—Toma un poco de queso —le ofreció—, y prueba los pasteles; te gustarán.
Hekaib alargó su mano en un acto reflejo para llevarse aquellos alimentos a la boca. Cuando saboreó los pastelillos, su rostro se iluminó.
—Humm… —exclamó con glotonería; luego se chupó los dedos e hizo una mueca grotesca—. No podría aspirar a tener una esclava que me tratara mejor —continuó como quien dice algo ingenioso—. Ahora que la estación de la crecida se aproxima tendré que frecuentar más tu compañía. —Luego lanzó una risotada y se comió otro pastelillo.
Repyt clavó su mirada en él pero no dijo nada; se limitó a ofrecerle el pequeño cántaro de cerveza. Hekaib echó un buen trago y luego se relamió complacido.
—¿Estás satisfecho? —quiso saber ella.
—He de reconocer que sí —contestó el escriba a la vez que se miraba el miembro que parecía dormido. Luego volvió a reír.
Repyt fingió una sonrisa y se le acercó zalamera.
—¿Intuyo que tienes una petición que hacerme? —le preguntó él con astucia.
—Tan solo una muestra de tu generosidad —contestó ella con candidez.
Hekaib se limpió lo mejor que pudo y la miró un instante antes de levantarse y ponerse su faldellín.
—¿Acaso pretendes que os haga un descuento en tu porcentaje? —inquirió el escriba receloso.
Repyt le mostró las palmas de sus manos en señal de conformidad.
—Nunca osaría plantearte semejante cosa —se apresuró a decir ella. Hekaib alzó una de sus cejas con suspicacia—. Lo que quiero pedirte nada tiene que ver con tu hacienda, ni es gravoso para ti.
El
sehedy sesh
terminó de vestirse y miró fijamente a la joven.
—No es para mí para quien solicito tu ayuda —se decidió a decirle—, sino para mi hermano.
—Tu vieja pretensión de que sea admitido en alguna Casa de la Vida, ¿no es así? —señaló él con suficiencia.
—Ese es mi mayor deseo.
Hekaib hizo un gesto de fastidio.
—Te equivocas al decir que tu anhelo no es gravoso para mí. Lo es; y mucho. ¿Quién trabajará por él? ¿Tú?
—Lo haré; durante todo el día si es preciso. Si es necesario, contrataremos más brazos.
Hekaib rio con desdén.
—¿En serio? ¿Y cómo podréis vivir?
—Eso no debe preocuparte —contestó ella sin poder contenerse—. Somos señores de la pobreza.
El escriba la fulminó con la mirada.
—¿Cómo te atreves? Es mi deseo que te mantengas lozana para que continúes siendo grata a mis ojos y a los del divino Amón. No puedo concederte lo que me pides.
—Pero me prometiste…
—Yo no te prometí nada —estalló Hekaib como un energúmeno—. Fue Set el que habló por mi boca. Él se había apoderado de mi corazón, de mi voluntad. Tus artes hicieron que el señor del caos nublara mi entendimiento.
Repyt se mordió el labio para aguantar su rabia.
—Prometiste ante la divina Hathor que cumplirías mi deseo. Ella es testigo…
—¿Testigo? —la interrumpió el escriba despectivo—. Hathor solo ha sido testigo de nuestro solaz.
Repyt miró con indisimulado odio a aquel canalla.
—Si no cumples lo que prometiste, la diosa te castigará —se atrevió a decir.
Aquel tono enfureció aún más al
sehedy sesh
, que se aproximó a la joven con el rostro congestionado.
—Debería apalearte por tus palabras. Puedo destruiros si lo deseo, lo sabes muy bien. Obligaros a abandonar esta granja y a que tengáis que recorrer los caminos para vivir de la caridad de los demás. Claro que tú bien podrías emplearte en cualquiera de las casas de la cerveza de la región. Quién sabe, hasta podrías hacer fortuna dadas tus habilidades. —Repyt se puso ambas manos en la cara y comenzó a sollozar—. Fuera de mi vista, meona insolente. ¿Pensabas que tus artimañas bastarían para gobernarme? Largo si no queréis veros fuera de aquí esta misma noche.
Repyt salió corriendo mientras lloraba amargamente. Se sentía pisoteada por aquel déspota, vilipendiada de la peor forma posible. Ni tan siquiera la dura vida que llevaban los había tratado peor. Había sido una estúpida al pensar que tenía algún valor para el corazón de aquel monstruo. Ella era como las demás; un mero instrumento con el que satisfacer la inagotable lascivia de aquel hombre, como también lo había llegado a ser su madre. Este pensamiento la deprimió terriblemente hasta hacer que sus lágrimas se tornaran incontenibles. Aquel ser malvado le había infligido la más ruin de las humillaciones, y lo peor era que tendría que seguir soportándolas durante toda su vida.
Cuando Kai vio a su hija entrar en casa llorando, apenas movió los labios. No había nada que decir o que preguntar, pues ya sabía él de sobra lo que se había visto obligado a soportar su bien más preciado. Se limitó a mirar hacia otro lado, resignado, en tanto alguna lágrima perdida resbalaba por su ajado rostro. Luego salió de allí, decidido a no hacer más insoportable la pena de su hija.
Hori y Neferhor caminaron durante un buen rato por la orilla, en silencio. En realidad ninguno de los niños sabía a ciencia cierta qué hacían allí juntos, mas si el escriba inspector así lo había determinado no había mucho que decir. Ambos se miraban de vez en cuando, au [en y Nnque por motivos bien distintos. Neferhor lo hacía con incomodidad, y Hori con altanería.
—¿Cómo un
meret
como tú puede alardear de tener conocimientos? —le preguntó Hori de improviso con tono burlón. Neferhor siguió caminando sin decir nada—. ¿Acaso eres hechicero o algo parecido? ¿O adoras al dios Heka? Mi padre dice que los campesinos sois muy dados a adorarlo para pedir que fructifiquen más las cosechas.
Neferhor se encogió de hombros pues, aunque conocía a aquel dios, no sabía mucho acerca de sus singularidades. El viejo Kai nunca hablaba de los innumerables dioses que poblaban el panteón, como si prefiriera vivir apartado de ellos. Seguramente porque no les debía nada.
—¿Tienes miedo de contarme tus secretos? —volvió a insistir Hori.
—No tengo secretos —contestó al fin Neferhor.
—¿Ah, no? ¿Y cómo un ignorante como tú puede saber la altura de la próxima crecida?
—Es Hapy quien decide eso. Él es el señor de las aguas.
—Qué sabrás tú de Hapy —señaló Hori despectivo—. En la Casa de la Vida del templo de Min, a la que asisto, nadie puede conocer con antelación la naturaleza de las cosechas. Allí hay hombres muy sabios, ¿comprendes?, que nada tienen que ver con analfabetos como tú. Porque tú no sabes leer, ¿verdad? —Neferhor negó con la cabeza, aunque ni siquiera le miró—. Me lo suponía. Pues yo sí, y también escribir y sumar fracciones —se ufanó.
—A mí también me gustaría aprender —indicó Neferhor sin hacer caso del tono desdeñoso de su acompañante.
—¿Y para qué quieres tú saber eso? —rio Hori divertido—. Tú no lo necesitas. Hapy te dice cuanto deseas saber. Además, lo que tienes que hacer es instruirte bien en el manejo de los aperos. Labrarás estos campos hasta que Anubis venga a buscarte, je, je.
—Eso nunca se sabe —contestó Neferhor lacónico, cansado de escuchar a su acompañante.
Hori lo miró estupefacto.
—¿Acaso venderéis vuestras azadas para pagar tus estudios? —se mofó.
Neferhor no hizo caso de su burla y fijó su atención en un grupo de hipopótamos que se bañaban plácidamente en el río, no muy lejos de la orilla.
—¿Sabes? Cuando termine mi formación en la Casa de la Vida, mi padre me introducirá en los altos estamentos de la administración. Puede que hasta me involucre en los intereses de Amón y llegue a ocupar su cargo, ¿te imaginas? En tal caso trabajarías para mí, y podría mandar que te apalearan si no cumples apropiadamente. Sí, eso sería posible —dijo Hori, regodeándose.
—¿Has visto a esa familia de hipopótamos? —señaló Neferhor como si no hubiera escuchado nada de lo que le habían dicho.
Hori apretó los puños y le miró irritado. Aquel niño le parecía insoportable y de inmediato sintió deseos de pegarle.
—¿Qué pasa con los hipopótamos? —le contestó mientras se aproximaba a la orilla, para situarse a su lado.
—Cualquiera diría que son los animales más peligrosos del río —le indicó Neferhor.
—Eso es estúpido. Todo el mundo sabe que los cocodrilos son más peligrosos.
—Te equivocas. Los hipopótamos matan más personas que los cocodrilos. Son muy feroces.
A Hori le pareció que ya había aguantado bastante a aquel paria con aires de erudito y, sin mediar palabra, le arreó tal sopapo que le tiró al suelo. Neferhor le observó sorprendido.
—Ya tenía yo ganas de arreglarte las cuentas —le dijo Hori mientras le mostraba sus puños—. Hoy no te librará ni el divino Hapy con el que aseguras tratar.
Entonces se abalanzó sobre Neferhor y empezó a propinarle puñetazos aquí y allá en tanto le insultaba. Neferhor trataba de protegerse como podía, pero Hori era mucho más fuerte que él, y le repartía golpes a diestro y siniestro; mientras intentaba quitárselo de encima, Neferhor pensó que no podría librarse de aquel matón. Entonces Hori se incorporó para poder cogerle del pelo con intención de arrastrarle, y Neferhor aprovechó la ocasión para poner ambos pies sobre el vientre de su atacante y empujarlo con todas sus fuerzas. Hori salió despedido hacia atrás, con tan mala suerte que cayó al río, donde al punto empezó a chapotear angustiado.
—¡No sé nadar bien! —gritó asustado—. ¡Ayúdame a salir!
Neferhor se aproximó a la orilla y comprobó que esta tenía un desnivel que era imposible salvar. Enseguida se fijó en los hipopótamos que observaban la escena con atención.
—Parece que los hipopótamos nos miran —señaló Neferhor en tanto se limpiaba la sangre de uno de los golpes que le había propinado.
—¡Ayúdame o me ahogaré! —volvió a gritar Hori.
—No sé nadar —dijo Neferhor muy serio.
Hori se angustió aún más y empezó a chapotear con desesperación.
—No hagas tanto ruido o atraerás a los hipopótamos.
Hori miró de soslayo a los animales, que en efecto no perdían detalle de la escena, y se puso a gritar más todavía.
—Iré a buscar ayuda, es cuanto puedo hacer por ti.
—¡No! —protestó Hori—. ¡No! ¡Me ahogaré! Ya casi no puedo mantenerme a flote.
Neferhor se puso en cuclillas mientras lo observaba tranquilamente.
—Parece que uno de los hipopótamos se ha separado del resto; quizá venga hacia aquí.
Hori empezaba a dar síntomas de cansancio, y cada vez le era más difícil mantener la cabeza fuera del agua. Neferhor pareció pensativo.
—¿Ves esos cañaverales? —le indicó a la vez que señalaba los papiros que salían del agua unos metros más allá—. Trata de nadar hasta ellos. Allí la profundidad es menor.
—¡No puedo más! —gritó Hori despavorido—. ¡Ayúdame!
Entonces Neferhor se aproximó a una palmera cercana y cogió una de las enormes hojas que habían caído al suelo. Luego se dirigió a la orilla.
—Agárrate al extremo y déjate llevar; yo tiraré de ti hasta los cañaverales —le indicó Neferhor.
Hori se sujetó tal y como le dijeron, y enseguida Neferhor pudo arrastrarlo hasta el macizo de papiros. Como el pequeño había predicho, allí la profundidad disminuía y era fácil alcanzar la orilla. Cuando Hori sintió que sus pies tocaban el suelo soltó la hoja de palmera y se apresuró a salir del agua. Inconscientemente miró hacia el río por si se aproximaba algún hipopótamo, pero no vio ninguno. Al poco Hori salió del río, asustado y todavía respirando con dificultad. Buscó con la mirada a Neferhor, pero este había desaparecido como por ensalmo. Entonces su miedo se transformó en rabia y su corazón se llenó de odio. Su padre debía ser implacable con aquella gente.
Tenía mucha razón el escriba de los campos adscrito al Templo de Amón al decir a Neferhor que Renenutet y Shai podían variar el destino del individuo. La diosa controlaba el sino de la humanidad y también su fortuna, y Shai representaba al destino misterioso; las venturas y desventuras de la vida; los años que la persona pasaría en el mundo de los vivos.
Todo era tan sutil y al mismo tiempo enigmático que nadie comprendía los motivos que llevaban a los dioses a ofrecer caminos tan dispares a los mortales. Mas su mano se veía por todas partes, y Neferhor fue testigo directo de ello, aunque nunca entendiera los porqués.
Todo ocurrió tras la recolección. Kai y su familia habían trabajado durante dos semanas para dejar la tierra segada y las gavillas bien dispuestas para su posterior inspección. Para realizar tan ardua labor habían contado con la ayuda de cinco segadores que habían trabajado con tesón a su lado. La figura del segador era muy popular en Kemet, ya que cuando llegaba la estación de la cosecha solían recorrer los campos para ofrecer sus servicios a cambio de un salario justo. Este solía ser igual a la cantidad recolectada en un día de trabajo, y una vez transcurrida su labor iban a las granjas vecinas para continuar ofreciendo su colaboración. Así recorrían el valle del Nilo durante
Shemu
, de campo en campo, siempre dispuestos a alegrar los corazones con sus canciones cargadas de esperanza. Por todo ello lo ^
mesyt
, la cena, y reponerse tras una dura jornada.
Neferhor se sentía entusiasmado con los jornaleros, y durante horas escuchaba muy atento las historias que aquellos hombres acostumbraban a contar. Hablaban de otros nomos, y de las maravillas que se alzaban en Waset, Tebas, el lugar del que muchos de ellos procedían.
—Allí las piedras desafían al poder del tiempo. Se alzan hasta el cielo como colosos al servicio de los dioses —aseguraban orgullosos.
El chiquillo los observaba boquiabierto, y se imaginaba las enormes construcciones a las que se referían. Todo le resultaba fascinante, y se figuraba cómo debía de ser el mundo que le dibujaban los segadores. Se veía a sí mismo recorriendo los interminables caminos de Kemet, de pueblo en pueblo, hasta los límites del remoto país de Kush, donde aseguraban que el oro era más abundante que las arenas del inmenso desierto que se extendía por doquier. Pensaba en cómo serían los monumentos de los que le hablaban; los templos que, sin duda, se elevarían orgullosos por todos los rincones de su querida tierra para decir al mundo que las gentes que habitaban Kemet eran rendidas devotas de sus dioses. ¿Qué tamaño tendrían las columnas sobre los que se levantaban? ¿Y sus pilonos? Todas estas cuestiones intrigaban al chiquillo sobremanera y no dejaba de preguntar a sus invitados los aspectos más peregrinos. Estos reían por las ocurrencias del niño.