Niut vestía aquella noche como la primera de las princesas de Kemet: un traje plisado de lino purísimo y tan etéreo que sus formas se ofrecían para deleite de las miradas, como una fruta cercana y a la vez inaccesible. Aquel velo separaba lo real de lo ilusorio, como si en verdad estuviera hecho con el más duro granito de Asuán y no con finísimo lino. Los pechos, turgentes, se levantaban pletóricos, más grandes de lo que Neferhor recordaba, coronados por unas areolas oscuras que invitaban al amor, al deseo desbocado, a la pasión sin reservas. Las pocas joyas que llevaba la ayudaban a destacar aún más. El espléndido collar, los finos pendientes en forma de aro, los delicados brazaletes…, todos de malaquita engarzada en oro. Una piedra de un verde purísimo que hacía recordar los antiguos tiempos en los que estuvieran tan de moda. Niut había elegido aquel color sabedora de que la favorecía, a la vez que había renunciado a las habituales pelucas tan en boga para poder lucir su espléndida melena.
Así estaba perfecta, y hasta las gráciles núbiles que les servían la admiraban. Ella se sentía principal en aquella velada celebrada en una casa tan próxima al palacio del faraón, en el corazón de Kemet, entre los halagos y la excitación que le producía el ver cómo Neferhor estaba dispuesto a entregarle su alma.
Heny se mantuvo ajeno a toda aquella vorágine de solapadas emociones. Su discurso había sido de alabanzas y se le veía feliz y abandonado a los placeres de la buena mesa. Fue tal la cantidad de vino que ingirió, que su habitual aguante se vio derrotado por el pícaro dios Bes, quien le envió la embriaguez sin compasión alguna. Heny bizqueó, balbuceó y hasta intentó, inútilmente, hacer un guiño a las jóvenes que le llenaban la copa, pero al final terminó por sucumbir ante los vapores que su propio vino le habían producido. Sin mediar palabra su cuerpo quedó laxo, recostado contra la pared, con la cabeza inclinada y una expresión beatífica en el rostro que daba gloria ver.
Semejantes desenlaces eran habituales en cualquier banquete que se preciara, y a pocos extrañó. Penw, incluso, lo veía de lo más natural, dado que aquel individuo era comerciante de vinos. ¿Quién sino él iba a tener más derecho a emborracharse? Además, aquel elixir había resultado ser extraordinario, como él mismo había comprobado, que para eso era el mayordomo.
Sin embargo, al hombrecillo no se le había escapado ni un detalle de cuanto ocurriera. Aquel pobre hombre era un cornudo o estaba a punto de serlo, y el hijo de Thot parecía dispuesto a darle la razón. El divino Neferhor apenas había probado bocado y no tenía ojos más que para aquella beldad. Esta era un verdadero manjar, y no le extrañaba que el noble escriba quisiera devorarlo. Se le veía embelesado como un adolescente ante su primer amor, mientras ella coqueteaba de la manera más natural, aunque Penw supiera que todo estaba calculado. A él no le podían engañar —se ufanó—, pues no en vano llevaba toda su vida en la corte, entre intrigas, engaños y amoríos de todo tipo. Aquella hermosísima mujer era capaz de llevar a cualquier hombre a la perdición, estaba seguro, y durante toda la velada la joven no había hecho sino tirar suavemente del ronzal que, con habilidad, había colocado al escriba. Solo Hathor sabía en qué acabaría todo aquello, aunque el hombrۀnque el ecillo albergara oscuros presentimientos.
Como era de esperar, fue precisa la ayuda de varios hombres para hacerse cargo de Heny. Su cuerpo estaba tan muerto como si se encontrara ya en presencia de Osiris. Le acostaron en una de las habitaciones sin que el pobre hiciera el menor esfuerzo por impedirlo, aunque en cuanto lo tumbaron empezó a roncar con una furia inaudita, como si se rebelara íntimamente contra tan lamentable estado. Niut observó la escena como si se tratara de algo natural, y apenas se inmutó. Continuó embelesando los oídos de su joven anfitrión con su melodiosa voz, en tanto este presenciaba, impertérrito, cómo se llevaban a su amigo en brazos.
Durante un rato hablaron de curiosidades. Ella parecía interesada en los temas palaciegos y él la satisfacía al contarle detalles que Niut escuchaba con atención. Así estuvieron un rato, hasta que el silencio comenzó a señorear en la casa. Dadas las circunstancias, Neferhor había dispuesto que sus invitados pasaran la noche allí, al menos hasta que Heny se librara de los brazos de Bes y recuperara la sobriedad.
Era noche cerrada cuando el servicio se despidió, aunque Penw se encargó de dejar a una de las doncellas por si necesitaban algo, y también por curiosidad. Antes de marcharse echó una disimulada mirada, solo para convencerse de que aquella celebración traería consecuencias; si lo sabría él.
—Muéstrame el cielo de Tebas —le pidió Niut al quedarse a solas—. Quiero ser testigo de la magnificencia que flota sobre la Casa del Regocijo.
El joven sonrió y ambos se dirigieron a la terraza, apenas separados por el deseo contenido. Neferhor subió los escalones sin saber muy bien por qué lo hacía, como si perdiera instantes preciosos, más valiosos que todo el oro del lejano Kush. Su naturaleza se revelaba a cada paso que daba mientras seguía a la diosa como el primero de sus acólitos. Sintió ansias de poseerla allí mismo, y no obstante se dejó llevar, sabedor de que su juicio poco contaba.
—Nunca vi un cielo semejante —musitó Niut mientras su vista se explayaba por entre el inconmensurable manto de un profundo azul, salpicado de titilantes luceros.
—Los antiguos dioses que gobernaron esta tierra nos observan desde lo alto —dijo Neferhor—. Sus almas habitan junto a las imperecederas.
Niut lo miró un instante con curiosidad.
—Así se llama a las estrellas que no conocen el descanso —prosiguió el escriba—. Las que señalan el norte.
La joven no supo qué decir, pues se sentía hechizada por cuanto la rodeaba. Aquel recinto colmado de palacios ejercía sobre ella una influencia que nacía de su propia ensoñación. Estar allí significaba dar cumplimiento a unos deseos que venían de su niñez, y que la transportaban hacia la consecución de sus ambiciones. Sin duda el escenario la embrujaba, y la atmósfera que desprendía aquella noche estaba cargada de seducción; de una magia que se adhería a su piel hasta hacerla sentirse parte de toda aquella fascinación.
—El cielo en Ipu me parece tan distinto a este… —susurró eۀ—susurlla.
Neferhor recorrió con la vista la Vía Láctea, que se extendía a lo largo del Nilo.
—El río se mira en el vientre de la diosa Nut. Su reflejo está tachonado de estrellas. Ellas son las ánimas de nuestros antepasados. Tebas es una ciudad santa. Quizá por eso brillen aquí con inusitado fulgor —señaló el joven.
Niut se volvió hacia él para mirarle con intensidad. Se sentía agitada desde que llegara a la casa, y también por lo que sabía que iba a ocurrir. Su pecho subía y bajaba con cada respiración hasta hacer que el vestido que llevaba pareciese poseer vida propia. La diosa de nuevo se hacía corpórea, y Neferhor vio cómo extendía ambas manos hacia él para llevárselo; quizás allá arriba, junto a los luceros, o a un lugar mucho más lejano, desconocido por los hombres.
Todas las pasiones contenidas durante tanto tiempo se desbordaron en aquella hora. En la suave penumbra de la alcoba los dos amantes se despojaron de cuanto les ataba aún a sus conciencias, para entregarse en manos del destino. Hathor, la diosa del amor, los amarraba con hilos más poderosos que las maromas con las que se elevaban los obeliscos. Estos resultaban invisibles, pero a la vez tan evidentes que se aferraban más a ellos con cada hálito compartido, con cada caricia.
La pálida luz de la luna entraba en el habitáculo por el estrecho ventanal, igual que había ocurrido la noche en la que se amaran con anterioridad. Pero ahora no se trataba de ningún sueño. Ambos se encontraban allí, conscientes de lo que representaba aquel momento, sin importarles lo que Shai dispusiera para ellos en el futuro. Los instintos señoreaban en aquel cuarto, y no existía poder capaz de reconducirlos.
El deseo los aprehendió sobre el lecho cual si se tratara de dos almas desesperadas. Gimoteaban de manera inconexa en tanto respiraban el mismo aire, atrapados en su propia ansia. Neferhor recorría con sus manos cada curva de aquel cuerpo que volvía a presentarse ante él bañado por la claridad que les regalaba la noche. El milagro de nuevo se repetía, y esta vez no estaba dispuesto a que se desvaneciera. Al sentir cómo le presionaban los pechos, Niut gimió de satisfacción a la vez que esbozaba un rictus de complacencia. Su naturaleza fogosa se desinhibía después de mucho tiempo, y al punto ambos se sumergieron en el pozo de un deseo que amenazaba con devorarlos. Formaban parte del mismo delirio, y juntos corrieron en búsqueda del placer que tanto anhelaban.
Cuando Niut sintió al joven en su interior volvió a hacer un gesto de satisfacción. Notaba aquel miembro duro como el granito agitándose desbocado en lo que parecía una carrera sin retorno. Neferhor se entregaba sin reservas, como ella sabía que lo haría, en tanto Niut se deslizaba en la barca de sus sueños, envuelta por una nube de la que no quería bajar. Se sentía empapada en sudor, incapaz de controlar el placer que le producía aquella ánima atormentada que la penetraba con desesperación. Los movimientos de sus caderas lograban exasperar a su amante hasta hacerle gimotear lastimeramente, como si implorara su ayuda. Ella se apoderaba de su voluntad mientras ambos se abandonaban en una cópula que parecía no tener fin.
Neferhor se asía a aquellas nalgas que lo enloquecían, y rogaba a todos los dioses de Egipto que aquel viaje no acabara nۀ no acabunca. Ya no se hallaba entre los mortales, sino que recorría algún ignoto camino del que nadie sabía, perdido seguramente en algún lugar cercano a las estrellas. Padecía tal ardor, y se encontraba tan enardecido, que se sentía incapaz de poder saciar su deseo. Era como si atravesara los desiertos de Nubia con tan solo un pequeño odre de agua para el camino. La sed siempre le atormentaría, y él lo sabía. Por ello Neferhor se resistía a abandonarse en los brazos del deseo cumplido. Aquel cuerpo era todo cuanto quería, y pugnaba desesperadamente por no salir de aquella senda en la que los dioses le colmaban con todo lo bueno que pudiera desear. Pero sus
metu
parecían proponer otra cosa. Estos se habían ido llenando con su simiente y le avisaban de que pronto dejarían de refrenarla. Cualquier roce, la más ligera presión en su miembro, sería suficiente para ello; y así fue como ocurrió.
Al llegar aquel momento, el joven abrió los ojos como si con ello pudiera evitar lo inevitable. Luego se agarró con fuerza a las nalgas de su amante, que sentía cómo su interior se colmaba con el calor de la pasión satisfecha. Ella, a su vez, se dejó ir una vez más y, así, ambos quedaron suspendidos por un instante de aquellas estrellas que tanto les cautivaban, libres de las miserias mundanas, en un lugar de donde no querían regresar jamás.
Entre jadeos y suspiros apagados, las palabras de amor surgieron con espontaneidad. A pesar de su timidez, Neferhor volcaba sus sentimientos para susurrar al oído de su amante la pasión que lo había consumido durante toda su vida.
—Siempre te he amado; desde que era un pobre
meret
—le decía. Ella se acomodó a su lado con la cabeza junto a su cuello en tanto le acariciaba con ternura—. Durante todos estos años fuiste la última imagen que veía antes de dormir, y la primera al despertar. Una llama que nunca se apagaba. A pesar de la lejanía —le confesó él.
Ella le besó suavemente.
—Éramos solo unos niños; incapaces de adivinar que pudiera ocurrir algo así —dijo Niut.
—Yo soñaba con ello casi cada noche, en la soledad de mi celda en Karnak. Pero lo hacía convencido de que era un espejismo, un ensueño imposible que se había apoderado de mi corazón sin ningún fundamento.
—¿Dices que siempre me quisiste? —inquirió ella, halagada.
—Desde el primer día que te vi en el río. Una vez te dije que me casaría contigo.
—Lo recuerdo, aunque siempre me pareció una quimera. El sino de cada cual siempre es un enigma.
—Yo me marché siendo un niño, y Heny te hizo su esposa, como aseguraba que ocurriría. Regresé a vuestras vidas al cabo de los años, y no acierto a comprender cómo…
Niut puso un dedo sobre sus labios.
—Yo miraba pero no veía —murmuró ella, quedamente—. Nunca llegué a imaginar que algún día te convertirías en el dueño de mi corazón.
Aquellas palabras estremecieron al escriba, que la estrechó contra sí con fuerza.
—Eres el amor de mi vida, estoy seguro —dijo él, casi atropellándose—. Pero ahora todo parece imposible y…
—No digas eso —le cortó ella.
—Pero tú estás casada con Heny, mi amigo de la infancia. Ambos tenéis un hijo…
Niut se abrazó a él con fuerza y comenzó a sollozar.
—Mi vida ha sido como el Amenti. Un infierno en el que nada me faltaba y donde todo lo añoraba. Una jaula de oro en la que me resultaba insufrible permanecer y de la que, sin embargo, no tuve el valor de escapar. —Neferhor se incorporó levemente—. Así es —le corroboró ella, con los ojos velados por las lágrimas—. Elegí mal.
Semejantes palabras cayeron como una losa sobre el escriba. Su razón quedaba definitivamente aplastada por ellas, y también la posibilidad de reconducir aquella locura.
Ella volvió a besarle.
—Cuando te vi aparecer en mi casa lo comprendí. Fue algo inexplicable, pero tu
ka
vino a mí para envolverme por completo. Me poseyó mucho antes de que lo hicieras tú —continuó la joven.
El escriba se veía incapaz de ordenar sus ideas. Entonces Niut le contó cuanto había ocurrido. Le habló de los engaños de su esposo, de su amante siria, y del abismo que los separaba desde hacía años.
Apesadumbrado, Neferhor trataba inconscientemente de eximir a su amigo de aquel drama. Solo él era el culpable de la situación, y no podía dejar de pensar que, mientras Heny dormía su ebriedad en uno de los dormitorios de la casa, él cohabitaba con su mujer como un macho encelado de cualquier especie. En realidad era el señor de los hipócritas; un cínico formidable capaz de perpetrar las peores acciones y a la vez apiadarse de su amigo. Si era redención lo que buscaba, así nunca la encontraría; tan solo se justificaba ante sí mismo para constatar que el camino del
maat
hacía tiempo que no existía para él.
Sin embargo, era inútil engañarse. No se arrepentía de nada, y su único deseo era pasar todas las noches de su vida junto a aquella mujer que le absorbía por completo hasta hacerle flotar, como si hubiera abandonado su cuerpo mortal. Todo resultaba sencillo y a la vez complicado, pero a su naturaleza no podía engañarla. Esta volvía a estar sedienta, y las bajas pasiones hicieron acto de presencia de nuevo, sin que a ninguno de los amantes les extrañase. Estos volvieron a atropellarse en busca de aquel placer sin el que ya no parecían estar dispuestos a vivir. Recorrieron de nuevo los caminos estelares y Hathor abrió para ellos las puertas que daban acceso a los más excelsos goces. Eran prisioneros de sus instintos, una vez más, y así pensaban continuar hasta que Anubis viniera a llevárselos del mundo de los vivos. Se hicieron promesas de amor entre espasmos y convulsiones, y grabaron sobre sus pieles sudorosas el olor de sus propias esencias.