Al principio aparecieron esporádicamente, como las tormentas que se formaban de vez en cuando en Tebas, pero con el paso del tiempo acabaron por presentarse con una asiduidad contra la que el joven se rebelaba en vano. Neferhor se sorprendía por ello, y aunque se enfrascaba durante horas en el estudio de los textos sagrados, su naturaleza le decía que no podía huir de ellas, ni tratarlas como si fueran uno de los conjuros escritos en los viejos papiros del templo. Antes o después siempre vencían, por mucho que el joven se resistiese, y este terminaba por darse satisfacción en la penumbra de la celda donde dormía.
Siempre pensaba en Niut, para imaginarla como una joven de arrebatadora belleza que le provocaba con su mirada pícara y mohínes seductores. En realidad no había dejado de pensar en ella durante todos aquellos años, y la muchacha había ido creciendo a su lado hasta convertirse en una mujer que era objeto de su deseo. A menudo Neferhor se maldecía ante semejante dislate, pues no en vano hacía siete años que no la veía. Seguramente se habría casado; sin embargo, él se resistía a aceptar semejante posibilidad, como si las promesas que un día escuchara de sus labios junto al río fueran inamovibles. Entonces surgía el rostro de Heny, que le sonreía como solía hacerlo. A la postre quizá fuera cierto y se hubiera casado con ella, tal y como su amigo había vaticinado. Mas en sus sueños este no aparecía, y solo Niut se presentaba ante él como si fuera un remedo de la diosa Hathor para entregarse bajo las sombras de los palmerales. Neferhor se masturbaba como el dios Atum al emerger por primera vez del abismo del caos. Así daba salida a toda su pasión, y Neferhor se dejaba llevar por ella para tomar a su amada mientras aquel rostro imaginario le sonreía con malicia; haciéndole partícipe de unos goces que al fin solo resultaban ser una quimera.
Luego Neferhor se maldecía, pues era impropio que alguien tan observador y analítico tuviera semejantes pensamientos. Él lo atribuyó a las malas influencias de Set. El dios del caos debía de haber encontrado un resquicio en su corazón y trataba de sy todos aquelembrar en él el desorden con sueños impropios de quien se esforzaba por seguir el
maat
.
Sin duda su carácter reservado y su habitual timidez para con las mujeres le hacían ser incapaz de ir a solazarse con alguna de ellas, junto a los palmerales que festoneaban las orillas del Nilo. Aquel era un lugar frecuentado por los amantes, en el que era posible trabar conocimiento sin dificultad, pues de ordinario sus paisanas acostumbraban a mostrarse sexualmente desinhibidas.
En el templo, los sacerdotes no tenían obligación de ser célibes. La mayoría tenían sus familias y llevaban una vida como la de cualquier otro ciudadano. Solo aquellos que atendían el culto diario del dios debían permanecer puros durante el tiempo que duraba su servicio. Muchas veces, Neferhor hacía propósito de salir del recinto templario para dejarse llevar entre el bullicio de la ciudad, pero indefectiblemente sus pies se volvían tan pesados como las piedras que cubrían las paredes del templo y eran incapaces de dar un paso más allá de los caminos que discurrían por entre los palmerales. Poco tenía que ver el dios Set en esta cuestión, y entonces pensó que quizá fuera su
ka
, su esencia vital, el que se oponía a que continuase y que nada podría hacer contra ello. En tal caso era Mesjenet, la diosa presente en su nacimiento, la que así lo había decidido y, como era bien sabido, «no se podía deshacer lo que ella había fijado».
En los últimos años, Neferhor había hecho una buena amistad con dos jóvenes de su edad que, al igual que él, habían entrado en la Casa de la Vida siendo aún unos niños para aprender las palabras de Thot. Ambos habían resultado ser unos estudiantes brillantes y formaban parte del pequeño grupo elegido por Sejemká, para mayor gloria de Amón. El viejo se ufanaba de poseer buena vista, y estaba convencido de que aquellos tres jóvenes llegarían algún día a ocupar los más relevantes puestos dentro del clero de Amón.
Mas, a diferencia de Neferhor, ambos amigos pertenecían a otra clase social, ya que uno de ellos, Wennefer, era hijo del muy alto Minhotep, y el otro, Neferhotep, tenía por padre a Amenemonet, que ostentaba en el Templo de Karnak el título de
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, o lo que era lo mismo, «Padre del Dios y puro de manos». Un nombramiento que lo situaba dentro de las altas jerarquías del clero y que era muy respetado. Sus dos amigos eran jóvenes responsables y muy identificados con los valores que se inculcaban en el Templo. Sin embargo, sus vidas apenas tenían que ver con la de Neferhor, pues no pernoctaban en Karnak más que cuando su servicio lo hacía necesario. Ellos vivían en hermosas villas y estaban destinados a ostentar, algún día, cargos de responsabilidad.
No obstante aceptaron a Neferhor de buena gana, pues admiraban su lucidez y buen tino, así como su extraordinaria facilidad para manejar las cifras. Aunque fuera un simple
meret
, todos formaban parte de la misma hermandad.
—Somos siervos de Amón, y nuestra obligación debe ser velar por sus intereses —repetía Wennefer a menudo—. Hemos recibido su bendición y él nos custodia en todo aquello que hacemos.
Lacaían a otr
Neferhor solía observar a su amigo en silencio, puesto que era muy poco dado a las proclamas.
—Dentro de poco seremos ordenados sacerdotes, y nos purificaremos ante los ojos del Oculto. Entonces nos convertiremos en
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; diferentes a los demás —apuntaba Neferhotep sin ocultar su habitual misticismo.
—Así es. Aunque debéis tener en cuenta que formaremos parte del bajo clero, como simples sacerdotes purificados, y tendremos que continuar conviviendo con los laicos que se dedican a las labores auxiliares —señalaba Neferhor, sabedor de lo que molestaba este punto a sus amigos.
—Dentro de la misma
phylae
también trabajaremos con seglares —asentía Wennefer—. Pero es un paso obligado para alcanzar otras metas, ya que nos dará la oportunidad de conocer mejor el funcionamiento del templo.
En esto Wennefer tenía razón, pues como sacerdotes
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pasarían a formar parte de una de las
phylaes
o secciones en las que estaban divididos los trabajadores. Había cuatro grupos compuestos por médicos, escribas, sacerdotes
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,
hem netcher
o simples profetas, albañiles, escultores… y todo aquel que desarrollara una actividad para el santuario. Al mando de cada una de estas agrupaciones se encontraba un delegado de Amón a quien cada uno de los funcionarios debía entregar un informe detallado de su trabajo. Dichos delegados eran los encargados de rendir cuentas, a su vez, a un director o supervisor de todas las
phylaes
.
Cada agrupación servía durante un mes en el templo, y tras ese período disfrutaba de tres meses de descanso en los que se dedicaba a otras ocupaciones, de manera que cada
phylae
pasaba un total de tres meses al año trabajando para Karnak.
Sin embargo, el nombramiento como «purificado» traía consigo atribuciones especiales, ya que podían dedicarse al culto diario o auxiliar al alto clero en las grandes ceremonias. De este modo serían convenientemente jerarquizados dentro de la especialidad que se les concediera para intentar ir ascendiendo en la pirámide de poder constituida por el templo.
Neferhor solía escuchar con frecuencia los sueños de sus amigos, aunque no los compartiera. Él tenía una idea de lo que significaba Karnak muy diferente a la de sus compañeros. El templo representaba un universo en sí mismo; un reino dentro del propio Kemet que iba mucho más allá de lo meramente terrenal. Un poder magnífico en el que se aunaba lo humano con lo divino en una simbiosis perfecta. Hacía años que el joven se había percatado de ello, y estaba convencido de saber cuál era la clave de aquel emporio: una sólida estructura económica y administrativa al amparo del rey de todos los dioses de Egipto, que se convertía en una fortaleza inexpugnable.
La política económica llevada a cabo por Karnak no dejaba de asombrar al muchacho. El poder no radicaba en las posesiones que año tras año había ido acaparando el temparolor="plo, sino en la acertada gestión de aquellos recursos. El clero de Amón no acumulaba riquezas, las multiplicaba. Él mismo había podido comprobar cómo se sacaba rendimiento de hasta el último grano de cereal; cómo las naves de Karnak surcaban el Gran Verde para negociar con sus productos en tierras lejanas; cómo comerciaban con las caravanas cargadas con todo lo bueno que se pudiera desear. Sus agentes se encontraban por doquier, tal y como si el templo nunca durmiera. A Neferhor se le ocurría que Karnak era como el Nilo en la crecida. Sus aguas habían llegado a desbordarse hasta alcanzar toda la tierra de Egipto, y ello ocurría porque los sacerdotes habían obrado sabiamente para adaptarse a cada situación, a cada reinado desde hacía siglos, a fin de gobernar su nave por las mejores aguas. Todo estaba pensado de antemano; planeado por el mismísimo Amón.
Luego estaban los estipendios derivados de la salvación eterna; los oráculos, las dádivas. Durante años el templo había financiado las guerras de los grandes faraones para recibir enormes beneficios tras las victorias. Amón era el que guiaba el brazo del rey hacia la conquista, y también el que regeneraba su naturaleza divina entre los hombres.
Todo quedaba registrado con minuciosidad, hasta la última transacción, como Neferhor podía comprobar cada día en la oficina de Nebamón, con quien trabajaba. Incluso las obras sociales que el templo hacía le reportaban ganancias, pues muchos ancianos sin familia donaban todos sus bienes a Karnak a cambio de ser recogidos por el templo hasta la hora de su muerte.
A diferencia de sus amigos, a Neferhor poco le importaba convertirse en uno de los grandes profetas del Oculto. Era su inmenso poder lo que le abrumaba; el saber ancestral que guardaba entre sus muros lo que le subyugaba. No se le ocurría el pertenecer a una familia mejor que aquella.
No obstante, Neferhor se guardaba de confiar tales pensamientos a sus amigos. Sabía que pertenecían a una clase acostumbrada a utilizar su influencia y que, finalmente, esto era lo que anhelaban. Neferhotep aseguraba que la fortuna venía por determinación divina y que desde que las diosas Renenutet y Mesjenet se hacían cargo del alumbramiento de la criatura todo estaba decidido.
Claro que la naturaleza ciertamente mística de Neferhotep poco tenía que ver con la de Wennefer. Este era mucho más mundano y tan listo que Neferhor se vio obligado a reconocer en múltiples ocasiones que nunca podría competir con él en astucia. Wennefer gustaba de las bromas y solía zaherir a Neferhor a causa de su celibato y, sobre todo, por sus orejas de soplillo.
No hacía mucho que había sido famosa una de sus burlas, y a punto estuvo de que lo expulsaran del templo por ello.
En Karnak existía una capilla, famosa por los milagros que en ella se obraban, muy visitada por todos aquellos fieles al borde de la desesperación que buscaban la intercesión del divino Amón para que atendiera sus plegarias. El emplazamiento en cuestión se llamaba la «Oreja que Escucha», y había sido construido por el faraón Tutmosis III junto al muro este del templo de Amón. Tenía unas hermosas estatuas de alabastro de este rey, y era el lugar más próximo al santuario al que la gente corriente podía acercarse. Solo a los sacerdotes iniciados se les permitía ir más allá, por lo que desde esta capilla los ciudadanos acostumbraban a pedir por su salud o la de los suyos, de bien por la resolución de cualquier otro problema.
A Wennefer no se le ocurrió otra cosa que hacer las funciones de oráculo una tarde para atender los ruegos de un rico comerciante de Tebas. El individuo en cuestión era un barrigón entrado en años que, al parecer, padecía graves problemas de flatulencia. El caso es que el susodicho se había casado con una jovencita que no estaba dispuesta a soportar tan desagradable inconveniente y, como el esposo estaba loco por sus caricias, trató de remediar su mal acudiendo a los mejores
sunus
de la capital; pero, según aseguraba, no había obtenido ningún resultado.
—Oh, Amón, rey de todos los dioses —imploraba el pobre hombre en el muro de la capilla—, solo tú puedes ayudarme en este trance. Solo un milagro me librará de mi mal. Yo te pido que obres ese milagro pues mi vientre se ha convertido en una caja de truenos.
Y no le faltaba razón a aquel devoto, ya que apenas podía contener sus ventosidades estuviera donde estuviese; ni siquiera en aquella capilla tan sacrosanta.
—Hoy el Oculto se apiada de ti y escuchará tus palabras —dijo de repente una voz que parecía venir del Más Allá.
Entonces el penitente cayó de rodillas, como si le hubiera fulminado un rayo.
—Oh, Amón, ya sé que no soy digno de ti, pero ayúdame en este aprieto. Algún genio anda suelto por mis
metu
, pues ni el comino, la ruda, la mostaza, la miel y el natrón arábigo machacados que me recetaron los médicos me han hecho efecto. Si no me curo mi amada me abandonará.
Durante unos instantes se hizo el silencio, y luego volvió a resonar aquella voz llegada desde lo más profundo de la capilla.
—Tienes un genio en tus entrañas; por eso de poco han valido los médicos. Es un mal de origen demoníaco que solo el Oculto puede remediar —exclamó Wennefer desde la habitación oculta en donde el oráculo se dirigía a los fieles.
—Ya lo suponía yo —se lamentó el visitante sin reprimir su angustia—. Entonces estoy perdido. Neftis, mi preciosa mujer, me repudiará. Ella es como una florecilla y yo, en cambio… Ya puedes ver, oh rey de los dioses, el estado en el que me encuentro.
—Lamentable —apuntó Wennefer, que apenas podía aguantarse la risa. Aquel comerciante más parecía un hipopótamo que un hombre, y al falso oráculo le fue fácil imaginarse las escenas de amor que protagonizaría con su dulce mujercita, y también las espantosas flatulencias que la pobre se vería obligada a soportar—. Tu situación se me antoja crítica.
—¡Ay, dioses benefactores! —se quejó aquel hombre, desesperado—. Estoy perdido.
—No temas, hijo mío —exclamó aquella voz celestial—. Si sigues mis consejos, te libraré de tu mal.
—Haré cuanto me ordene el Oculto —aseguró el devoto—. Sea lo que sea.
—Así debe ocurrir. Ya que tienes un demonio en el vientre, es imprescindible expulsarlo. ¿Comprendes, hijo mío?