El escriba se sorprendió de la frialdad que se demostraban sus anfitriones, y no acertó a comprender algunos reproches que se dirigieron; pero él poco sabía del amor, y mucho menos del matrimonio, por lo que supuso que todo se debería a alguna disputa como las que recordaba haber presenciado entre su difunto padre y su hermana, que acostumbraba a reprender al viejo a la menor ocasión. Cuando su amigo empezó a balbucear y a atropellarse con frases inconexas, pensó que el vino ya había hecho su trabajo, y que haría bien en retirarse. Pero enseguida Heny comenzó a dar cabezadas, y al poco los sirvientes acudieron a sacarlo de la sala.
Cuando se lo llevaron, Neferhor hizo ademán de levantarse para despedirse de Niut.
—De ninguna manera —indicó esta muy digna—. Hoy eres el invitado de esta casa y espero que aceptes nuestra hospitalidad tal y como dictan las antiguas tradiciones. Después de tantos años sin saber de ti, deseamos que te quedes a pasar la noche. Además, será un honor alojar a un escriba real —concluyó, lisonjera.
Neferhor no pudo negarse al ofrecimiento, aunque por motivos que desconocía ardía en deseos de abandonar la casa. Era un impulso que le invitaba a hacerlo y que, no obstante, no pudo seguir ante los ruegos de aquella mujer a la que parecía imposible negarle nada. Sin embargo, tuvo el convencimiento de que se equivocaba al quedarse allí, y la sensación de que se arrepentiría.
Neferhor observaba la luna desperezarse por entre los lejanos farallones. Tumbado bajo la ventana escuchaba la quietud que envolvía el lugar con los sonidos propios de la noche. Eran tal y como los recordaba; como si el tiempo se hubiera detenido de manera misteriosa y él continuara aún trabajando los campos de los dominios de Amón, igual que hiciera en su niñez. El mismo aire perfumado por los arbustos de alheña; los mismos rumores procedentes del río… Sin embargo los años habían pasado, y ahora se daba cuenta de que sus recuerdos eran solo eso, recuerdos; espejismos de una época lejana a la que ya no pertenecía. El encuentro con sus viejos amigos había supuesto para él una gran alegría y, a la vez, un inesperado desencanto. Quizás el hecho de que ambos estuvieran casados había influido en ello, hasta llegar a originarle aquella sensación de encelamiento que se negaba a admitir. Sin duda aquel desenlace le había supuesto una sorpresa inesperada y, en cierto modo, el final de su relación con una fantasía que le había acompañado durante muchas noches en la soledad de su celda. Él comprendía muy bien lo absurdo que resultaba semejante ilusión y, no obstante, había formado parte de ella con la esperanza de que algún día se hiciera realidad.
Durante aquella velada dicha situación se había hecho presente en toda su magnitud, y le había ayudado a comprender su propia estupidez y lo poco que conocía acerca de determinadas cuestiones.
Heny era parte de aquel espejismo y ello le había entristecido, ya que nada podía cambiarse. El que su amigo se hubiera casado con Niut le parecía algo natural, dadas las circunstancias, y se censuraba a sí mismo por no haberlo reconocido como tal. Justo era admitir que la aparición de Niut había cegado su razón hasta impedirle aceptar los hechos. Simplemente no estaba preparado para una impresión como aquella, y se había visto obligado a realizar ímprobos esfuerzos para sobreponerse a ello. Sin embargo, algo le quemaba las entrañas. Era igual que un fuego al que no sabía cómo hacer frente, que le había ido devorando lentamente durante el transcurso de la cena. De nada le valía el disimulo contra algo así, pues ni las máscaras que acostumbraba a ponerse surtían efecto. Representaba una atracción a la que le resultaba imposible resistirse, y que le impulsaba a mirar a Niut una y otra vez, con el corazón inflamado. Trató de hacer acopio de toda su capacidad de autodominio para desviar su atención de aquella mujer capaz de sofocarle, pero fue inútil. Su corazón se hallaba a merced de una pasión que se hacía corpórea después de años en los que él mismo la había alimentado en la soledad del templo.
Neferhor se sintió perd coCuu aido al notar cómo su miembro se desperezaba a los compases de las miradas que Niut le regalaba. Se sentía atrapado por ellas, pues le resultaban tan cálidas que le invitaban a ser su prisionero. Ella era mucho más hermosa de lo que se había imaginado en sueños, y sin poder remediarlo sintió unas irrefrenables ganas de poseerla, en tanto sufría una embarazosa erección. Él la miró como quien es sorprendido perpetrando alguna travesura, y se convenció al instante de que aquella diosa era consciente de cuanto le ocurría.
Neferhor se movió incómodo en la cama. La luna había terminado por alzarse en su cuarto creciente e iluminaba suavemente la habitación para llenarla con su misterioso influjo. Desnudo, el escriba volvió a notar el deseo que había experimentado durante el banquete, y sin poder evitarlo se acarició en silencio. Al poco notó que su miembro le quemaba, y se rebeló contra su propio ardor, dando vueltas entre las sábanas. Entonces entró en una suerte de extraño sopor que parecía mantenerle en duermevela. Los sueños y la tenue luz que entraba por la ventana se daban la mano hasta parecer formar parte de una misma irrealidad que terminó por atraparle.
Sin embargo, aquella especie de fantasía parecía dispuesta a hacerle participar de ella, como si en la misma habitación tuviera lugar la escena que empezaba a desarrollarse en su sueño. Una sombra se movía sigilosa a través de la misma, huyendo de la luz hasta aproximarse al lecho. Allí observaba la respiración profunda del escriba, y cómo su cuerpo parecía empapado por el sudor producido por la llama que lo consumía. El espectro aparentaba conocer su origen, ya que se aproximó aún más al yacente, satisfecho de cuanto contemplaba.
Neferhor fue consciente de su presencia, y le invitó a entrar en su letargo. Al principio no era más que una silueta que se difuminaba como si fuera etérea pero que, no obstante, resultaba perceptible. Esta lo observaba con atención, y luego se le aproximó hasta rozar su piel sudorosa. El tacto era tan suave que el escriba se sintió invadido por un bienestar que le hizo exhalar un suspiro. Mas las caricias parecieron hacerse reales a la vez que se extendían por todo su cuerpo. Entonces Neferhor intentó abrir los ojos, pero sus párpados le pesaban tanto que le resultaba inútil luchar contra ellos. No obstante podía ver cuanto ocurría a su alrededor. La sombra pugnaba por hacerse real, y el escriba pensó que quizá se tratara de un súcubo que venía a visitarle. Desde el Amenti, alguno de sus demonios había acudido en aquella hora para transmitirle algún mal, o insuflarle el soplo de la muerte. «El soplo de la muerte penetra por el oído izquierdo», le habían advertido muchas veces los sacerdotes, y él se había acostumbrado a dormirse sobre ese lado.
Pero pronto se dio cuenta el escriba de que no se trataba de ningún genio infernal. Eran las yemas de unos dedos las que se deslizaban por su piel para crear dibujos ilusorios que le proporcionaban placer. Ahora veía claramente la figura que lo acompañaba, aunque no acertaba a reconocerla. Al intentar incorporarse sintió cómo unas manos se lo impedían, y escuchó un suave siseo que le ordenaba que obedeciera. Él permaneció tendido, envuelto en la penumbra, dejándose hacer tal y como le pedían.
El tacto suave acabó por convertirse en un roce cierto. Unas manos se deslizaban aquí y allá para estimular sus sentidos con cada caricia. Era un sueño extraordinario, como nunca había tenido, y Neferhor participaba de él como si en verdad fuera real. Él estiraba sus brazos, ansioso, pero nsioso, la sombra se escabullía una y otra vez, resultando imposible tocarla. Entonces notó cómo aquellos dedos se volvían más atrevidos, hasta despertar en él las primeras oleadas de placer. El escriba se agitó inquieto, y otra vez intentó incorporarse, pero de nuevo se lo impidieron. Ahora percibía claramente su miembro inflamado, y también como se apoderaban de él para frotarlo con habilidad. Los gemidos se hicieron presentes con la desesperación de quien no es capaz de participar plenamente. En su sueño, Neferhor pugnaba por levantarse para reunirse con aquella especie de aparición que era incapaz de ver, pero una fuerza misteriosa se lo impedía. En ese momento la figura se hizo más atrevida y él sintió unos labios sobre su piel, y cómo la exploraban, muy lentamente, a la vez que una lengua se deslizaba para aventurarse hasta donde nunca nadie había llegado. Resultaba un placer desconocido al que le era imposible renunciar, pues se apoderaba de algo más que de su cuerpo. Neferhor creyó que su mismo
ka
, su esencia vital, participaba de aquellos goces que aumentaban con cada caricia para ofrecerle un escenario irreal. Aquella debía de ser la antesala al santuario de Hathor, la diosa del amor, que le llamaba a su presencia para hacerle partícipe de los más excelsos goces. Solo así podía comprender cuanto ocurría.
Sin embargo, el sueño parecía cobrar más realismo con cada roce. Aquellos labios subieron desde su vientre, zigzagueando como hacían las víboras cornudas, depositando su veneno en pequeñas dosis con cada mordisco que le propinaban. Ya próximo a su cuello, Neferhor extendió las manos y pudo reconocer, al fin, el contorno de la sombra que se había hecho corpórea. Recorrió sus formas, incrédulo de que un cuerpo semejante se hubiera avenido a visitarle para formar parte de su ensueño. Neferhor se aferró a sus nalgas y sintió cómo unos pechos se aplastaban contra él, en tanto le mordisqueaban el cuello. Su amante suspiró de placer al sentir la dureza de aquel miembro que la quemaba, y con habilidad se colocó sobre él para hacerlo suyo muy lentamente. El escriba vio por primera vez la silueta que se recortaba a través de la claridad que entraba por el ventanal. Era el cuerpo de una diosa, sin duda, una imagen de formas perfectas que cabalgaba sobre su falo con la cadencia de quien estaba dispuesta a obtener placer de cada movimiento. Con cada contoneo, la diosa arrancaba gemidos desesperados de aquel esclavo que yacía bajo su poder, sin que este supiera qué suerte de prodigio obraba en aquella hora. El escriba alzaba sus manos para acariciarle los pechos con torpeza; con la inexperiencia propia del que nunca lo había hecho con anterioridad. Pero a la diosa no le importaba. Aquel era un acicate más que la impulsaba a tomar el cuerpo de aquel simple mortal que nada sabía sobre el amor. Ella notaba su virilidad dentro de sí y la manejaba a su antojo; hasta medir cada embate a fin de alargar su carrera, ya que percibía con nitidez cómo aquel hombre se le entregaba por completo.
Neferhor no podía sino dejarse llevar. Se sentía transportado a lo desconocido, pues no sabía cuál sería el final de aquella frenética cabalgada. Él deseaba que no acabara nunca, y se aferraba a aquel cuerpo con la desesperación de quien ha encontrado un tesoro del que ya nunca estaría dispuesto a desprenderse. La soledad de sus noches pasadas en Karnak quedaba al descubierto para presentarle su cara más sórdida. Aquella que le había llevado a frecuentar prácticas con las que creía poder vencer al amor, del que había supuesto no necesitar nada. Pero ahora, mientras yacía a merced de su embrujo, comprendía su formidable poder; su capacidad para transformar a quienes se rinden a él; la fuerza de su amarre. Su propia naturaleza así se lo recordaba con cada moa con cavimiento de la diosa. Aunque el escriba hubiera intentado renunciar a ella, esta seguía viva, agazapada, como suele ocurrir, a la espera de una oportunidad para hacerse presente y demostrar que era imposible huir de ella.
Muchas noches, Neferhor había sentido su presencia para rebelarse ante esta, a los deseos que en ocasiones le reconcomían y que él atribuía a una llamada de la lujuria a la que debía combatir. Por eso había permanecido célibe hasta una edad en la que nadie en Egipto lo era. Detrás de aquella palabra existía una cara de la que no podría olvidarse jamás. Ese había sido su triste secreto desde su niñez. La lujuria había traído aparejada la desgracia a su familia, y tenía un rostro: Hekaib. Un hombre al que nunca perdonaría.
Sin embargo, la diosa que lo manejaba con la magia de Isis le había hecho enterrar aquellos recuerdos. Él se sentía flotar en sus manos, libre de preocupaciones, como si en verdad se hubiera despojado de todas sus miserias y se elevara dichoso por primera vez en su vida. Nunca pensó que pudiera existir un sueño semejante, y se le ocurrió que quizá se hallara en realidad disfrutando de los placeres del paraíso, aunque no recordaba haber pasado por el Tribunal de Osiris.
Neferhor parpadeó de forma repetida para intentar ver mejor a su amante. Esta había empezado a gemir con más desesperación, y se arqueaba de vez en cuando para exhalar un murmullo lastimero. Él notó aumentar su excitación con cada movimiento, hasta correr desbocado hacia un final que no podía controlar. Entonces se aferró con mayor frenesí aún a aquellas caderas de las que no quería soltarse jamás. La diosa le comprendió al momento, pues comenzó a imprimir a estas un ritmo infernal ante el que resultaba difícil ahogar los gemidos. Neferhor vio cómo en el camino por el que galopaba se abría una puerta por la que se precipitaba rodeado de un placer inmenso, como nunca había experimentado. En ese momento sus ojos se abrieron por fin para ver la cara de la diosa que le había transportado hasta los Campos del Ialú. Un haz de luz plateado incidía sobre su rostro mientras ella le sonreía, y Neferhor creyó encontrarse ante una aparición celestial. Niut en persona había venido a visitarle.
Exhaustos, ambos amantes cayeron desfallecidos, envueltos en el manto que solo la pasión era capaz de tejer. Sus cuerpos, sudorosos, permanecían todavía unidos, como si quisieran compartir hasta la última gota de sus propias esencias. El escriba trataba de poner orden en su corazón, pero no podía, se sentía incapaz a llamar a la puerta de la razón, como si en verdad viviera una ilusión. Sus manos se aferraron de nuevo al cuerpo de su amada, para convencerse de que estaba allí, tal y como pensaba. Niut, el objeto de sus pensamientos durante años, lo había llevado de la mano a través de una nueva dimensión. Pero ¿cómo era posible? ¿Qué tipo de hechizo se había obrado aquella noche? Aquello no podía ser sino cosa de
hekas
.
Niut se abrazó a él mientras tomaba aliento.
—Elegí mal —le susurró al oído—. Nunca pensé que regresarías. Ahora soy parte de tu sueño.
Neferhor parpadeó pesadamente, cual si el sopor lo invadiera por completo. Le pesaban tanto los párpados, que a duras penas podía fijar la mirada en su amante.