Kadashman-Enlil, rey de Babilonia, a su hermano Amenhotep, faraón de Egipto:
Cómo es posible que habiéndote escrito para pedirte a tu hija en matrimonio, ¡oh mi hermano!, me hayas contestado en tales términos, diciéndome que no me la darás porque desde los tiempos antiguos nunca se dio a nadie una hija del rey de Egipto en matrimonio. ¿Por qué me dices tales cosas? Tú eres rey, luego puedes hacer lo que desees. Si tú quisieras darme a tu hija en matrimonio, ¿quién podría decir nada?
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Nebmaatra se desternillaba de risa al escuchar aquellas epístolas de labios del escriba, y las celebraba mucho con sus gráciles coperas.
—Ya te dije que era peor que los beduinos del desierto occidental —rió. Tú dale largas y pídele a su hija; eso le impacientará más. Ya verás qué pronto nos responde.
Neferhor no podía dejar de sonreír ante las ocurrencias del dios, pues había que reconocer que el tal Kadashman era un poco ansioso, y sobre todo pesado.
—Ah, y escribe también a Milkilu, gobernador de Gazru, para pedirle que me envíe «mujeres coperas de increíble belleza. Sin defecto alguno».
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Suelo renovarlas con frecuencia.
Este tipo de audiencias se convirtieron con el tiempo en habituales, puesto que el faraón quería estar informado de cuanto ocurría en Retenu. Cuando recibió contestación del rey de Mitanni sintió una gran alegría, ya que sus vecinos hititas se volvían más belicosos cada día. El poder de Hatti crecía con rapidez, y el faraón era consciente de que antes o después habría que combatirle. Un aliado poderoso era la mejor manera de prepararse para ello, y por eso la invitación de Tushratta a que estrechara aún más los lazos de amistad con su país representaba una magnífica noticia. El rey le entregaba a su hija, la princesa Tadukhepa, en matrimonio, y ello produjo un gran alborozo al faraón.
—¡Dicen que es una joven hermosa como pocas, y muy desarrollada! —exclamó el dios eufórico. Luego hizo uno de sus peculiares gestos de picardía—. Además, traerá compañía. ¿Te imaginas otras trescientas mujeres para mi harén? Ahora que he renovado todos mis poderes, me parece una idea muy apropiada. Escríbele cuanto antes para hacerle saber mi conformidad y alegría. Enviaré a Tutu en persona a buscarla. «Se verterá aceite sobre la cabeza de la princesa como signo de sus esponsales.»
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Aquella estrecha relación trajo consigo el que Neferhor fuera invitado a la mayoría de los banquetes celebrados en palacio. Al escriba poco le gustaban tales convites, ya que se retraía sin poder evitarlo, como si estuviese fuera de lugar. La que estaba encantada era su esposa. Aquellas celebraciones parecían haber sido pensadas para ella, y en estas destacaba con luz propia. A no mucho tardar su belleza fue bien conocida en la corte, y alabada por muchos que no entendían cómo semejante hermosura se había podido desposar con aquel escriba. Las damas chismorreaban, y se hacían todo tipo de cábalas respecto al pasado de la joven, que se les antojaba algo oscuro. Claro que su esposo también tenía lo suyo, con aquellas orejas que Khnum, el dios alfarero, le había dado; y, por si no fuera bastante, la poca gracia que tenía el pobrecillo. Sobre él corrían tantas historias que a saber cuál sería la verdadera, aunque ninguna de el alas mereciera realmente la pena.
A pesar de todo, Niut siempre destacaba entre el resto de las damas. Sus vestidos, joyas y demás aderezos solían causar sensación, y es que la joven poseía donaire, y a su belleza unía la prestancia propia de una princesa.
Los hombres, siempre pícaros, hicieron los primeros chistes procaces, en tanto circulaban malévolos rumores acerca del tiempo que tardaría el dios en demandar sus favores.
—No creo que pase ni un mes —aseguraba uno que, por viejo, se tenía por bien informado.
—Incluso puede que menos —apuntaba otro—. Damas mucho menos agraciadas han calentado el lecho del faraón. Claro que sería un gran honor para ella.
En esto último no les faltaba razón, pues Nebmaatra había tenido muchas amantes entre las esposas de sus cortesanos, y aún las tenía. Sin embargo, el dios nunca requirió las atenciones de Niut, y hubo quien vio en ello la estrella ascendente de su marido.
Niut se sentía feliz entre la música de los gargaveros, crótalos y tamboriles; sintiéndose blanco de las miradas de envidia y deseo. A la postre, sus sueños se hacían realidad, y su vida comenzaba en aquella hora. Todo su pasado ya no era más que una parte de su propio aprendizaje. Desde su nacimiento, la diosa Renenutet había determinado su sino, y este no era otro que el de destacar en la corte; siempre había estado convencida de ello. Heny no era más que un vago recuerdo de un tiempo que le parecía muy lejano, y del que se sentía desvinculada. Él le había asegurado su fortuna y también la de su hijo, y ahora solo le restaba brillar allí donde le correspondía.
Menfis se hacía eco de su nombre, como les venía ocurriendo a otras muchas diosas como ella desde hacía milenios.
El luto se extendió por Egipto con el manto fúnebre que solo Anubis es capaz de tejer. Un lienzo teñido por las sombras, lúgubre y sin esperanza, al que siempre acompañaban la pena y el desconsuelo.
Los lloros desgarraban las riberas, y las lágrimas salpicaban los caminos de Kemet cual gotas de lluvia vertidas por la desgracia. El aliento de Amón soplaba con fuerza como si el rey de los dioses desatara con ello su pesar, impotente ante semejante desgracia. El viento del norte pululaba por las callejas, a la vez que en los campos las altas palmeras se cimbreaban a su paso, igual que si ejecutaran una danza al compás de la tormenta. El triste lamento recorría la Tierra Negra para levantar quejumbrosos sollozos desde el Delta hasta los remotos confines de Kush.
Las plañideras se mesaban los cabellos, y sus gritos desgarradores se mezclaban con el vendaval para crear las más estridentes plegarias. El país de las Dos Tierras se vestía de luto envuelto en un sudario que resultaba incierto. Nubes tenebrosas cubrían el horizonte para dibujar una amenaza que resultaba desconocida. Había un antes y un después de tan funesta hora, y la sensación de que Egipto nunca sería el mismo.
Su hijo más preclaro, el más sabio entre los sabios, aquel que había hecho posible la abundancia en el valle durante más de treinta -1"años, había pasado a mejor vida. El gran Amenhotep, hijo de Hapu, al que gustaba que le llamaran Huy, había fallecido a la edad de ochenta años, tras toda una vida al servicio de su adorado Kemet. Decían que desde el mismo día de su nacimiento estuvo predestinado a prestar su genio a Egipto, y que aquella vida plagada de aciertos y proezas sería recordada por los tiempos como la edad dorada del país de la Tierra Negra. Las gestas llevadas a cabo por aquel semidiós transcenderían los milenios, y sus obras continuarían en pie, orgullosas, para ser admiradas por gentes de otros pueblos que un día vendrían a rendirse ante ellas, y también ante el genio que fue capaz de crearlas en una época en la que los hombres y los dioses todavía caminaban juntos en Kemet.
Sin embargo, las inexorables leyes que rigen el destino de los mortales resultaban ineludibles, incluso para un gigante como aquel. Osiris lo llamaba a su presencia, aunque nadie dudara de que el señor del Más Allá abandonaría su trono para salir a recibirlo y abrazarlo como el más justificado de sus hijos. Ammit, la Devoradora de los Muertos, se postraría a su paso, pues no podía encontrarse en Egipto un alma más justa que aquella. Maat le sonreiría, y el tétrico Anubis imploraría su perdón por el hecho de haberse atrevido a ir a buscarle. Aquel coloso no debería haber muerto nunca, como otros muchos a lo largo de la historia, y Egipto así se lo reconocía en un duelo multitudinario en el que participaba todo el país. Corría el día veintiséis del primer mes de
Akhet
, la inundación, agosto, al que llamaban
thot
, y por este motivo nadie dudaba de que se trataba de una fecha idónea para la muerte de un sabio.
Neferhor sintió aquella muerte como si en realidad fuera la de su padre. Eso era lo que Huy había sido para él, un segundo padre que le había puesto en el camino de la vida que debía seguir. A pesar de su habitual hermetismo y sus enigmáticas sentencias, el anciano siempre le había aconsejado bien, al tiempo que le había transmitido aquella proverbial prudencia de la que siempre había hecho gala. El joven sabía que la pérdida del gran Amenhotep resultaría irreparable, y también que los tiempos cambiarían a partir de aquel luctuoso suceso.
Setenta días tardaron los restos del Primer Amigo del rey en ser depositados en su tumba, excavada en el Valle de los Nobles, en Tebas, cerca de su templo mortuorio. Su castillo de Millones de Años, como también eran llamados, se levantaba próximo al de su señor, junto a la Casa del Regocijo en la que había pasado tantos años. Allí había estado su mundo y allí descansaría para siempre. Su
ba
podría disfrutar de la brisa del río, que tanto le gustaba, y visitar Karnak, justo en la otra orilla, por cuyo clero siempre había velado.
Neferhor sabía todo aquello, y tras el multitudinario sepelio y el banquete ritual celebrado junto a la tumba, fue de los últimos en abandonar el lugar, pues quería hablar a solas con su viejo mentor antes de despedirse de él. El joven estaba convencido de que aquel escuchaba las palabras que su corazón le decía, y también creía ver su rostro sonriente entre tanto dolor. Aunque se encontrara lejos, Neferhor siempre le pediría consejo, pues estaba convencido de que lo recibiría.
Todos los grandes de Egipto acudieron al funeral. Kheruef, Surero, Ramose… Los sacerdotes de Karnak se hallaban representados por su primer profeta y varios miembros del alt>Todos lo clero. El hermano de Tiyi, Anen, había fallecido hacía meses, y su cargo como segundo profeta había sido tomado por Simut. El joven Neferhor se imaginó el alivio del viejo Ptahmose por aquel relevo, aunque él se cuidara mucho de saludarlo, o de cruzar miradas con él. Luego se enteró de que el anciano Sejemká había muerto el año anterior, y que Nebamón le había seguido al poco tiempo al picarle una cobra mientras recorría uno de los dominios del Templo.
Neferhor sintió un gran dolor al saberlo y pensó que aquel cúmulo de malas noticias no podía presagiar nada bueno.
El dios cayó en una profunda depresión por aquella pérdida, y durante varios meses apenas salió de sus habitaciones de palacio. Él mejor que nadie conocía el alcance de lo ocurrido. Huy era el pilar sobre el que se había sustentado su gobierno, y su gran amigo resultaría irreemplazable. Nebmaatra veía con claridad aquellas sombras que se anunciaban en el horizonte, y su tristeza se acentuaba por ello.
Como por arte de algún poderoso
heka
, una repentina inquietud se asomó a su corazón, y sin poder evitarlo sintió temor por su amada tierra.
Las princesas también lloraron por Huy, sobre todo Sitamón, que era la que más lo quería. No en vano el anciano había sido su preceptor y el administrador de su casa. La joven siempre había sentido una gran ternura por él, igual que si se tratara de otro de sus abuelos, a los que había querido mucho. Al recuerdo de Yuya y Tuya se les unía ahora el de Amenhotep, hijo de Hapu, el hombre más sabio que había conocido.
Tiyi no lamentó la desaparición de un hombre que, sin duda, había formado parte de su vida. Lo conoció cuando ella apenas contaba con seis años de edad, y durante todo aquel tiempo Huy había sido un leal servidor de la corona. La reina lo respetaba, aunque ambos tuvieran una idea distinta sobre cómo debiera ser el país de Kemet. El viejo canciller era la única persona capaz de estar a su altura. Sin embargo, era una muerte que se hacía necesaria si quería llevar a cabo sus planes. Ahora el tablero del gran juego perdía una pieza clave, y Tiyi podía ver con claridad todos los movimientos. En aquella hora, Egipto estaba a sus pies.
Niut vivía al margen de aquellos acontecimientos. Para ella Kemet era una tierra de abundancia de la que participaban sus prohombres, igual que ella. Si fallecía un visir otro le sucedería, y la vida entre el lujo y el exceso continuaría de igual manera. Aunque su marido no pudiera agasajarla como hiciera Heny, ella se sentía feliz. Neferhor la había traído a un mundo que le hubiera resultado inaccesible en su anterior situación, y por ello no le importaba renunciar a los suntuosos regalos de antaño, al menos de momento. Sin duda, la suya era una posición privilegiada. Sin servidumbres de ningún tipo hacia nadie, Niut se lucía en aquellas fiestas hasta avasallar con su hermosura. El viejo Huy no era para ella más que parte del pasado de Egipto. La joven vivía el presente y, sobre todo, pensaba en el futuro; eso era lo que le importaba. Su esposo resultaba una buena compañía para ella. Había sido un acierto el casarse con él, pues era discreto, prudente y devoto de los dioses, y su natural timidez le llevaba a plegarse a los deseos de su esposa de forma habitual. Estierta le dominaba y a él no parecía importarle. Cuando sentía a Niut entre sus brazos el tiempo se detenía y Neferhor se abandonaba a sus instintos hasta sentirse saciado de ella. Niut gozaba con tales prácticas, pero a la vez sentaba las bases de aquella relación.
Sin lugar a dudas su esposo la deslumbraba con sus conocimientos, y aquel porte de escriba un tanto místico, como de otro tiempo, la atraía de manera especial. Ella no era capaz de comprender de dónde le venía aquella apariencia, ya que la joven conocía de sobra los humildes orígenes de su marido, y lo insignificante que siempre le había parecido el viejo Kai. Pero la historia de Egipto se hallaba salpicada de ejemplos como aquel, en el que una figura procedente de las capas sociales más bajas llegaba a convertirse en un gran dignatario. Niut había pensado en ello desde el primer reencuentro que tuviera con el escriba, y tal posibilidad la subyugaba hasta la ensoñación.
Como en los demás órdenes de su vida, Niut llevaba un control absoluto de su casa y de su hacienda. Esta había quedado al cargo de un administrador en Ipu, que le rendía cuenta detallada de sus posesiones con asiduidad, y en cuanto a la casa de Menfis, la hermosa joven la gobernaba como otra propiedad más.
Su relación con la servidumbre era distante y en ocasiones tirana. La severidad que les demostraba creaba un ambiente de permanente temor y crispación contenida. La esclava nubia era la que recibía un trato peor, pues a Niut le gustaba vejarla ante los demás. A veces las escenas eran tan desagradables que Neferhor trataba de intervenir para calmar los ánimos.