De esta forma el caso quedaría cerrado, y Ptahmose esperaba que el nombre del chiquillo se olvidara para siempre en aquel nomo en el que sus dominios habían sido gobernados por un genio del Amenti.
Neferhor se mantenía ajeno a semejantes políticas. La muerte de su familia le había causado tal quebranto, que durante semanas apenas habló con nadie. El niño se limitaba a contestar cuando le preguntaban a la vez que se refugiaba en sus estudios como si fuera la única tabla a la que agarrarse en medio de un mar enfurecido. Sejemká le dejaba con su pena, convencido de que solo el tiempo podría aliviarla, y actuaba como de costumbre pues Neferhor debía ser consciente de que la vida c quevitables ontinuaba para él.
Lo que nadie pudo evitar fue que la semilla del odio se instalara en el corazón de aquel niño. Era un sentimiento desconocido para el pequeño que, no obstante, cobró vida con inusitada fuerza. Set, el temible dios del caos y la ira, había hecho acto de presencia en un alma que no estaba preparada para ello. Entonces surgió el rencor, y la idea de que la impunidad no está sujeta a las reglas del
maat
; aquellas que se esforzaba en inculcarle Sejemká cada día.
Por las noches, en el silencio de la lúgubre alcoba, Neferhor adivinaba el rostro de Hekaib entre las sombras. Lo imaginaba mirándole burlón, como tantas otras veces, para estallar en carcajadas y hacerle ver el gran error que cometió al delatarle.
El
sehedy sesh
había cumplido su venganza, como todos se temían que haría, y el rapaz se creyó culpable de ello. Luego pensó en su padre y su hermana, para rememorar los momentos en los que habían reído juntos. Ya era la estación de la siembra,
Peret,
y el pequeño vio a los suyos cubriendo de semillas el feraz campo tapizado de negro limo para luego pisotearlo con ayuda de los animales durante días. A él le hubiera gustado estar allí, junto a ellos, sin importarle que nunca aprendiera las palabras de Thot. De pronto se acordó de Heny, su gran amigo, y también de Niut, a quien recordaba a menudo. Juntos nadarían y pescarían como tantas otras veces, sin tener que preocuparse más que de formar parte del ciclo vital de aquellos campos en los que habían nacido.
Pero aquello había muerto para siempre, como los suyos. Shai le había hecho una de sus jugarretas al ponerle en un camino en el que se sentía un solitario; perseguido por recuerdos que ahora no eran más que parte de un sueño. Solo había una realidad que parecía dispuesta a no separarse nunca de él. Una imagen grotesca y malvada de la que jamás se podría librar.
Hekaib se encargaba de recordárselo cada noche, y también que su venganza no estaba todavía cumplida; pero Neferhor no le temía. Entonces juró que algún día se encargaría de él.
El tiempo pasó sin sentir. Neferhor fue creciendo al ritmo de un templo del que ya formaba parte indisoluble. No tenía más casa que aquella, y su única familia la constituían los miles de personas que allí trabajaban. Sin duda nadie tuvo nunca tantos hermanos, aunque para Neferhor tal concepto apenas tuviera significado. Los rostros de sus seres queridos continuaban en el fondo de su corazón como una herida que no cicatrizaría jamás. Sin embargo, con el transcurso de los años, el dolor se fue transformando en una emoción adormecida que se despertaba en ocasiones para mortificarle.
La mayor parte de su tiempo la ocupaba enfrascado en el estudio, donde se había refugiado su alma, escuchando los consejos de su maestro que, a la postre, había terminado por convertirse para él en una suerte de padre espiritual. Sin duda, su buen asesoramiento y sus admoniciones ayudaron a forjar en el muchacho el carácter recto y reflexivo que ya nunca le abandonaría, así como a arraigar su natural retraimiento. Neferhor se convirtió, de e quevayudste modo, en un individuo observador y reservado que acostumbraba a hablar solo cuando la ocasión lo requería.
Nebamón era otra de las personas por las que sentía un gran cariño. El escriba siempre tenía alguna palabra amable para él, y siguió sus pasos durante todos aquellos
hentis
, atento a sus progresos. Estos acabaron por ser reconocidos por todos y significaron un orgullo para Sejemká, quien nunca había tenido un alumno mejor que aquel. En su opinión, el muchacho estaba llamado a alcanzar las más altas cotas, y se vanaglorió íntimamente de que, ya en su vejez, viera a alguien capaz de defender los derechos del divino Amón en un futuro no muy lejano.
En todos aquellos años, Neferhor había destacado en las más diversas disciplinas. La aritmética y la geometría no tenían secretos para él y, además, era un virtuoso del cálculo y el análisis. Realizaba cualquier operación con rapidez, y durante un tiempo ayudó en sus cometidos diarios a Nebnefer, el vigilante de las Medidas del Granero de Amón para las Ofrendas, quien quedó muy satisfecho.
Gracias a sus mentores, Neferhor fue discípulo de los sacerdotes horarios, que eran muy considerados en el templo. Al muchacho le parecían tan misteriosos, que desde el primer momento sintió un gran respeto hacia ellos, como si estuvieran imbuidos de una magia que solo perteneciera a estos. No cabía duda de que los sacerdotes horarios cumplían una función vital en Karnak, ya que eran los responsables de determinar el momento en el que debía iniciarse el culto diario en el santuario, así como la hora en la que se levantaban los sacerdotes.
Gracias a ellos, Neferhor aprendió a observar los luceros; a dibujar las constelaciones que estos formaban; a calcular el paso de las horas. En las noches estrelladas, el joven acompañaba a los sacerdotes que se instalaban en las terrazas para escrutar el cielo. La diosa Nut resultaba pródiga en extremo, pues su vientre tachonado de estrellas refulgía como si tuviera luz propia para ofrecer un espectáculo en el que los dioses manifestaban su poder.
Los sacerdotes horarios constituían un organismo formado por doce personas conocido con el nombre de
Unuty.
Eran muy celosos de su cometido y considerados como sabios, pues tenían acceso a los papiros milenarios en los que sus antecesores dejaron escritas las posiciones de los astros en los tiempos pretéritos. Ello dio origen a los «Libros de Nut», verdaderas tablas estelares en las que se podía seguir el tránsito de los decanos por el meridiano y conocer los movimientos estelares durante el ciclo anual.
Cuando mostraron a Neferhor el papiro en el que quedaba reflejado el reloj de horas equivalentes, el muchacho se sintió impresionado ante tales conocimientos. En él se hacía referencia a la variación de las horas diurnas y nocturnas dependiendo del mes. Esta era de dos horas por cada mes, para quedar igualado el día con la noche en el tercer mes de
Akhet
y en el primero de
Shemu.
[5]
En el recinto templario también existían diversas variedades de relojes diurnos. Unos eran de sol y otros de sombra, pero el que más llamaba la atención del joven era el
mrjyt
; una clepsidra utilizada para medir las horas nocturnas con gran precisión. El reloj era tan ingenioso que Neferhor quedó asombrado ante su funcionamiento, que se le antojaba perfecto.
—¡Es muy hermoso! —exclamó cuando lo tuvo por primera vez entre sus manos, ya que estaba fabricado de un alabastro casi translúcido.
—Lo es —le respondió uno de los sacerdotes—. Como verás, está bellamente trabajado con inscripciones que lo dividen en tres registros. En la parte superior se muestran a los treinta y seis decanos, en la central las estrellas próximas al Muslo, la Osa Mayor, y en la inferior se hallan representados los doce meses del año.
—Es un trabajo digno del mejor artesano —señaló el joven.
—Sin duda, y además muy bien pensado. Como puedes observar, tiene forma de tronco de cono invertido, con una cierta inclinación, exactamente de ciento diez grados. Si te fijas, en el interior hay grabadas unas escalas para medir las horas y otras que equivalen a los doce meses del año. —Neferhor observó con atención las marcas—. En el fondo del recipiente hay un orificio taponado por donde saldrá el agua una vez que hayamos llenado con ella la clepsidra. La altura del líquido dependerá del mes en el que nos encontremos —explicó el sacerdote— y, al quitar el tapón, el flujo será de diez gotas por segundo. Cuando estemos en el mes de
mesore
, cuarto de la estación del
Shemu
, principios del verano, las noches serán más cortas y la clepsidra marcará doce dedos; sin embargo al llegar a
meshir
, segundo mes de
Peret
, finales de diciembre, indicará catorce dedos pues estaremos en el solsticio de invierno.
Neferhor lo miró boquiabierto.
—¿Y por qué tiene esta forma inclinada? —preguntó.
—¡Je, je! Si el reloj fuera cilíndrico, el agua caería irregularmente durante las primeras horas y se vertería más agua. De este otro modo se evita dicho fenómeno.
Después de estas explicaciones el joven decidió que aquellos sacerdotes eran mucho más que observadores. No había magia que se pudiera comparar a tanta sabiduría. No le extrañaba en absoluto que muchos de estos acólitos fueran los encargados de elaborar los horóscopos y averiguar los días fastos y nefastos para cada año.
Neferhor sentiría siempre un gran respeto por los sacerdotes horarios, pero él tenía decidido su oficio desde hacía mucho tiempo. Serviría al divino Amón como escriba, y algún día se convertiría en
hery sesheta
de los sacerdotes lectores, en el gran celebrante, jefe de los Secretos de Amón.
Tras el paso de la pubertad, Neferhor se había convertido en un magnífico escriba. Aunque todavía no formaba parte del clero, cumplía funciones al servicio del templo a las órdenes de Nebamón.
Habían transcurrido siete años desde que abandonara Ipu, su tierra natal, y durante todo aquel tiempo apenas había salido de Karnak más que para visitar los templos de Millones de Años que se alzaban en la orilla occidental, o acompañar las solemnes procesiones organizadas con motivo de la fiesta de Opet, en la que el dios Amón se unía a su divina esposa Mut y a su hijo Khonsu para recibir las alabanzas de su pueblo, y a su vez renovar la naturaleza divina del faraón ante sus súbditos. La ciudad de Waset, Tebas, que se extendía como una enorme alfombra alrededor de las murallas del templo, no despertaba su interés. En cierta forma era como si le intimidara la visión de todos aquellos barrios que se apretujaban entre las lindes del desierto y el río en una pugna feroz por hacerse sitio en la estrecha franja de tierra fértil que quedaba entre ambos. Algunas zonas de la ciudad formaban verdaderos laberintos de callejuelas en las que los olores de las fritangas diarias se mezclaban con el de las bestias de carga y el de las inmundicias que sus paisanos solían arrojar en cualquier esquina, para crear un ambiente irrespirable. Neferhor no comprendía cómo podían apilar semejantes cantidades de basura tan cerca de sus casas, y mucho menos que fueran capaces de respirar aquel aire nauseabundo. En verano, cuando el calor se hacía insoportable, el hedor de los residuos invitaba a no aproximarse a aquellos lugares, y por las noches llegaban hasta el templo las risas de las hienas que se aventuraban hasta allí para devorar el repugnante festín que les habían preparado.
Los
sunu
del templo aseguraban que por aquellos barrios la diosa Sekhmet, la que trae las enfermedades, andaba suelta, dispuesta a saciar su ancestral venganza contra los hombres, y que era mejor no adentrarse en ellos. Entonces Neferhor recordaba los hermosos campos que rodeaban el lugar donde pasó su niñez, y el fragante aire que disfrutaba a diario, sin poder evitar sentir cierta añoranza. No obstante, en Tebas también se levantaban magníficos palacetes y villas de ensueño que en nada se parecían a los barrios bajos. Desde las terrazas de los edificios del interior del templo se podían vislumbrar los hermosos jardines de algunas de estas mansiones, así como las elegantes casas que muchos de los funcionarios se habían hecho construir en las proximidades del recinto de Karnak, junto a sus murallas; una zona muy codiciada, quizá porque con ello creyeran que serían capaces de conseguir la protección permanente del divino Amón.
Pero la santidad no era algo que se pudiera contagiar, y menos en una ciudad tan populosa como aquella, enclave de caravanas venidas desde todos los rincones del mundo conocido, en la que convivían cincuenta mil almas que la hacían bulliciosa y ciertamente pintoresca, por mucho que sus habitantes la tuvieran como capital espiritual de Kemet.
Más allá del ambiente religioso que impregnaba la capital, Tebas era una ciudad rebosante de vida en la que se hacían buenos negocios. El nombre de Amón era garantía suficiente para que la urbe se viera colmada por las riquezas que llegaban desde todos los puntos del imperio. La prosperidad hacía que sus habitantes se vanagloriaran de su dios protector hasta sentirse verdaderamente tocados por la fortuna que este les procuraba.
El lujo y las riquezas corrían como nunca antes en la historia del país, y Tebas se sentía invadida por las nuevas corrientes llegadas de Oriente que hacían furor entre las clases acomodadas. Las mismas casas de la cerveza habían sufrido los efectos de aquella influencia asiática, hasta llegar a convertirse en locales sofisticados en los que los ricos comerciantes acudían a solazarse con hermosas mujeres procedentes de lejanos países. Entre estas las mitannias estaban de moda, y los hombres llegaban a pagar auténticas fortunas por conseguir sus favores, ya que eran poseedoras de una exótica belleza y muy hábiles en las artes amatorias. Incluso el mismísimo faraón se había rendido a sus encantos al tomar por esposa a Gilukhepa, hija del rey Shuttarna II de Mitanni. Gilukhepa enardeció al dios de tal forma, que ni siquiera la todopoderosa reina Tiyi había podido evitar que el hijo que aquella le diera, el príncipe Tutmosis, fuera nombrado sucesor al trono de Egipto.
Todos estos comentarios sobre las bellas mitannias habían llegado a oídos de Neferhor como lo hacen los rumores, distorsionados cuando no aumentados, hasta crear no poca confusión en el corazón del joven. Este hacía tiempo que había pasado la ceremonia del
sebu
, en la que había sido circuncidado ante los ojos de Amón. Su prepucio había quedado como ofrenda al Oculto, junto al de otros muchachos que habían tenido el honor de alcanzar la purificación en el sagrado templo de Karnak. Neferhor había mantenido esa pureza desde entonces, y a sus diecisiete años todavía no conocía mujer. Por ese motivo todas aquellas habladurías que le llegaban desataban en su interior emociones que a duras penas acertaba a controlar.