oro era uno de los principales motivos por el que los egipcios se habían establecido en aquella tierra.
Cada cierto tiempo, el virrey de Kush, nombre por el que era conocido el gobernador de Nubia, ordenaba expediciones punitivas y, en ocasiones, el mismo dios se aventuraba hasta allí para combatirlos.
Fue durante una de estas campa el mismñas dirigida por el virrey, cuando los enviados de Set, el dios de la ira, cayeron sobre el campamento nubio mientras todos dormían. En una noche sin luna y al amparo de las débiles hogueras, los soldados del faraón sorprendieron a los insurrectos para hacer un gran escarmiento entre ellos. La oscuridad se llenó de gritos y quejidos, de ruido de pies prestos para el ataque, de lamentos y súplicas que pedían cuartel. Pero allí no se respetó edad ni condición. Los hombres se batieron con ferocidad hasta caer sin vida sobre la fría arena, pues ninguno se rindió, en tanto las mujeres lucharon por la suya y por salvar su honra de aquellos implacables demonios surgidos del Amenti.
Se trataba de lo peor de la infantería egipcia. Soldados enviados a los confines del imperio como castigo a su mala conducta e indisciplina. Muchos eran ladrones de la más baja estofa, enrolados en levas que les permitían librarse de un castigo mayor. Después de largas caminatas y privaciones bajo el ardiente sol, aquellos hombres sacaban lo peor que llevaban dentro; sus más bajos instintos. En cuanto acabaron con los guerreros corrieron a hacerse cargo de sus mujeres, en medio del horror y la barbarie.
Sothis siempre recordaría las siluetas fantasmagóricas de aquellos genios infernales que se deslizaban a través del resplandor de las fogatas para perpetrar sus felonías. El llanto se mezclaba con los gritos de las mujeres dispuestas a defender a cualquier precio su honor, en tanto el saqueo se extendía como parte que era de la guerra. La muchacha trató de huir en la oscuridad, pero fue alcanzada por un grupo de
qahar
, mercenarios libios famosos por su crueldad y fiereza. Su mundo se derrumbaba para dar paso al espanto. Un abismo impenetrable se abría bajo sus pies para engullirla sin remisión.
Lo primero que sintió la chiquilla fue la angustia de lo que ella ya sabía que era inevitable. Sus gritos, patadas y arañazos de poco le valieron ante aquellos que habían acabado con la vida de toda su familia. Con solo doce años, Sothis fue tomada por la fuerza por aquella turba de desalmados que la ultrajaron sin contemplaciones, entre risotadas y alaridos. Para cuando el «grande de los cincuenta», que mandaba la sección, puso orden en aquella rapiña, la muchacha ya había sido violada varias veces. El oficial montó en cólera al ver lo sucedido, sobre todo porque una joven como aquella, seguramente virgen, le hubiera proporcionado un gran beneficio en el mercado de esclavos. Cuando el
sesh mes
, el escriba del regimiento, se enterara de lo ocurrido, castigaría a los responsables pues él también podría haber obtenido ganancia con la pequeña.
—¿No teníais bastante con las viejas? —les gritó el oficial, enfurecido.
Pero a aquellos soldados las amenazas les resultaban indiferentes. Eran gente sin alma, criminales capaces de todo. Claro que por eso se encontraban allí, alejados de una civilización en la que no tenían cabida.
Sothis fue la única sobreviviente de la matanza. Para ella comenzaba un calvario del que difícilmente podría librarse. Su libertad, como su honra, quedaba mancillada entre las dunas; enterrada para siempre. Cuando el destacamento se la llevó, la muchacha lloró en silencio con la vista clavada en los cuerpos sin vida esparcidos sobre las arenas. Los suyos quedaban allí, a merced de los carroñeros que darían buena cuenta de sus restos. De nada valían ya las lágseshrimas; ella era una superviviente, aunque aún no lo supiese, y solo cabía mirar hacia delante y desafiar al destino que tan cruelmente la había tratado.
En Tombos, la capital a cuya guarnición pertenecían sus captores, la muchacha fue vendida a un tratante después de un interminable regateo por dos
deben
de plata. Aquello no era nada comparado con lo que podían haber sacado por ella, pero en un lugar tan remoto como aquel, y dadas las circunstancias, no hubo más remedio que llegar a un acuerdo. Como prisionera de guerra, Sothis se convertía en esclava del faraón, pero el oficial y el escriba hicieron uso de sus prerrogativas y amañaron la venta. El comprador, un astuto beduino de la peor especie, se fue despotricando mientras se llevaba a la joven para unirla a la cuerda de desgraciados que ya poseía, mientras el escriba del regimiento imponía un castigo de cincuenta bastonazos a cada uno de los rufianes que habían participado en los hechos. Además, al primero en violarla ordenó que le cortaran las orejas y le enviaran al puesto más avanzado de que disponían, cerca de Kurgus. Un paraje tan desolado, que la vida allí poco importaba.
El beduino transportó su carga de miseria infame hasta Asuán. Allí era donde solía vender a los esclavos, pues esta era una capital en la que confluían un gran número de caravanas, y el comercio hacía de ella una ciudad muy próspera. Ahora que Egipto se encontraba en paz, cada vez resultaba más difícil encontrar buena mercancía que vender. Atrás quedaban los tiempos de los faraones guerreros en los que abundaba la carne del vencido. Claro que él no había llegado a conocer aquellas épocas, aunque hubiera oído hablar de ellas largo y tendido. Su género estaba compuesto, fundamentalmente, por gentes de la Alta Nubia, capturadas por soldados desalmados, y del lejano sur, de donde aseguraban venía el Nilo.
La comitiva transitó por las viejas pistas que discurrían por las rutas del desierto que tan bien conocían. No era la mejor mercadería que había tenido, pero había una muchacha por la que podría sacar un buen precio. Era bonita, y muy desarrollada para su edad, y a los pocos días de iniciar la marcha sintió deseos hacia ella. El hecho de que no fuera virgen le invitaba a considerar sus lascivos pensamientos, sobre todo porque no era fácil encontrar un regalo como aquel.
Así fue como el beduino trató de ganarse la confianza de la chiquilla, con gestos de consideración. Ordenó a sus hombres que la montaran en uno de los pollinos, separándola del resto de desgraciados que arrastraban los pies por las ardientes arenas. Siempre había agua para ella, y dátiles
dum-dum
, muy nutritivos, para que le ayudasen a sobrellevar la caminata. Una noche la instaló en su tienda, al abrigo del frío que el desierto acostumbraba a traer en aquella hora.
—Es una desgracia tu situación —le dijo como compadeciéndose de la joven—. Pero en la mayoría de las ocasiones no podemos elegir nuestro destino.
Ella lo miró fijamente, en silencio.
—No obstante, todo puede mejorar para ti —continuó el beduino—. Es posible que te encuentre un buen amo, que te trate como mereces. He visto de todo, hasta hombres que no dudan en manumitir a sus esclavos, andando el tiempo. ¿Te imaginas, poder ser libre de nuevo? —Sothis bajó la cabeza, apesadumbrade consa—. Eso puede ocurrir —señaló el negrero—. Yo puedo ayudarte a conseguirlo. Tengo buen ojo para estas cosas y me resultará sencillo dirigir la subasta en tu beneficio.
Como la muchacha continuaba en silencio, el bribón se incorporó un poco hacia delante, como para resultar más persuasivo.
—Todo en la vida es un intercambio, recuérdalo. Si tú me das, yo te doy. Así evitarás transitar por los caminos hasta reventar, montada en una de las bestias, y conseguirás una comida mejor que la de tus compañeros y un buen lugar en el que dormir. Además, conozco el modo de que entres en una casa principal, en la que serás bien tratada. ¿No colmaría esto tus propósitos?
Sothis disimuló la repugnancia que le producía aquel tipo abyecto. Era capaz de ver en su corazón, como le habían enseñado desde pequeña. El
ba
del beduino era tan oscuro como el de los criminales que la violaron. En realidad todo se le antojaba negro como una noche sin luna. En su pena no había consuelo capaz de reconfortarla. La niña que fuera un día había quedado ya atrás, y ahora no le quedaba más que enfrentarse al mundo de los hombres. Un lugar implacable, de dentelladas y ardides sin fin, al que se veía abocada a combatir sola.
—Aquí no hay amistad que valga, te lo digo yo —oyó la muchacha que le decían—. Soy mucho más viejo que tú y sé de lo que te hablo. Los intereses y la ambición todo lo mueven. Si posees algo que quieran los demás, sacarás beneficio. Eso es cuanto hay.
Sothis pestañeó ligeramente. Sabía de sobra lo que aquel asqueroso pretendía de ella y prefirió continuar en silencio, pues solo de esta forma podía manifestar su desprecio.
—¿Qué me dices? ¿Te interesa mi ofrecimiento?
Como la muchacha no dijera nada, el beduino torció el gesto a la vez que se sentaba junto a ella. Al momento extendió una mano para acariciarle los pechos. Al sentir aquel tacto suave, el traficante se relamió.
—Guardas el mejor de los frutos. Podrías rivalizar con una princesa. Eres un manjar digno de la mesa del faraón. Quién sabe —dijo entre risas—, quizá debiera quedarme contigo.
Al pronunciar aquellas palabras el beduino se desabrochó el faldellín, y al punto mostró su miembro erguido por el deseo que sentía. Pero la muchacha permaneció impasible, igual que si se tratara de una estatua.
—No me importa que no me correspondas —murmuró él mientras la tumbaba—. Seré bueno contigo de cualquier forma.
Sothis apartó su cara al sentir cómo le besuqueaban el cuello. El negrero se encontraba sobre ella, dispuesto a llevar a cabo sus propósitos. La nubia notó que la respiración de aquel hombre se volvía más entrecortada, producto de la concupiscencia que le devoraba. Cuando sintió el miembro próximo a su hendidura, la muchacha le susurró algo al oído. Entonces el beduino dio un respingo.
—¿Qué?
—Lo que has oído. Estoy embarazada. Si me tomas harás daño al niño, y ambos podríamos morir. Si dejas que lo tenga, tú saldrás ganando.
El tipo la observó con cara de estúpido. Aquello no se lo esperaba, pero enseguida se dio cuenta de que la chiquilla tenía razón. Si paría un hijo sano, él doblaría su beneficio al poseer un esclavo más. Sin embargo, su alma de mercader le hizo desconfiar.