—Eres parte de mi sueño —repitió el escriba con un hilo de voz.
Mas ya no podía verla. Sus ojos se cerraban de nuevo y él se abandonaba en su letargo. Un sueño que deseaba que no acabara nunca.
Clareaba cuando Neferhor regresó de su sueño. Despertó con pesar, como si se resistiera a abandonar aquel estado que le había proporcionado la felicidad absoluta. Nunca había sentido su espíritu volar libre de preocupaciones, liviano, después de haberse deshecho de la pesada carga que parecía llevar consigo en cada momento. Esta había desaparecido a medida que la magia de lo desconocido se había ido apoderando de él. Su
ka
había participado plenamente de ella y tenía la sensación de que su
ba
había sido capaz de observar cuanto había acontecido, igual que si se tratara de algo intemporal; un episodio más propio de aquellos que han ganado la felicidad del paraíso que de los vivos.
Al abrir los ojos, el escriba permaneció un rato observando la luz de la mañana que entraba a través de la ventana. Experimentaba un bienestar al que resultaba difícil sustraerse, y que flotaba sobre aquel lecho en el que había tenido lugar lo inexplicable. Neferhor se resistía a poner orden en sus pensamientos, ya que sabía que le alejarían del estado de placidez en el que se encontraba. Sin embargo, estos fueron tomando forma en su corazón de manera inexorable; en un intento por comprender el significado de todo aquello.
A través de la claridad, Neferhor dibujó de nuevo las formas de la diosa que lo había acompañado; sus pechos turgentes, sus caderas voluptuosas, sus muslos de bronce. Entrecerró los ojos un instante para recordar la cadencia de aquellos movimientos que le habían transportado hasta el abandono. Al pensar en ello el escriba tuvo otra erección, y se incorporó ligeramente para observar cómo su miembro se había inflamado por el deseo. El joven hizo una mueca de disgusto y al punto comprobó que había restos de semen sobre su vientre. Trató de convencerse de que todo era producto de la ilusión; un sueño maravilloso que había tenido oportunidad de vivir de manera misteriosa.
Pero enseguida se presentó el rostro de la diosa. Era tan nítido que al momento sintió temor, y de sus entrañas le llegó un regusto amargo que terminó con su dicha para sumirle en los más sombríos pensamientos. Niut había estado allí aquella noche para entregarse a él por completo. Ni en la más sórdida de sus fantasías Neferhor hubiera podido imaginar algo semejante, pues era un sueño lo que había acontecido. Un sueño tan real como imposible, que ahora le llenaba de zozobra, que le conducía a una situación de la que no era dueño. Su propia esencia había participado de aquel encuentro, que le había llevado a un estado de absoluto abandono que ahora le resultaba inconcebible; como lo era el placer que la diosa le había proporcionado.
El rostro de esta última se apareció de nuevo, y al punto recordó las palabras que le susurraran al oído. Niut le hablaba todavía jadeante, para confesarle sus más íntimos secretos, aquellos que nunca le debía haber contado.
El escriba se levantó presto, como movido poZr un mal presagio. Amar a Niut de aquella forma suponía el peor pecado para cualquier hombre que quisiera seguir el
maat
. Un acto escandaloso al que la diosa de la justicia miraría horrorizada, incluso aunque se tratara de un sueño. Él, Neferhor, escriba sapientísimo educado en la virtud y el ejemplo, se había comportado con la vileza propia del que nada sabía de Maat.
Un súbito remordimiento se apoderó de su corazón al pensar en Heny. Él había acudido a su casa como invitado para terminar yaciendo con su esposa de la manera más sórdida. Pero lo peor no era eso, pues él sabía muy bien que la había deseado durante toda la velada, y que antes de que tuviera lugar aquel infernal sueño él se había acariciado mientras pensaba en ella. El hecho de que Niut le hubiera confesado sus sentimientos no hacía sino añadir mayor incertidumbre a su corazón. El escriba se encontraba perdido ante el recuerdo de unas palabras que nunca podría olvidar. Dudaba de sus actos y de su propia conciencia a la vez que se veía vencido por unos acontecimientos que le sobrepasaban por completo.
Neferhor se aproximó a la ventana en un intento de arrojar un poco de luz a su corazón. No podía permanecer allí ni un minuto más y, sobreponiéndose a su congoja, se vistió con celeridad para salir raudo de aquel habitáculo que no olvidaría jamás.
La casa estaba en silencio, y uno de los sirvientes le explicó que su señor había salido muy temprano hacia Ipu, y que la señora dormía en sus habitaciones, ya que acostumbraba a levantarse tarde. Al parecer Heny había dejado un ánfora para él, y Neferhor se sintió humillado por su propia conducta.
El escriba abandonó la casa de su amigo sin atreverse a mirar atrás. Si allí quedaba su vergüenza era preferible no detenerse para averiguarlo, y mientras recorría el sendero camino del embarcadero, sus pensamientos se volvieron aún más confusos y desalentadores. Aquello no era sino un mal presagio, y él estaba convencido de que, de alguna forma, los dioses a los que honraba le castigarían.
Al llegar a la embarcación, el lacayo que lo acompañaba dejó el ánfora en el malecón. Neferhor se quedó un momento observando la nave. Suponía todo un motivo de orgullo para cualquiera el poder navegar en ella, y él lo hacía como escriba real con una importante misión que cumplir. Al regresar a la realidad que le había llevado hasta allí, Neferhor se sintió empequeñecido. Su vanidad no era nada comparada con el poder del dios, y su traición un hecho que debería quedar atrás para siempre; olvidado como el sueño que debía haber sido.
Sin poder evitarlo se acordó de Hekaib, y de todo cuanto había significado en su vida. Su rostro no había dejado de presentársele desde que atracara en el puerto, y al hacerlo el escriba había sentido cómo sus entrañas se retorcían impregnadas en hiel. En algún lugar el déspota se encontraría disfrutando de su ignominia, libre de toda culpa, sonriendo como solo él sabía. Con frialdad, Neferhor pensó que sus caminos aún no debían cruzarse, y aquel amargor le llenó la boca. Entonces se le ocurrió que su conducta, en cierto modo, le había acercado a aquel canalla pues no en vano había traicionado a quien le había dado su amistad, y además en su propia casa.
Al ir a subir al barco, el ánfora se escurrió de entre las manos del escriba y fue a estrel fue a elarse contra el suelo. El recipiente se hizo añicos, y su contenido se esparció sin remedio, para disgusto de Neferhor. Este lo observó un instante cariacontecido. Allí quedaba rota aquella ánfora, como tantas otras cosas.
Neferhor navegó Nilo abajo con la impresión de que Egipto se presentaba ante él en toda su inmensidad. Cada recodo del río le reservaba una nueva sorpresa, algo que llamaba su atención y le hacía comprender la diversidad que encerraba Kemet. Aquella era una tierra de faraones, pero también de frondosos palmerales y desiertos sin fin, de miles de especies que llenaban de vida el valle y de gentes dispuestas a honrar a los dioses cada día, aun en su pobreza.
Pronto se acostumbró a recibir el saludo de los campesinos que se inclinaban al paso de su falúa, y también a ver surgir de entre la espesura templos centenarios erigidos para mayor gloria de los dioses, y que parecían dispuestos a ver pasar los milenios, acaso para contar sus propias historias a los tiempos venideros.
Cuando la nave atracó en Menfis, en medio del bullicio de su puerto, Neferhor respiró aquel ambiente cosmopolita cargado de antigüedad. Ineb-Hedj, la Ciudad del Muro Blanco, le daba la bienvenida con su cara acostumbrada de calles atestadas de gentes dispuestas a buscarse la vida cada día, y que hacían de la capital un enorme crisol en el que se mezclaban las pasiones humanas.
La ambición y la virtud convivían allí a diario, y sus más de quince siglos de historia habían dejado en la urbe una pátina invisible que, sin embargo, podía sentirse en sus callejuelas, o respirarse en cada esquina como un perfume milenario al que los ciudadanos no estaban dispuestos a renunciar.
Ineb-Hedj era tan vieja como el propio país de las Dos Tierras. Allí los palacios se levantaban desde tiempos inmemoriales y los edificios de la administración habían sido testigos privilegiados de la historia de Egipto, de su ruina y también de su grandeza. Resultaba imposible comparar Menfis con la lejana Tebas. La Ciudad del Muro Blanco era una urbe que trascendía al propio país, ya que en ella se daban cita gentes de la más diversa condición llegadas desde todos los puntos del mundo conocido. Muchos extranjeros se habían establecido en Menfis, donde podían hacerse buenos negocios. Su puerto, Per Nefer, el Buen Viaje, era lugar de obligada recalada para los mercantes que se atrevían a navegar las aguas del Gran Verde, y que unían comercialmente lejanas ciudades bañadas por aquel mar que a los egipcios tanto les disgustaba. El Gran Verde era un dominio de Set, el terrible señor de las tormentas, y lo mejor era no aventurarse en él.
Aquella capital abierta al mundo conocido poco tenía que ver con Waset. Tebas había pertenecido durante muchos siglos al Egipto profundo, donde las tradiciones y costumbres apenas habían cambiado. Sus paisanos se tenían por fieles devotos de los ancestrales dioses, y su capital era considerada por muchos como la reserva espiritual de la Tierra Negra. No fue sino hasta la llegada de los faraones guerreros cuando Tebas se abrió al mundo por primera vez. Los inmensos tesoros conquistados enriquecieron a su templo de Karnak e hicieron de la ciudad un emporio comercial en el que las grandes caravanas se detenían a negociar las más valiosas mercancías.
Amenhotep III había embellecido Tebas como ningún otro faraón, y aun así continuaba siendo una pequeña capital a la que el dios Amón había elevado en importancia.
Sin embargo en Menfis era sencillo perderse, como Neferhor pudo comprobar, aunque pasear por sus antiguos barrios le resultara una experiencia que nunca olvidaría. Percibió enseguida aquel aire de independencia que despedía la metrópoli, y le agradó la sensación de poder deambular libremente sin que nadie se fijara en lo que hacía. El lugar le gustaba, y dio gracias por anticipado a los dioses por las maravillas que le tenían reservadas.
Durante meses, Neferhor recorrió la región menfita en busca de los antiguos ritos que le habían llevado hasta allí. El nomo rebosaba de historia, y el escriba se rindió ante la grandeza de un tiempo que parecía perderse entre los velos del misterio. Sus pesquisas le llevaron a visitar los enclaves levantados por los dioses hacía más de mil años. Cuando sus pasos le condujeron hasta Guiza, Neferhor se sintió asombrado ante lo que veían sus ojos, y tan insignificante que pensó en el enorme poder que debieron de detentar los antiguos faraones. Nada podía compararse con los ciclópeos monumentos que se ele-vaban en aquella meseta. El propio templo de Karnak resultaba minúsculo al compararlo con las pirámides que se alzaban hacia el cielo para unirse con Ra en todo su esplendor. La caliza blanca de sus caras, purísima, refulgía ante los rayos del sol para crear destellos sin fin, como si hubiera infinitos espejos que reflejaran la luz del padre de los dioses. Era un efecto cegador que llevó al joven a recordar los cultos solares de que le hablara Huy, y ahora se daba cuenta de su verdadero alcance.
La gran pirámide le invitó a reflexionar sobre determinados aspectos. El mismo significado del monumento quedaba a la vista para todo aquel que estuviera dispuesto a comprenderlo. Era una maravilla del genio humano, un desafío para los dioses creadores, un alarde de poder, pero sobre todo una representación de la inmortalidad. Aquellas pirámides se habían ideado con la intención de que fueran eternas, como lo era el alma. El
ba
de los dioses que se hicieron enterrar en ellas se uniría a los creadores que habitaban junto a las estrellas circumpolares en una suerte de mágica simbiosis que gravitaría sobre el propio país de Kemet. Egipto quedaría cubierto por el manto protector que sus antiguos faraones tejieron para velar por su pueblo ante los dioses, y lo harían hasta el fin de los tiempos.
Cuando Neferhor fue atendido por los sacerdotes que todavía rendían culto a Khufu en el pequeño templo que se mantenía junto a su pirámide, entendió el auténtico significado de la monstruosa edificación; su verdadera razón de ser, que iba más allá de un mero enterramiento real. Khufu, Keops, había decidido inmortalizarse para permanecer en Egipto hasta que los dioses vieran cumplidos los días. La pureza de aquel enclave no tenía parangón, y Neferhor tuvo una idea clara de lo que encerraba la fiesta
Heb Sed
.
El escriba repasó cuantos archivos encontró en su camino e hizo una visita a la enigmática esfinge que vigilaba el oriente. Su expresión le subyugó, y se animó a ver la estela erigida entre sus patas delanteras por orden de Tutmosis IV. Al rememorar la historia recordó su conversación con Amenhotep, hijo de Hapu, y decidió leer las palabras grabadas en la piedra:
«Un día ocurrió que el príncipe Tutmosis había salido de paseo a mediodía…»
Neferhor estudió con interés los símbolos sagrados grabados en la piedra. Le emocionaba pasar las yemas de sus dedos sobre los jeroglíficos, pues estaba convencido de que le transmitían su magia. La historia era tal y como la recordaba, aunque la estudió con atención.
«Mírame; obsérvame —decía más adelante—, Tutmosis, hijo mío. Yo soy tu padre Harmakis-Khepry-Ra-Atum. Te entregaré toda la realeza sobre la tierra de los vivos. Llevarás su corona blanca y su corona roja sobre el trono de Geb, el heredero. Tuya será la tierra en toda su longitud y su anchura, y todo lo que ilumina el ojo del señor universal…»
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Neferhor continuó leyendo hasta el final, y cuando acabó permaneció pensativo, en tanto recordaba la expresión socarrona de Huy al hablarle de aquella estela. Había algo ciertamente curioso en el relato que al joven no le pasó desapercibido. En la estela del Sueño no se hacía la más mínima referencia a su divino padre Amón; como si no existiese.
En su visita a Abusir, Neferhor permaneció un tiempo en el templo solar del faraón Niuserra. En los relieves inscritos en sus muros se hacía referencia a la conmemoración del
Heb Sed
y a las complejas liturgias que tenían lugar. El joven tomó nota de cuanto le interesó, y sintió una gran excitación al convertirse en copista de aquellos oficios que permanecían olvidados en las piedras de los templos milenarios.