Al doblar un recodo del río, Neferhor notó cómo su pulso se aceleraba. Una gran emoción lo embargó al reconocer el que durante años había sido su hogar. Los campos se extendían ante su vista igual que los recordaba; nada había cambiado. La pequeña casa en la que vivió se presentaba a sus ojos como si regresara de nuevo a ella a la hora de la cena para comer las lentejas que solía preparar su hermana. Los establos anexos parecían igual que cuando los dejara años atrás, y las vacas y los bueyes pastaban despreocupadamente. Reconoció a una de estas, a la que había ordeñado muchas veces de niño, y sintió deseos de detener la nave y bajar a abrazarla, como solía hacer. Próximos a la casa, un buen número de chiquillos jugaban y gritaban alborozados, desnudos como vinieron al mundo. Al ver la embarcación aumentaron sus gritos a la vez que movían las manos para saludarla. Para ellos no había protocolo, y Neferhor sonrió feliz en tanto les devolvía el saludo. Ahora había una nueva familia ocupando el hogar que le vio nacer, y el escriba les dio su bendición mientras luchaba por no dejar escapar ninguna lágrima. Aquel año el Nilo había vuelto a ser pródigo y se conseguiría una buena cosecha; otra más de un ciclo benefactor que ya duraba mucho tiempo. La finca conseguiría superar los sesenta y seis
khar
de grano que necesitarían para alimentar tantas bocas, y él se alegró por ello.
Cuando llegaron al gran lago que el dios había construido para su reina en el undécimo año de su gobierno, Neferhor dejó vagar su imaginación y se extasió entre la abundancia de vida que atesoraba el lugar. Muchas tardes había acudido a él para pescar o jugar con sus amigos, a los que deseaba ver de nuevo, y al atracar en el embarcadero de la cercana Ipu se acordó de ellos. ¿Cómo estaría Heny? ¿Y Niut? Al pensar en ella sintió un estremecimiento, pues su recuerdo permanecía vivo. Ahora sería una mujer, hermosa sin duda, y suspiró sin poder evitarlo.
Al poner su pie sobre el que había sido su hogar durante años, la imagen de Hekaib se le presentó de improviso, como si estuviera agazapado en algún lugar de su conciencia. Sin pretenderlo, el déspota se hizo corpóreo en toda su vileza para traerle recuerdos de miseria y muerte. El
sehedy sesh
había abandonado su vida pero no su recuerdo. Este continuaba vivo, pues el propio Neferhor había jurado no olvidarlo nunca. Los años transcurridos en Karnak no significaban nada en aquel asunto. Él sabía que sus mentores habían tratado de que el tiempo jugara sus bazas. Hekaib no había sido llevado ante la justicia, simplemente porque no había justicia para él. Neferhor se percató ya de ello siendo muy niño, y no eran necesarias las explicaciones.
Al mezclarse entre sus paisanos miró con curiosidad sus rostros. Sin proponérselo buscó el del escriba, como si este fuera a acudir a recibirle, pero no había rastro de él. Quizá Nebamón creyera que el paso de los años lo curaba todo, pero él no. Neferhor sabía que Hekaib estaba vivo, y que algún día rendiría cuentas con él, pero aún no. Estaba convencido de que Shai, el destino, le avisaría en el momento oportuno, mas ahora el señor de las Dos Tierras había puesto en sus manos una tarea de gran importancia que suponía para él un motivo de inmensa alegría, como también lo sería visitar a sus viejos amigos.
Neferhor decidió pernoctar en la falúa, pero a la mañana siguiente el joven se dirigió a la necrópolis situada en la otra orilla para ver el lugar en el que su padre y su hermana habían sido sepultados siete años atrás. El paraje hacía honor a lo que se esperaba de él, pues se mostraba solitario y baldío, cubierto por un océano de arenas de fuego, muy apropiado para el deambular de Anubis y sus tenebrosas huestes. Bajo aquella tierra se hallaban enterrados los difuntos desde tiempos inmemoriales. La mayoría recubiertos únicamente por aquella arena capaz de secar al propio Nilo, sedienta de cualquier atisbo de humedad. De este modo se habían conservado los cuerpos desde las épocas más remotas, ya que solo unos pocos podían permitirse el ser embalsamados adecuadamente y poseer una tumba propia. Al menos Repyt y el bueno de Kai tendrían una, cuan si fueran personas principales, y descansarían como nunca pudieron vivir.
El divino Amón había sido pródigo al acogerlos bajo su protección, y el joven escriba estaba convencido de que el Oculto habría intercedido por ellos ante Osiris, que los declararía justificados de voz.
Cuando Neferhor abandonó la necrópolis lo hizo con un sentimiento de alivio. No había nada que preocupara más a un egipcio que su viaje después de la muerte, y el joven estaba convencido de que los suyos le estarían esperando en los Campos del Ialú cuando le llegara la hora, si sus actos le permitían alcanzarlos.
Antes de proseguir su viaje hacia el norte, Neferhor visitó a Heny, su viejo amigo de la infancia, que se había convertido en un próspero comerciante de vinos. Vivía en las afueras de Ipu, en una bonita casa rodeada de palmeras y verdes campos en los que se cultivaba el lino. Su padre había conseguido introducir sus productos en la administración del nomo, y no había mesa de preboste ni fiesta que se preciara en la que no estuvieran presentes sus vinos. Para alcanzar esta posición había sido necesario comprar voluntades con algún que otro soborno, y asegurar una pequeña parte de los beneficios a un alto funcionario muy allegado al nomarca local. Ahora que se aproximaba el jubileo del dios, Heny y su padre albergaban grandes esperanzas de que sus caldos pudieran abrirse paso en las muchas mesas que deberían ser atendidas, ya que los fastos que se avecinaban prometían ser memorables, y los banquetes y celebraciones se extenderían por doquier. Padre e hijo habían aprendido bien a manejarse entre los ambiciosos, y sabían reconocer a uno allá donde se encontrara. Estos les proporcionarían la oportunidad de llegar a la mesa del faraón, aunque para conseguirlo fuera preciso que Heny y su padre vendieran su dignidad.
Después de todos aquellos años Neferhor regresaba a su tierra convertido en un hombre. A punto de cumplir los dieciocho años, el escriba era un joven de mediana estatura y complexión robusta que le hacía parecer saludable. Sus manos eran fuertes, y sus dedos resultaban resortes capaces de cerrarse con inusitado poder, debido quizás a los años que pasara en la labranza. En cuanto a su rostro, sus facciones resultaban corrientes, ni feas ni hermosas, capaces de hacerle pasar desapercibido si no fuera por las generosas orejas que poseía. Neferhor siempre había tenido que soportar bromas pesadas por este motivo, y si de niño las tenía de soplillo ahora se le habían desarrollado aún más, hasta el extremo de que era imposible no fijarse en ellas; por mucho que lo quisiera disimular.
El afeitarse la cabeza no le ayudaba lo más mínimo a paliar el efecto que producía el tener unas orejas r ufont como aquellas, pero al escriba no parecía importarle y cuando sus amigos se burlaban él les aseguraba siempre que oía muy bien con ellas.
Pero con todo, lo que daba verdadera personalidad a aquellos rasgos era su mirada. Sus ojos oscuros y penetrantes reflejaban una luz capaz de indagar en el corazón de los demás, que surgía de su propia naturaleza como parte de aquel afán que siempre había demostrado en la búsqueda del conocimiento. Había quien aseguraba que, en ocasiones, resultaba incómodo mantenerle la mirada y que su voz poseía el embrujo de la razón pura, ya que su acento era perfecto y sus palabras siempre fluían envueltas en la mesura y la lucidez; suaves, como la caricia del mejor de los amantes.
Sin lugar a dudas Neferhor no era plenamente consciente de lo anterior, aunque con el tiempo hubiera quien llegara a aseverar que utilizaba aquella facultad en función de sus conveniencias. Quizá fuera debido a la máscara con la que escondía sus emociones. Neferhor era capaz de ocultarlas sin dificultad, tal y como había aprendido en Karnak, donde durante años le habían enseñado a no mostrar ante los demás los sentimientos que nos hacen vulnerables.
Sin embargo, aquella tarde, mientras abrazaba a su amigo, el escriba dejó que estos afloraran con naturalidad, como correspondía en una ocasión como aquella.
—¡Cuánta alegría! —exclamó Heny, alborozado—. El hijo de Thot regresa a su tierra convertido en un sabio. Pero dime, ¿eres en verdad Neferhor, con quien paseaba en el río? ¿No serás una suerte de aparición? —inquirió sonriente.
—Venida desde Per Hai para abrazarte —contestó Neferhor, divertido—. Dime, ¿continúas tirando piedras a los cocodrilos? ¿O te has convertido en una persona seria?
—¡Ja, ja! A fe mía que eso será difícil de lograr. Aunque ya apenas visito el lago. Viajo junto a mi padre por toda la región para vender nuestros vinos, a la espera de que el dios se fije en ellos algún día. Tú vives en su mismo palacio, seguro que le conoces.
—Me temo que Nebmaatra no haya sentido mucho interés por mi persona.
—¿Por qué tipo de prodigio te has convertido en escriba real? —volvió a preguntar Heny sin hacer caso al comentario anterior.
—El divino Shai se apiadó de mi destino.
—¡Ja, ja, ja! Te auguré que lo conseguirías; que algún día llegarías a ser escriba, como deseabas. Pero dime, ¿no fue Amón quien te acogió entre sus brazos?
Neferhor asintió sin cambiar su expresión.
—Aprendí las palabras de Thot en su Casa de la Vida. Pero me temo que mi naturaleza no fuera la apropiada para ser merecedora de su reconocimiento. Mi impiedad resultó ser mayor que mi devoción, y el Oculto me dejó ir con paso presto para mostrarme el camino del embarcadero.
—¡Ja, ja, ja! Mal pecador resultarías si tuvieras que ganarte la vida con ello. Tu alma se encontrará a salvo de la Devoradora ca Dt size="-uando se celebre tu juicio ante Osiris; sobre todo ahora que debes conocer cientos de conjuros con los que librarte de una condena.
—En Karnak no lo vieron así, y tuve que seguir otra senda.
—En mi opinión más provechosa. Ser escriba real es un título por el que cualquier
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suspira y que pocos consiguen. Has debido de impresionarles a todos. —Neferhor sonrió a su amigo y le dio una palmada cariñosa. Este hizo un gesto de disgusto—. No te será posible encontrar en todo Ipu un anfitrión peor que yo —dijo Heny, al punto—. Ven y acomódate. Que traigan vino y pasteles —ordenó a sus sirvientes—. Hoy nuestro huésped cenará como corresponde. Cuando supe de tu visita apenas pude dar crédito a lo que me decían.
Ambos amigos rieron, y durante un rato hablaron acerca de sus vidas y expectativas.
—El negocio es próspero; la vida me sonríe y disfruto de ella cuanto puedo. ¿Qué más puedo desear? ¡Brindemos por nuestro futuro! ¡Que nos depare todo tipo de venturas! —volvió a exclamar Heny a la vez que alzaba su copa—. Espero que te guste el vino, es el mejor que tengo.
Neferhor apenas se mojó los labios.
—¿Acaso no es de tu agrado? —inquirió su amigo, preocupado.
—Me parece excelente. Es solo que no acostumbro a beber, pues no soporto sus efectos. No querrás ver a un escriba del dios salir en brazos de tu casa, ¿verdad?
—Líbreme Set de semejante apuro —dijo Heny, riendo de nuevo—. Pero dime, ¿te has casado? Seguro que tienes ya hijos.
—No. Me temo que haya dispuesto de poco tiempo para el amor —contestó Neferhor muy serio.
Heny lanzó una carcajada.
—En mi opinión no hay tiempo mejor aprovechado que el que se emplea en el amor. Hathor, su diosa, nos ha reservado en él todo lo bueno de la vida.
Neferhor hizo un gesto con la mano para quitar importancia al asunto. En su fuero interno se sintió incómodo, ya que continuaba siendo célibe.
—¿Y tú? —quiso saber—. ¿Has tomado esposa?
—Hace dos años; aunque todavía no tenemos hijos. Ella es hermosa como pocas. Pronto se nos unirá y la conocerás.
Neferhor le dio la enhorabuena y acto seguido le preguntó por Niut, de la que tantas veces se había acordado.
—Se ha convertido en una mujer bellísima. Dicen que no hay otra como ella en todo el nomo de Min.
—¿Y tú la ves?
—A menudo —dijo Heny, malicioso—. Aunque te aseguro que, en cuanto a su carácter, ha cambiado poco.
Neferhor sintió una cierta ansiedad al hablar de la joven, pero la disimuló bien.
—¿Qué fue de su hermano? —quiso saber, para cambiar de conversación.
—¿De Anu? Se lo comió un cocodrilo —dijo Heny como si fuera la cosa más natural del mundo. Neferhor se quedó con uno de los pastelillos a mitad de camino de su boca; perplejo por el tono que empleaba su amigo—. Ya sabes cómo era —se disculpó Heny—. No hacía más que caerse al río y cometer diabluras. Con los años se convirtió en un pequeño cabrón, y un mal día sirvió de merienda a Sobek. Hubo un gran pesar, no te vayas a creer, aunque en el fondo a nadie le extrañara.
Neferhor observó a su amigo esbozar una sonrisa, como si el hecho no tuviese importancia, y acto seguido se llevó el pastelillo a los labios de forma mecánica. Entonces se escucharon unos pasos y una suerte de diosa entró en la sala. Heny se levantó para recibirla.
—Al fin mi bella esposa condesciende a acompañarnos —dijo sin dejar de sonreír.
Neferhor vio cómo aquella mujer avanzaba hacia él con paso grácil. Él pensó que si Hathor se reencarnara, lo haría en un cuerpo como aquel. Llevaba una peluca muy elaborada, con una cinta decorada con hermosos motivos florales sobre la frente, muy al gusto de la sofisticada moda que imperaba en Egipto. Vestía una túnica larga, de lino de la mejor calidad, y muy vaporoso, con un solo tirante que dejaba uno de los pechos casi al descubierto. El vestido iba sujeto a la cintura por un elaborado pasador de cuentas de oro y lapislázuli, y sus pies calzaban unas delicadas sandalias de fina piel con adornos de cornalina. Un collar de malaquita y un primoroso brazalete de oro y marfil hacían juego con unos pendientes dorados con incrustaciones también de malaquita, que daban a la señora un aspecto en verdad suntuoso, tan en boga entre la alta sociedad de aquel tiempo.
Neferhor la observó aproximarse como si fuera una aparición, mas cuando su rostro se hizo reconocible, el escriba estuvo a punto de perder la compostura y soltar un juramento; era Niut.
—Niut… —balbuceó, sorprendido—. No puede ser… Eres Niut.
La joven se sonrió complacida del efecto que causaba en su invitado, y Neferhor la estudió con atención. No se había equivocado en su juicio. Con el paso de los años, Niut se había convertido en la hermosa mujer que ya se intuía sería cuando era niña.
—¿Me tienes por una aparición surgida del Amenti? —quiso saber ella mientras se le aproximaba—. ¿Tanto he cambiado?