Aquel enorme pilono había comenzado a ser edificado poco después del quinto año de reinado de Amenhotep III, quien no había dudado en desmontar la docena de construcciones que se alzaban junto al pórtico de entrada para llevar a cabo su magno proyecto. Hubo que desmantelar algunas capillas y santuarios que fueron depositados posteriormente en los cimientos del grandioso pilono de piedra arenisca.
Era una entrada enorme, como correspondía a un dios como aquel, cuya puerta, enteramente cubierta de oro, le daba una dimensión que parecía transmutar lo humano en divino. En ella se encontraba una imagen de Amón revestida del más rico lapislázuli con incrustaciones de oro y valiosas piedras preciosas, como no poseyera ningún otro monumento en Egipto. Era tal su magnificencia que Neferhor sintió temor ante semejante visión; consciente de que al traspasar aquella entrada, quizá su destino ya nunca le pertenecería. Una mano le invitó suavemente a continuar, y el pequeño se vio en la frontera que daba acceso a un universo cargado de esplendor y a la vez de misterio. Una obra que recordarían los tiempos para mayor gloria del Oculto y el dios viviente Nebmaatra, Amenhotep III, el más prolífico constructor de toda la historia de Egipto.
El faraón había conseguido su propósito de separar lo humano de lo divino, al menos para Neferhor, quien nunca había podido imaginar un lugar como aquel. ¿Cuántas toneladas de piedra habían sido necesarias para levantar aquellos monumentos? Allí los cálculos del pequeño no valían para nada.
Al otro lado del pilono había un patio con cuatro obeliscos macizos, cuyos vértices apuntaban al cielo. Tutmosis I y su nieto Tutmosis III los habían erigido, dos cada uno, como un tributo más al Oculto por dirigir su brazo victorioso en las guerras que habían emprendido, y más allá se alzaban imponentes otros dos construidos por la reina Hatshepsut.
—Existen otros tres pilonos más hasta llegar al santuario de Amón —le explicó Nebamón—. Un recinto que quizás algún día puedas visitar.
El niño le miró sin poder ocultar su excitación y se encontró con la sonrisa del escriba, que no en vano se hacía cargo de sus emociones. En Karnak todo estaba hecho a la me heEl niñdida de los dioses.
Karnak representaba un Estado en sí mismo. Un territorio dentro del país de Kemet con su propia administración y gobernado por el rey de los dioses. A través del «primero de sus servidores», Amón dictaba la política más conveniente para salvaguardar sus vastos intereses y administrarlos con sabiduría.
Ipet Sut, que era como los antiguos egipcios llamaban a Karnak, era un microcosmos completamente autónomo, en el que los acólitos del dios se esforzaban a diario para que el perfecto engranaje de la maquinaria del Templo se mantuviera siempre engrasado. Allí no había sitio para la improvisación, y cuanto se ejecutaba se hacía con arreglo a unas normas que se cuidaban al detalle y que eran cumplidas desde el primer profeta hasta el último siervo. Aquella política basada en una admirable organización había dado magníficos resultados durante siglos, hasta el punto de que lo que un día comenzara con pequeñas construcciones hacía mil cuatrocientos años, se había transformado en la mayor estructura religiosa construida por el hombre. Nunca, en el transcurso de los tiempos, se vería superada.
Las primeras edificaciones habían dado paso a un imperio colosal que poseía cerca de trescientas mil hectáreas de terreno cultivable por todo el país, cuatrocientas mil cabezas de ganado y unos ochenta mil esclavos; amén de cuarenta y seis astilleros y una flota de más de ochenta barcos. Además, Karnak era dueña de sesenta y cinco ciudades e inmensas cantidades de oro, plata, cobre y piedras preciosas, acumuladas con habilidad a través de los siglos.
No resultaba extraño que a una ciudad así la hubieran bautizado con aquel nombre, Ipet Sut, que significa «el más selecto de los lugares», y tampoco que, con semejante poder económico, Amón se hubiera convertido en el rey de los dioses.
Su fortuna, sin duda, había resultado sorprendente, pues de ser un oscuro dios de Tebas había pasado a convertirse en la más poderosa divinidad del inagotable panteón egipcio.
Al observar la santa ciudad de Amón, cualquiera podía percatarse de la magnitud de lo que representaba. Karnak era todo un universo en sí mismo al servicio del Oculto. Más allá de un alto y bajo clero perfectamente jerarquizado existía todo un ejército de personal auxiliar al servicio del Templo. Dicha servidumbre se ocupaba de la buena marcha diaria de los asuntos del dios, pero sin tener que ejercer ninguna misión religiosa. Entre ellos se hallaban recaudadores de impuestos, policías, escribas, cocineros, labradores, ganaderos, pescadores, artesanos…; y un regimiento de albañiles, carpinteros, escultores o pintores se encontraban a las órdenes del clero, allí donde fueran necesarios.
Naturalmente, una administración como aquella necesitaba personal cualificado para atender de forma conveniente las necesidades y la explotación de tan cuantiosos bienes, que podían abarcar desde el cuidado de las colmenas de abejas hasta la explotación de las minas de oro del Sinaí.
Semejante vasallaje hacía que la ciudad de Tebas gravitara alrededor del Templo. Waset, que era como llamaban a esta, se extendía orgullosa al amparo de aquel poder que se les antojaba omnímodo. Ella era la capital del sur, y durante los últimos siglos se había beneficiado comercialmente hasta convertirse en unaertro de ciudad próspera a la que llegaban mercaderías desde los más remotos lugares del mundo conocido. La riqueza y la opulencia se habían instalado en Kemet, y Waset no era ajena a ello, aunque fuera considerada la capital espiritual de la Tierra Negra.
Así era el mundo que abría sus puertas a Neferhor; un lugar al que nunca soñó poder acceder. Iki quedaba definitivamente atrás; olvidado en un pequeño campo del nomo de Min. Pero al niño no le importó pues, de alguna manera, sentía que había nacido de nuevo a la vida, y esta vez con el nombre que le correspondía.
La Casa de la Vida de Karnak era sin duda una de las más prestigiosas de Egipto. Había otras bastante más antiguas, como las de Heliópolis, Menfis o Abydos; sin embargo, el creciente poder del dios Amón había conseguido que fueran muchos los que quisieran estudiar en su templo. Por eso a Karnak no solo acudían los que aspiraban a convertirse algún día en sacerdotes, sino todos aquellos que deseaban profundizar en el estudio de alguna materia en particular. Los archivos del templo se vanagloriaban de guardar todo el conocimiento acumulado en Kemet desde hacía milenios, incluyendo copias de los papiros más antiguos, que habían terminado por perderse con el transcurso de los siglos.
Pero no solo los iniciados eran bienvenidos a Karnak, también acudían los que nada sabían y pretendían aprender las palabras de Thot. Eran pues muchos los niños que iban a estudiar los primeros símbolos jeroglíficos y reglas gramaticales de manos de los maestros. Lo habitual era que con cinco años los pequeños empezaran su aprendizaje en la Casa de la Vida, aunque podían ser admitidos hasta los diez. Educarse en un lugar como aquel era muy caro, por lo que los pequeños que solían ingresar en él pertenecían, en su mayor parte, a las clases acomodadas. Por lo general, estos no estaban internos en el templo, sino que se presentaban cada día acompañados por alguno de sus padres. Solo si, con el transcurso de los años, deseaban pertenecer al clero de Amón, debían ingresar en Karnak.
No obstante, también había niños de condición humilde que, por un motivo u otro, eran aceptados en la Casa de la Vida. Generalmente, estos vivían dentro de la ciudad santa, donde recibían cobijo y manutención a cambio de realizar funciones de ayuda diaria en el templo. Obviamente, Neferhor pertenecía a este grupo, y él se sentía bendecido por la fortuna.
La jornada para el pequeño comenzaba al alba. Todavía con las sombras, Neferhor se aseaba convenientemente en unas grandes pilastras que contenían agua fresca del río. Acto seguido se encaminaba hacia la panadería, donde ayudaba a colocar el pan recién horneado para su distribución en el templo. Al chiquillo le gustaba mucho el olor que despedía aquel lugar y aprovechaba para desayunar alguno de los panecillos con anís que tanto le gustaban. Luego, cuando Ra-Khepri, el sol de la alborada, se alzaba en la mañana, salía corriendo para acudir a clase donde le esperaba el temible Sejemká.
Sejemká era un viejo alto y enjuto cuyos brazos, azulados por la gran profusión de venas que tenía, más parecían sarmientos que otra cosa. Él era el escriba encargado de enseñar a leer y escribir a los recién llegados, y toda una institución en Ipet Sut. Por sus manos habían pasado la mayor parte de los escribas y sacerdotes que cumplían alguna función para el templo, y era respetado tanto por sus conocimientos como por la intachable conducta que había observado da y manuturante toda su vida. El viejo nunca se había casado, y toda su existencia la había dedicado a servir a Amón como mejor sabía; recluido en su templo, enseñando.
Sobre Sejemká se contaban curiosas historias que habían ido desarrollándose a través de los años. Algunas decían que procedía de una familia tan antigua como el propio Kemet, en la que siempre había existido un miembro dispuesto a transmitir sus conocimientos a los demás; y otras que en el transcurso de su dilatada carrera Sejemká nunca había hecho distinciones entre sus pupilos, para mostrarles cuál era el camino que esperaba que ellos siguiesen; sin ninguna doblez.
Pero, sin duda, los relatos más numerosos hablaban acerca de la personalidad autoritaria del maestro y su gran severidad. Sobre este particular corrían todo tipo de rumores y, peor aún, chismes. Había quien juraba ante el mismísimo Amón que el viejo escriba había sido capaz de zurrar de lo lindo nada menos que al heredero de la doble corona, el príncipe Tutmosis, con el beneplácito de su padre el faraón, quien consideraba que lo mejor era dejar que los maestros impusieran la disciplina que los padres nunca serían capaces de impartir. Según aseguraban, al viejo no le tembló la mano a la hora de repartir sus castigos hasta meter en vereda al díscolo principito; y nadie dudaba de ello a juzgar por la afición que Sejemká demostraba por el uso de la vara de junco. No había alumno que no la hubiera probado en alguna ocasión, y esta circunstancia también había llegado a formar parte de su propia leyenda. El viejo escriba se tenía por un perfecto conocedor del alma de sus pupilos. Para él, la mayoría de ellos no eran sino unos redomados bribones que venían a pasar el rato y, de paso, a intentar aprender algo a la vez que se reían del maestro. Mas con él lo tenían difícil, ya que se sabía todos los trucos que los mismos alumnos le habían enseñado en el transcurso de los años.
No tenía más que agitar suavemente su vara para que las aguas volvieran a su cauce. La vieja máxima que decía: «los oídos del alumno se encuentran en su espalda», era seguida a rajatabla por el maestro quien, por otra parte, había llegado a un grado de virtuosismo tal en el manejo de su particular fusta, que era capaz de realizar con ella los alardes más inauditos, para asombro de unos discípulos que terminaban por ver en el viejo todo un compendio de fuerzas tan heterogéneas como pudieran resultar el castigo y el conocimiento.
El primer día de clase, Sejemká siempre comenzaba diciendo la misma cantinela:
—Yo quisiera que amaseis los libros más que a vuestras madres.
Los chiquillos solían mirarle atemorizados para maldecir en silencio el lugar al que les habían llevado. Sejemká, que se regocijaba por ello, les solía mirar con toda la altivez de que era capaz para hacerles ver su ignorancia.
—Esta frase pertenece a la
Sátira de los oficios
—les aclaraba—. Una obra que deberéis conocer muy bien si queréis que os apruebe.
Acto seguido solía hacer bailar su famosa vara.
—«Ser escriba es la más grande de todas las profesiones —les señalaba muy serio—. No existe otra que se le pueda comparar.»
La primera vez que Neferhor vio a Sejemká, este le causó una profunda impresión. La fusta que agitaba el escriba mientras se daba a conocer apenas le intimidó; quizá porque su cuerpo se hallaba habituado a las desventuras desde que tenía uso de razón. Un golpe más o menos no le inquietaba; lo que verdaderamente le impresionaba era el vasto conocimiento que aquel hombre demostraba en cada frase, con cada palabra. Su cuerpo consumido, apenas cubierto por un faldón blanco que le caía desde el pecho y una cinta que cruzaba este, símbolo de su condición de maestro, venía a demostrar una vez más al pequeño en dónde radicaba el verdadero poder de las personas. Los ojos del viejo, de un inusual azul claro, transmitían a todo aquel que estuviera dispuesto a leer en ellos la fuerza que solo la sabiduría es capaz de proporcionar. Sin saber por qué, el niño se vio atrapado por ella desde el primer momento, y no le importó en absoluto.
Todos los días, Sejemká iniciaba su clase efectuando el ritual que los escribas debían realizar antes de ponerse a escribir: mojaba su cálamo en el tintero y lanzaba las gotas a su alrededor en honor del gran sabio Imhotep.
—No olvidéis nunca que es Thot quien se halla detrás de cada palabra que escribís. Él es el dios de la sabiduría, el que os guía en cada momento para encontrar el término adecuado —les recordaba—. Guardaos de hacer un mal uso del favor que os otorga, y no cometáis abusos contra el ignorante.
Como era habitual, al principio los estudiantes practicaban la escritura sobre
ostrakas
, fragmentos de cerámica en los que aprendían a escribir los pequeños, ya que los papiros eran caros. De este modo no resultaba gravoso equivocarse, aunque no por ello se estuviera exento de recibir algún correctivo.
Neferhor se encontró en una clase ciertamente variopinta; más por la edad de los pupilos que por su condición. Había niños de varias edades, aunque él fuera el mayor, y también el más humilde. Sin embargo, no fue esto lo que llamó la atención del maestro. Sejemká necesitó muy poco tiempo para darse cuenta de la lucidez que poseía aquel chiquillo, y también de los deseos que demostraba por aprender.
Los vergajazos no suponían un problema para él, y no sentía temor a equivocarse si con ello aclaraba sus dudas. El maestro lo midió en varias ocasiones para convencerse de que aquel niño había crecido entre castigos y ya no eran necesarios los suyos.
Sejemká había tenido alumnos de posición humilde en otras ocasiones, y casi siempre resultaban buenos estudiantes. Pero en Neferhor había algo más que aplicación y buen comportamiento; el pequeño tenía un don, y el maestro fue capaz de percibirlo enseguida. Aquel rapaz asimilaba las lecciones con gran facilidad, y además era muy perspicaz; pero fue a la hora de estudiar los números cuando Sejemká verificó sus sospechas.