El joven no pudo disimular el efecto que le causaron tales palabras.
—¡Indigno a los ojos de Amón! —musitó horrorizado.
—Es necesario. Solo unos pocos conoceremos la verdad, y esta quedará oculta hasta que llegue el momento —apuntó Ptahmose.
—¿El momento?
—Solo Amón conoce el significado del tiempo —se apresuró a decir Sejemká, quien apenas podía disimular la emoción que sentía—. Cuando este se cumpla podrás regresar a Karnak entre alabanzas, como hijo predilecto del Oculto.
Al joven todas aquellas palabras le parecían tan sombrías que le resultó imposible salir de su desconsuelo.
—Expulsado del templo —dijo para sí en voz baja.
—No volverás a vernos aquí, aunque nosotros sabremos de ti —señaló Ptahmose mientras se levantaba—. Cuentas con mi bendición y también con mis plegarias para que Amón nunca te abandone.
Neferhor le miró confuso y, cuando Sejemká lo abrazó, no pudo evitar que se le humedecieran los ojos.
—Mantente en el camino del
maat
—le susurró el anciano al oído—, tal y como te he enseñado. Solo en él encontrarás fortaleza.
Acto seguido ambos sacerdotes abandonaron la estancia, y Nebamón permaneció un momento junto al joven.
—Una nueva senda se abre bajo tus pies —le dijo en tanto forzaba una sonrisa—. Recórrela sin temor, pues formará parte de tu vida. No tengas miedo de las palabras que has escuchado; ya conoces lo misteriosos que podemos llegar a ser. Particularmente creo que estás bendecido por los dioses, y que Thot velará siempre por ti para hacerte llegar el pensamiento más adecuado en cada momento. Pero sigue mi consejo: mantén siempre tu discreción, y escucha cuanto puedas.
Neferhor se abrazó a él.
—Traerte a Karnak fue mi mejor acción —apuntó Nebamón, emocionado. Luego cambió de expresión para sonreírle—. Ya no podremos adivinar cuál será el nivel de la crecida —bromeó—. Te llevas tu secreto contigo.
Neferhor nunca volvería a ver a Nebamón, y tampoco al viejo Sejemká quien, algún tiempo después, fue llamado por Osiris para rendir cuentas ante su sagrado Tribunal.
Ya de madrugada, cuando Neferhor abandonaba Karnak, el joven no pudo evitar echar un último vistazo a la que había sido su casa durante tantos años. Sus pisadas sonaban solitarias contra las losetas centenarias, como solitario sentía también su
ba
. Al volver su rostro hacia las ciclópeas piedras del templo pensó que estas siempre permanecerían allí, y que algún día regresaría para leer de nuevo la escritura sagrada grabada sobre ellas.
Ya próximo a la salida, Neferhor vio una sombra qo uabadaue le cruzaba a la débil luz de su lámpara de aceite. Enseguida supo de quién se trataba, pues ella no podía faltar en su despedida. El joven musitó su nombre, y al punto
Ta-Miu
vino a rozarse contra sus piernas, como acostumbraba a hacer. La gata le raspó suavemente una mano con la lengua, y luego le miró fijamente con sus enigmáticos ojos. Neferhor leyó en ellos el cariño que el minino sentía hacia él, y también la tristeza que le producía su marcha. Pero por encima de todo notó la misteriosa fuerza que atesoraba, y que le hacía señorear entre el resto de los gatos del templo. En aquella hora Bastet le brindaba su protección, y él siempre la recordaría.
Neferhor apenas necesitó tiempo para comprender que se encontraba bajo la tutela de un gigante. Un personaje de otro tiempo surgido de entre los dedos de una tradición milenaria de sabios, que un día hicieron de Egipto guardián de todo conocimiento. Junto a él, Neferhor se sentía empequeñecido; sabedor de que necesitaría más de cien vidas para poder alcanzar semejante talla. Sobre los hombros de aquel anciano había descansado el gobierno de Kemet durante casi treinta años y, ahora, el dios Nebmaatra, vida, salud y prosperidad le fueran dadas, le encargaba un nuevo reto, una misión formidable que solo alguien como él podía llevar a cabo; la conmemoración de su jubileo.
No era de extrañar el ambiente de suma expectación y nerviosismo que se vivía en Malkata, ya que todo Egipto participaría de una festividad en la que no podía dejarse nada al azar. En medio de aquella atmósfera desconocida desde hacía muchos
hentis
, la llegada del joven apenas había despertado interés entre el ejército de funcionarios que habitaban Per Hai; justo lo que más convenía a sus propósitos, como muy pronto pudo advertir.
Tras abandonar Karnak, Neferhor tuvo la sensación de haber fracasado en la consecución de sus deseos. Era como si su memoria se perdiera para siempre y nada quedara de sus años de estancia en el templo. Había salido poco menos que como un proscrito, aunque los sacerdotes le hubieran asegurado que lo hacía para mayor gloria de Amón. Ahora no era sino uno más entre los escribas que habían estudiado en la Casa de la Vida del templo, y que permanecerían ajenos al clero de Amón el resto de sus días. Así habían decidido que fuese, y así sería ante los ojos de los demás, como bien se habían encargado de propagar sus superiores a todos cuantos quisieron escucharles. Para Karnak, Neferhor solo había sido alguien de paso.
Amenhotep, hijo de Hapu, leyó su desasosiego desde el primer instante, como todos los demás. Para aquel hombre no parecían existir secretos ocultos en el
ba
de los mortales, de quienes se tenía por buen conocedor. Su carácter afable y bondadoso invitaba a acercarse a él sin temor, aunque gustara de abrumar con sus inconmensurables conocimientos. Neferhor no podía evitar retraerse ante su presencia, y la fuerza de su mirada le intimidaba irremisiblemente. Amenhotep parecía hacerse cargo de ello, y en el fondo le halagaba, pues ese era su pecado: la vanidad.
—Tu desconcierto por cuanto te ocurre es natural —le dijo el primer día que se presentó el joven ante él—, y no debe preocuparte.
La voz del anciano llegaba suave a su corazón, y Neferhor pensó que era fácil abandonarse a ella, adormecerse entre las palabras pronunciadas por aquel hombre.
—Se pueden acometer los más diversos servicios sin tener por ello que renunciar a nuestras creencias —continuó Amenhotep, sonriente—. Ven y siéntate junto a mí —le invitó—. Hoy te dedicaré mi tiempo.
Neferhor apenas acertó a murmurar unas palabras de agradecimiento, y a Huy le agradó aquella timidez.
—Tú eres natural del nomo de Min —prosiguió el anciano—. Naciste cerca de Djarukha, un pequeño pueblo que hoy pertenece a la reina. Supongo que lo sabrás.
—Solía ir a pescar al lago próximo que el dios le construyó —se atrevió a decir el joven.
—Tiyi nació en ese pueblo, muy cerca de Ipu, la capital. Es un lugar hermoso en el que vivir, aunque haya circunstancias que inviten a abandonarlo. —Neferhor se azoró ante aquellas palabras, y el viejo cruzó ambas manos sobre su regazo, complacido—. Aunque forme parte del antiguo Egipto como su noveno nomo —continuó Huy—, ese lugar siempre me ha parecido que se encuentra entre las Dos Tierras. Entre el Bajo y el Alto Egipto, como si guardara un curioso equilibrio entre las gentes del norte y el sur.
—El tiempo tiene allí su propia medida —murmuró el joven.
—Discurre al compás de las aguas. En Ipu el río se vuelve perezoso, como si descansara de su largo viaje. —Neferhor asintió, soñador—. Incluso el acento de sus gentes es diferente. No resulta tan duro como el que se habla en el Bajo Egipto, ni tan cantarín como en el Alto. En mi opinión es perfecto —concluyó Huy.
Ahora el joven le miró para tratar de adivinar adónde quería llegar el anciano.
—Equilibrado, tal como te dije antes —suspiró este—. Ah, el norte y el sur, el eterno conflicto, la ancestral lucha de la que nunca estamos completamente a salvo.
—Los textos nos hablan de ella. Incluso los dioses combatieron entre sí.
—Todavía siguen luchando —le cortó Huy, endureciendo su expresión.
—Pero… Horus y Set unieron sus plantas heráldicas para dar lugar al
sema-tawy
, la unión de las Dos Tierras, cuando los dioses señoreaban en Kemet.
—Je, je… Los hombres todo lo cambian.
Neferhor le miró pensativo. Durante años había estudiado la historia de la Tierra Negra y escuchado múltiples relatos de labios de sus mentores. Para el clero de Karnak, Tebas era la capital espiritual de Egipto, el corazón del universo forjado por su civilización. Él sabía que el ascenso de Amón había comenzado en tiempos del Imperio Medio y que la invasión de los hicsos había traído consigo su auténtica revelación. Fue entonces cuando Amón se presentó en toda su ó omenzamajestad ante los orgullosos príncipes tebanos para insuflarles su hálito divino, y hacer que sus brazos no desfallecieran en la lucha durante la guerra de liberación que estos emprendieron. La victoria final contra los asiáticos fue atribuida al Oculto, y todo Kemet hubo de rendirse ante el poder de Amón, hasta llegar a ser aceptado como dios principal de Egipto.
Huy observó al joven con cierta condescendencia, como si estuviera al cabo de cuanto pensaba. La cuestión había sido mucho más compleja, como bien sabía él, y se habían necesitado todo tipo de maniobras políticas para llegar a la situación actual. Sin duda, los sacerdotes de Karnak habían tenido que vencer numerosos obstáculos, pero siempre habían dado muestras de una gran habilidad, como si en verdad siguieran designios divinos. Ciertamente el viejo conflicto entre el norte y el sur había estado muy presente en sus decisiones, como Huy había expuesto al joven. Fue por esto por lo que durante el Imperio Medio los sacerdotes intentaron estrechar las relaciones entre el Alto y el Bajo Egipto bajo la tutela de una misma deidad. Para ello fijaron su atención en el dios más poderoso de aquella época: Ra. Su culto era el más antiguo de Kemet, y su residencia espiritual se hallaba en Iunu, Heliópolis, muy cerca de Menfis, capital del Bajo Egipto. Se trataba de un culto solar milenario al que los sacerdotes de Karnak accedieron al añadir el nombre de Ra al de Amón para crear una forma compuesta: Amón-Ra. Fue una jugada maestra, puesto que en cierto modo asimilaron al dios más relevante de Egipto y su manifestación solar. Aquella combinación que buscaba aumentar el poder de Amón sentó las bases para una futura preponderancia y, aunque el clero de Heliópolis se apresuró a relacionar al resto de los dioses con Ra, fueron los tebanos los que terminaron por salir triunfantes hasta extender su influencia sobre la mayor parte de las divinidades.
Pero el momento determinante llegó con la subida al poder de Hatshepsut, gracias a las maniobras políticas de los sacerdotes de Karnak. Ellos dieron legitimidad a quien no la tenía, y mantuvieron a la reina en el trono durante más de veinte años, al tiempo que se arrogaban la capacidad de reconocer al faraón como hijo de Amón a través de su oráculo. Hapuseneb, su primer profeta, demostró poseer una sagacidad fuera de lo común ya que vio las posibilidades que se abrirían para su clero si conseguía sentar en el trono de las Dos Tierras a una corregente.
Durante el reinado de Hatshepsut el templo de Karnak alcanzó un verdadero poder dentro de la tierra de Egipto, pues a su preponderancia sobre el resto de los dioses, Hapuseneb añadió la injerencia política que implantó en las cuestiones de Estado; todo a cambio de reconocer a la reina como hija concebida por el mismísimo Amón, y legítima señora de la Tierra Negra.
Huy se sonrió para sí, e imaginó la opinión que aquel joven tendría sobre tales hechos. No le cabía duda de que sería diferente, pues bien sabía él que en Karnak Hapuseneb era tenido como un sabio y santo profeta que sirvió a Amón como el más preclaro de sus hijos. Nunca había habido un sumo sacerdote como él. Un hombre que sería recordado por las generaciones venideras como paradigma.
Sin embargo, Huy no era de la misma opinión. Hapuseneb no había calculado bien, y aquella intrusión en la política del país iba a traer consecuencias que a él mismo se le escapaban.
El primer profeta de Amón había sembrado la semilla del o sea él dio, y esta terminaría por poner en peligro al propio Estado.
Huy fue testigo directo del comienzo de la venganza y la lucha soterrada que se originó para llevarla a efecto. Tras su muerte, la memoria de Hatshepsut fue perseguida, y su nombre se convirtió en sinónimo de la peor de las blasfemias.
El anciano comunicó sus reflexiones a Neferhor, para ver el efecto que le causaban, pero este apenas se inmutó.
—Algunos textos hablan de ella como una reina que trajo prosperidad —murmuró el joven pensativo.
—No se trata de lo que consiguió, sino de los medios de que se valió para ello —señaló Huy—. Su usurpación resultó desastrosa. Socavó el poder real y alimentó ambiciones de toda índole.
Neferhor se quedó sorprendido, ya que tenía a aquel hombre como un fiel servidor de Amón. Huy se hizo cargo y levantó una mano conciliadora.
—Soy un devoto seguidor de la más pura tradición religiosa, y leal hijo del divino Amón. Pero esa no es la cuestión; como te adelanté antes, son los hombres quienes todo lo cambian.
El joven guardó un respetuoso silencio, acostumbrado a escuchar durante años los misteriosos circunloquios a los que eran tan aficionados los sacerdotes. Aquello satisfizo a Huy, que se decidió a continuar, puesto que era preciso que Neferhor conociera determinadas cuestiones que resultaban de la máxima importancia.
—En realidad la venganza tomó cuerpo con la subida al trono del dios Menkheprura, Tutmosis IV —señaló el anciano—. Tutmosis no era el heredero previsto para suceder a su padre, el gran Amenhotep II, ya que su madre, Tiaa, era una reina menor que procedía del norte. Había muchos príncipes con más derechos que él para gobernar Egipto: Amenhotep, Amosis, Akheperura, Amenemopet, Khaemwaset… Yo los conocí a todos, y también a Tutmosis, un joven decidido e inteligente que, por curiosas circunstancias, terminó pasando por encima de los derechos de sus hermanos para convertirse en faraón. Estaba predestinado a llevar la doble corona desde mucho antes que falleciera su augusto padre. Un día, siendo aún un muchacho, salió a cazar en su carro por los alrededores de Guiza. Al apretar el calor del mediodía, el príncipe se refugió bajo la cabeza de la esfinge. Ra-Horakhty se hallaba en todo lo alto, y Tutmosis se quedó dormido a la sombra. Entonces, en sueños, se le presentó Harmakis, «Horus en el horizonte», el dios que habita en el interior de la esfinge, como seguro que sabrás. Harmakis le prometió la realeza si liberaba su cuerpo de la arena que le aprisionaba, llegando a declararle hijo predilecto. No entraré en más detalles, pues supongo que ya conoces la historia.