Nebamón no pudo evitar hacer un cálculo de lo que el
sehedy sesh
se debía de haber embolsado durante aquellos años. Había sido una época de bonanza económica y magníficas cosechas, que él había administrado con total impunidad. El contable estimó una cantidad cercana a los mil
khar
de trigo por temporada, lo que con el paso del tiempo representaba una verdadera fortuna. Enseguida dedujo el entramado que el escriba tuvo que organizar. Acaparar tal cantidad de grano no era fácil, ya que se necesitarían silos enormes que, inevitablemente, llamarían la atención.
A Nebamón no le extrañó que Pepynakht viviera en una lujosa villa, ni que fuera tan aficionado al oro. El metal de los dioses abundaba en aquella casa y el contable se imaginó los arcones repletos de joyas; desde la cornalina hasta el preciado lapislázuli. Aun así, aquel bribón acumularía grano para la especulación, de eso no tenía duda, y también lo utilizaría para acallar algunas bocas, como las de los funcionarios que trabajaban con él. Al final esto era siempre un motivo de conflictos, ya que las ambiciones se despertaban en los corazones de los escribas, y alguno terminaba por denunciar cuanto ocurría.
Nebamón tenía claro que poco o nada podría hacer contra el
sehedy sesh
salvo relevarle de su cargo. En condiciones normales, un tribunal ordinario que tratara faltas contra la propiedad privada impondría penas que iban desde la devolución de la mercancía robada hasta una multa por un importe del doble de su valor. Claro que, ante un caso tan escandaloso como aquel, el juez podría decretar algún tipo de castigo corporal; cien o doscientos bastonazos y puede que hasta alguna herida sangrante. Si el fraude se hubiera perpetrado en detrimento de los intereses del Templo, el caso sería tratado como un delito grave contra la religión. Los crímenes de Estad {enevivierao y contra los templos solo podían ser juzgados por el faraón o el visir, y los culpables se exponían a condenas que iban desde la mutilación hasta la pena capital, pasando por el exilio al lejano país de Kush. Los verdaderos lesionados de aquellos abusos habían sido los pobres campesinos, pero ellos eran simples
meret
, siervos, y poco podían hacer.
Cierto era que las reglas del
maat
habían sido pisoteadas en aquel nomo, y que el clero de Karnak podía pedir responsabilidades por ello, pero no en esta ocasión.
Durante semanas, Pairi y Nebamón recorrieron la provincia para visitar la totalidad de los campos sobre los que tenían jurisdicción. Midieron escrupulosamente cada parcela en busca de alguna irregularidad en la delimitación de las lindes por la que se pudiera responsabilizar a Pepynakht, pero los mojones se hallaban en donde debían, y todo lo encontraron en orden. Decidieron entonces regresar a Ipu, pues el nivel del río comenzaba a subir, para llevar a cabo las últimas diligencias.
Al enterarse del sobrenombre por el que era conocido el
sehedy sesh,
Nebamón no pudo reprimir una carcajada. Quienquiera que se lo hubiese puesto, era un nombre ingenioso, aseguraba entre risas. ¡Hekaib! ¡Menuda broma!
También se interesó por el pequeño que tan fructífera conversación había mantenido con Pairi. Cuando supo cómo le llamaban se sonrió, aunque por motivos bien diferentes. A Nebamón le gustaban mucho los niños, y sintió deseos de conocer a aquel chiquillo al que, al parecer, le gustaba hacer cálculos de todo tipo, y andaba en tratos con el mismísimo Sobek.
Corría el mes de
mesore
, cuarto de la estación de
Shemu
, cuando Neferhor se aplicaba a la dura tarea de trabajar en los campos. Hacía un mes que la estrella Sopdu, Sirio, se había anunciado al amanecer por el este, después de haber permanecido oculta durante setenta días, para dar con ello la bienvenida a un nuevo año. El dios Thot, sabio donde los hubiere, se había adelantado a enviar a sus heraldos desde las tierras del sur, y así los ibis blancos habían aparecido sobre el valle, sobrevolándolo con antelación para avisar de la proximidad de la crecida. Esta coincidía con la aparición de Sirio en el horizonte en una suerte de orden cósmico que a todos maravillaba. A mediados del mes de
epep
, finales de mayo, principios de junio, el nivel de las aguas comenzaba a subir como empujado por la invisible mano de Hapy, el dios que moraba en ellas. Primero en Asuán, y veinte días después en la milenaria Menfis. En el mes de
mesore
, hacia primeros de julio, el paupérrimo cauce, de apenas un metro de alto un mes atrás, se cuadruplicaba hasta alcanzar los cuatro metros de altura en la capital del sur, y para el día veinte, ya en el mes de
thot
, en la estación de
Akhet
, la inundación, el río se desbordaba. En
paope
, el segundo mes de
Akhet
, hacia mediados de agosto, tenía lugar el período de «las aguas altas», que llegarían a Menfis a finales de ese mes. Todo Egipto quedaba entonces anegado, y solo sobresalían las aldeas y los monumentos. En esa misma época se registraban los valores más altos en Asuán, y unos diez días más tarde en Menfis. Los nilómetros darían una medida del nivel de las aguas y con ello una predicción del tipo de cosecha que se esperaría para ese año. Si el río no alcanzaba los doce codos de altura en Elefantina, habría hambre; si se llegaba a los trece, escasez; con catorce habría alegría; con quince seguridad; y a partir de dieciséis abundancia. Un nivel perfecto serían los veinte codos, unos diez metros, y más de veintidós resultaría desastroso. En Menfis se alcanzarían dos tercios de ese nivel, y en el delta un tercio.
Todo aquel milagro de la naturaleza, en el que los habitantes de Kemet veían la mano de los dioses estelares, se mantendría durante diez o doce días más, para luego ir disminuyendo muy lentamente; tan despacio que las aguas continuaban bajando prácticamente durante todo el año. En el mes de
meshir
, finales de diciembre, segundo de
Peret
, la estación de la siembra, el nilómetro de Asuán registraba cinco metros de altura, unos diez codos, y a partir de ese momento disminuiría un metro por mes.
Esta lenta retirada de las aguas aseguraba que todo el subsuelo permaneciera totalmente anegado y húmedo durante mucho tiempo, para impregnar así la tierra del rico sustrato que transportaba el río. El limo cubría por completo la tierra de Egipto, para nutrir sus campos con un abono que hacía de aquel proceso un prodigio para quien lo viera, y una bendición para los habitantes de la Tierra Negra.
Mesore
era un mes de gran actividad en los campos, y Neferhor se aplicaba a la tarea como hacía el resto de agricultores. Había que dejar las parcelas listas para el invierno, y eso significaba que debían cavar canales y levantar
meryt
, barreras de contención para proteger sus casas de la crecida. Además construirían
denyt
, diques de retención, tan necesarios para el invierno. Los escribas solían ayudar en la labor, eligiendo los lugares más propicios para su emplazamiento. Los diques eran fundamentales, ya que cuando el nivel del Nilo bajase los campesinos remarían en sus barquichuelas de papiro hacia las tierras para cerrar las esclusas de sus diques, y así el agua se escurriría lentamente para depositar todo su lodo. Un mes y medio más tarde soltarían toda el agua, con lo que la tierra quedaría preparada para la siembra.
Al pequeño, aquello de levantar barricadas o cavar canales no le gustaba nada. Era el trabajo que más le desagradaba, quizá porque siempre había escuchado a su padre hablar de ello con resquemor.
Mesore
era el preámbulo de la gran crecida y no había demasiado tiempo para poder llevar a cabo una labor como aquella. Después de haber segado, trillado y aventado el grano, había que construir diques; mucho trabajo, sin duda, para una tierra que ni siquiera les pertenecía. Mas lo peor venía después.
Neferhor veía la inundación como un período extraño en el que su familia se desperdigaba como si fueran
bas
perseguidos por la Devoradora. En cuanto el agua cubría las tierras, su padre corría a esconderse en casa de unos compañeros.
—Vosotros no corréis peligro —aseguraba el viejo muy serio—. Pero mis huesos son otra cosa.
A Neferhor la actitud de su padre le parecía comprensible, y hasta loable. La estación de la crecida era una mala época para los labradores, ya que los campos se llenaban de agentes en busca de mano de obra para trabajar en los monumentos que erigía el dios. Se trataba de auténticas levas que se dedicaban a la caza y captura de cuantos infelices se cruzaban en su camino. La corvada, que así se conocía a quienes perpetraban tales prácticas, no reparaba en quejas ni razones, y organizaba verdaderas persecuciones. Los campesinos, que ya los conocían, huían para poder librarse del duro trabajo que les esperaba si los atrapaban, aunque este fuera remunerado.
Kai ya tenía experiencia en semejantes lides, y con haber ayudado una vez a levantar los templos de Kemet creía que había cumplido con creces. El pobre casi pereció en las inhóspitas tierras de Kush en el levantamiento de un templo en Soleb. Como ya sabía dónde vivía, la corvada siempre volvía para reclutarle, así que el viejo escapaba en cuanto podía, pues si había de morir quería hacerlo en los campos que tanto amaba. En cuanto terminaran de levantar los diques, Kai se marcharía.
Aquella mañana, padre e hijo se encontraban atendiendo su labor cuando un barco se aproximó al pequeño embarcadero situado en la orilla, cerca de uno de los lindes. Era un bajel de carga, de los muchos que acostumbraban a navegar por el río para transportar las mercancías de un nomo a otro, aunque este tuviera sus singularidades.
Neferhor nunca olvidaría su estampa, ni la impresión que le causó. Poseía unas formas elegantes, con una popa que se elevaba airosa y una proa que se alzaba con orgullo, rematada por un mascarón con forma de cabeza de carnero. La vela, de un blanco inmaculado, llevaba grabado un ganso, y estaba siendo arriada mientras los marineros utilizaban sus pértigas para atracar en la pequeña dársena. Aquellos símbolos, el ganso y el carnero, eran los emblemas del dios Amón, a quien pertenecía aquel navío.
El pequeño se quedó mirándolo embobado. No era la primera vez que veía uno, mas en esta ocasión le pareció diferente. Seguramente era debido a la impresión que le había causado el sacerdote, apenas un mes atrás. Aquel hombre rebosaba sabiduría, y su figura se le antojaba cargada de misterio y quién sabe de cuántos conocimientos ocultos. El niño notó su poder, y también se percató de lo sencillo que le había resultado hacerle hablar de lo que no debía. Su padre le había castigado por eso, pero a él no le importaba. El sacerdote representaba todo aquello que él anhelaba en la vida, y el pequeño había fantaseado con ello.
Tal y como le había aconsejado, el niño rezó cada noche a Amón para pedirle cuanto ambicionaba; incluso su hermana participó en sus plegarias a fin de animarle a mantener incólumes sus ilusiones.
—Es el rey de los dioses —le animaba—, no hay nada que no pueda hacer.
Del "#0ar en labarco bajaron unos hombres, pero el chiquillo no distinguió al sacerdote entre ellos. Había varios escribas, y también algunos marineros. Al verlos, su padre dejó de trabajar e hizo uno de sus gestos característicos.
—Vienen a por su grano —comentó casi entre dientes—, antes de que el nivel del río les impida atracar.
Como viera que emprendían la marcha hacia donde estaban, el viejo se apresuró a salirles al encuentro, pues con ellos nunca se sabía. Al no ver a Hekaib, Kai respiró tranquilo, y mandó a su hija a por un poco de agua fresca.
—Ra-Horakhty descarga hoy su furia sin piedad alguna —dijo el que iba al frente a modo de salutación.
—Estamos en la época —contestó Kai.
El visitante lanzó una carcajada.
—Tienes razón. Líbreme Amón de las estaciones en las que los días están mal dispuestos; del «año cojo», en el que el verano sustituye al invierno y los meses están desordenados. Líbreme del
renpit gab
, el año cojo.
Neferhor se quedó boquiabierto al escuchar toda aquella retahíla de labios del escriba. Era la primera vez que asistía a algo parecido, pues de ordinario acostumbraban a tratarlos sin miramientos ni confianzas, y al momento sintió simpatía por el extraño.
—Mi nombre es Nebamón —dijo el visitante—, y soy el inspector contable de los Graneros de Amón. Supongo que adivinarás a qué hemos venido.
—El grano está dispuesto desde hace tiempo. Listo para ser transportado —apuntó Kai sin inmutarse.
—Mejor así —señaló el escriba en tanto se volvía hacia sus acompañantes—. El río no esperará por nosotros y hay que darse prisa.
Enseguida Repyt llegó con un cántaro de agua fresca que ofreció a los funcionarios. Nebamón bebió con deleite y luego pasó el recipiente a sus acompañantes mientras se secaba el sudor de su frente. Acto seguido miró al chiquillo.
—Tú debes de ser Neferhor —señaló sonriente. El niño se puso colorado, como solía ocurrirle a menudo, y Nebamón le miró divertido—. No debe extrañarte que haya oído hablar de ti —prosiguió el escriba—, tienes tu fama bien ganada.
El pequeño no supo qué decir; ni siquiera se atrevió a mirar al escriba. Este se volvió hacia su padre.
—Dispón todo adecuadamente para que empiecen a cargar los sacos.
Kai hizo un gesto de conformidad y pidió a su hijo que le acompañase.
—Permítele que se quede un instante conmigo —le rogó Nebamón.
Kai se quedó perplejo, pero no dijo nada, y al punto se marchó acompañrchogó ado de Repyt y el resto de aquel séquito.
Nebamón permaneció en silencio durante unos instantes, y luego hizo un ademán con su mano para señalar el barco.
—Caminemos hacia el embarcadero —invitó al niño con amabilidad.
Este comenzó a andar sin saber qué pensar. Aquellos hombres eran poderosos de verdad, mucho más que el despreciable Hekaib, y le intimidaban. Además, su padre le había castigado tras su conversación con el sacerdote, y aquel escriba que le invitaba a acompañarle parecía ser tan importante como Pairi. Sin embargo, el chiquillo se sentía fascinado por ellos. Ambos usaban las mismas formas pausadas, las palabras medidas, sin atropellarse. Sus solas miradas parecían dominar cualquier situación y atemorizaban a cuantos los acompañaban. El niño tenía la sensación de que aquellos hombres podían leer en los corazones si se lo proponían, y los imaginaba efectuando toda suerte de ritos misteriosos a los que solo ellos podían acceder en lo más profundo de los templos. Debían de conocer secretos insospechados, se decía el chiquillo, impresionado, en tanto observaba de reojo al escriba que caminaba a su lado. De pronto, este se dirigió a él.