Pero uno de sus lugares preferidos era el lago sagrado. Este se encontraba al sureste del santuario de la divinidad, y le parecía tan misterioso como fascinante. En el lago solían navegar las barcas sagradas en los días de fiesta, y en su parte sur existía un túnel donde vivían los gansos sagrados, uno de los símbolos de Amón, que eran criados por los sacerdotes. Por la mañana se soltaba a las aves, que pasaban el día nadando por el lago. A Neferhor le recordaba, en cierto modo, sus tiempos pasados en Ipu, donde vivía rodeado de multideaor ltud de aves a las que observaba durante horas. Los gansos eran cebados y ofrecidos diariamente a Amón, en número de dos, desde los tiempos del faraón Tutmosis III.
Sin embargo, los sacerdotes se abstenían de bañarse allí. El agua de aquel lago se filtraba desde el subsuelo, y no era empleada para realizar abluciones ni ritos de purificación, ya que los textos sagrados especificaban claramente que solo se podía utilizar para ello el agua fresca del río.
Al otro lado del lago, al sureste, se levantaban las casas de los sacerdotes que vivían en el templo. Eran construcciones sencillas fabricadas en adobe, como la mayoría de las que se erigían en Kemet, ya que ese material tenía duración limitada, como la vida humana. La piedra se dejaba para las moradas de los dioses, pues se consideraban eternas, y además era muy cara.
Las casas estaban pintadas de blanco y en su interior los acólitos que atendían al culto diario del dios realizaban sus rituales de ayuno a la vez que oraban y meditaban en un ambiente de profundo recogimiento.
A Neferhor le gustaba observarlos en la distancia. Caminaban en silencio, como si estuvieran en permanente abstracción, y al pequeño se le antojaban como seres ajenos al mundo que les rodeaba, tal y como si se encontraran en un lugar en el que rigieran leyes diferentes y donde las emociones no existieran. Luego pensó que quizás el contacto que mantenían a diario con el dios Amón, en el interior de su santuario, fuera la causa de tan extraño comportamiento, y acabó por aceptarlo de aquel modo.
En realidad, todo lo que rodeaba al lago le interesaba. Obviamente, el recinto que guardaba al dios tutelado, justo al norte, le resultaba sumamente enigmático. Pero el sanctasanctórum era un área prohibida para los no iniciados y por tanto no le era permitida su entrada. No obstante, el pequeño se aventuraba hasta los pilonos situados al oeste del lago, que formaban parte de un proyecto que, más de un siglo atrás, iniciara la reina Hatshepsut y en el que se creaba un eje que uniría el templo de Karnak con el de la diosa Mut, esposa de Amón, situado al sur, fuera del recinto amurallado de Ipet Sut. Junto a uno de estos pilonos, erigido en su día por Tutmosis III, se levantaban dos enormes obeliscos en los que el sol del atardecer solía crear destellos de ilusoria belleza. A lo lejos, al otro lado del río, se alzaban los altos farallones que guardaban la necrópolis, y Neferhor gustaba de observarlos, ensimismado, en tanto el sol se ponía tras los cerros. En las tardes claras estos se dibujaban para adquirir un tono rojizo que les daba un aspecto fantasmagórico, como si en verdad fueran capaces de captar la agonía de Ra en su justa medida. Aquel era su momento del día, aunque resultara un tanto efímero, ya que el astro rey se ponía con rapidez en el país de Kemet, y con las sombras Neferhor debía volver a su residencia situada en la parte norte, donde vivían la mayor parte de los trabajadores.
Neferhor se instaló en una rutina a la que se acostumbró con rapidez. Su vida ya no le pertenecía. Era el precio por alcanzar el ansiado conocimiento, y él lo pagaría gustoso. El viejo Sejemká había resultado ser un hombre duro e inflexible donde los hubiera, y cada día se volvía más exigente con el chiquillo, al que no pasaba por alto ni el más mínimo error. Mas se abstuvo de utilizar nunca su famosa vara con su alumno; como si el maestro ya supiera que aquel niño no la necesitaba.
En realidad Sejemká se había encariñado con el niño, en quien veía una mente preclara que podría resultar de suma utilidad para el Templo en un futuro no muy lejano. Era preciso obtener lo mejor de aquel acólito de Thot, y para eso estaba él.
Al verle razonar como lo hacía, el viejo preceptor se felicitó por el hecho de que los milagros existiesen. Neferhor era una prueba palpable de ello. El Oculto, en su omnisciencia, había reparado en el pequeño para rescatarlo de un lugar olvidado como era Ipu, en el nomo de Min.
Sejemká no albergaba ninguna duda al respecto. El padre Amón había decidido que un mísero
meret
fuera aceptado en su rebaño, en el que algún día sería poderoso.
Él era un hombre que creía firmemente en los símbolos; para quien la casualidad no existía. Cada decisión, cada paso, traía aparejada una consecuencia que iba mucho más allá de lo que el corazón
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del hombre pudiera comprender. Al fin y al cabo, en demasiadas ocasiones este resultaba ignorante, y de ahí la necesidad de confiar en los dioses. Sejemká sabía muy bien a lo que se refería. Durante muchos años, él había estudiado los libros que únicamente estaban al alcance de los maestros; papiros antiquísimos que habían dejado los sabios para que solo los iniciados se empaparan de sus enseñanzas; textos herméticos cargados de magia y conjuros milenarios que iban más lejos de lo que la razón podía aceptar. En lo más oculto de la Casa de los Libros se encontraban los mandatos y recomendaciones que en un principio habían dado los dioses a la humanidad. Lo que era bueno y lo que no. Las pruebas que demostraban que el comportamiento humano apenas había variado desde entonces, pues este era capaz de lo mejor y lo peor. Mas los dioses velaban por el hombre. Ellos eran piadosos y le enviaban señales, aunque el hombre fuera incapaz de comprenderlas en la mayoría de las ocasiones. Sin embargo, Sejemká creía firmemente en ellas y procuraba descifrarlas día a día. Neferhor era una prueba más de todo aquello. ¿Acaso podía albergar alguna duda?
Una mañana de invierno, Sejemká liberó a su pupilo de su clase diaria y le pidió que le acompañara. El día se había levantado gris, y parecía haber contagiado su tristeza al templo, que lucía apagado y más silencioso que de costumbre. Neferhor siguió a su maestro, extrañado de que le hubiera sacado del aula, pero no dijo nada. Se encaminaron hacia los edificios donde se encontraba la administración y al poco se detuvieron ante una de sus oficinas.
—Dentro te espera Nebamón —señaló el tutor con un ademán—. No olvides que el hombre sabio es capaz de convivir con las penas sin necesidad de aliviarlas.
El pequeño no supo qué decir, pero al punto entró en la oficina donde Nebamón se encontraba solo, sentado en una esterilla junto a una mesita repleta de rollos de papiro. Al ver al pequeño, el escriba le invitó a sentarse a su lado. Durante unos momentos, se hizo un incómodo silencio que al escriba le costó romper.
—Verás, Neferhor, a veces se presentan situaciones que resultan incomprensibles, que nada tienen que ver con la senda que deben seguir los hombres. Hoy Thot fue portador de malas noticias, las peores que se pueden dar.
El niño apenas pestañeó, pues miraba fijamente al escriba. Este hizo un gesto de pesar.
—Han encontrado los cuerpos de tu hermana y tu padre sin vida —murmuró el escriba, desviando la vista del chiquillo.
Neferhor tragó saliva, pero continuó sin decir nada, pues aún no había asimilado lo que le contaban.
—Ambos se hallaban atrapados junto a uno de los diques del campo; entre el fango. Al parecer llevaban muertos un tiempo.
El pequeño se imaginó el escenario al instante. Durante el mes de
kolahk
, cuarto y último de
Akhet
, y
tobe
, el primero de
Peret
, la siembra, los campesinos acostumbraban a recorrer sus granjas para comprobar el estado de los diques que habían construido para detener el agua convenientemente. Aunque la profundidad era poca, a veces utilizaban un esquife de papiro para desplazarse mejor. Si era necesario soltaban el agua de los estanques que habían creado, para que la tierra continuara húmeda pues la siembra estaba próxima. Era un trabajo que no entrañaba ningún riesgo, y que él había realizado junto a su padre muchas veces.
—Debieron de ahogarse mientras revisaban los diques, pues tenían signos de haber permanecido bajo el agua mucho tiempo —oyó el niño que le decían.
—Lo que cuentas no es posible —señaló Neferhor con gesto ausente, como si todavía no hubiera digerido la terrible noticia. Nebamón bajó la vista apesadumbrado—. Mi hermana era buena nadadora y mi padre también, ¿cómo pueden ahogarse en un lugar como ese? —preguntó como para sí.
Entonces aparecieron los primeros gimoteos y enseguida el niño rompió a llorar.
—Ellos no se ahogaron, ellos no se ahogaron —repetía el rapaz entre sollozos.
Al escriba se le partió el corazón.
—No hay otra explicación —trató de consolarle.
—Sí la hay —musitó el pequeño entre hipidos—. Tú puedes averiguarlo.
Nebamón le miró pensativo, y sin poder evitarlo sintió un escalofrío. El chiquillo tenía razón y él lo sabía muy bien.
—Alguien les hizo daño, alguien malvado —aseguró el niño sin dejar de llorar.
El escriba abrazó al pequeño en tanto disimulaba su preocupación. Al enterarse de la desgracia, Nebamón había reflexionado detenidamente acerca de ello. Un hombre como él, acostumbrado a desenmascarar ardides y engaños, no pudo por menos que recelar, sobre todo después de lo que había ocurrido. Lo peor era el estado en el que se encontraban los cuerpos. Al parecer ya habían empezado a descomponerse hacía tiempo, y las rapaces les habían arrancado los ojos.cad. Lo pe
La noticia había llegado hasta el mismísimo Ptahmose, en quien Neferhor había despertado una gran curiosidad. El primer profeta tenía tantos motivos para desconfiar de todo lo que acontecía en aquel nomo, que enseguida decidió enviar a uno de sus sacerdotes para que al menos se encargara de que se diera un entierro digno a aquellos desgraciados. Con la prudencia que le caracterizaba, Ptahmose ordenó que, de momento, el pequeño permaneciera recluido en el templo.
—Debo ir enseguida a Ipu —dijo de repente el niño—. Tengo que enterrarlos y…
—Nosotros nos ocuparemos —le cortó Nebamón.
—Pero… pero ellos se habrán descompuesto. No podrán tener ni el más humilde de los entierros y será imposible embalsamarlos —exclamó el pequeño horrorizado.
En esto Neferhor llevaba razón, aunque Nebamón intentó quitarle importancia.
—Descansarán en la orilla occidental y Osiris les permitirá alcanzar los Campos del Ialú.
—¡Pero eso es imposible! —volvió a exclamar el niño con los ojos muy abiertos—. Sus
bas
no reconocerán sus cuerpos cuando regresen cada noche a descansar con los difuntos, y vagarán por toda la eternidad, como almas perdidas. —Nebamón no sabía cómo tranquilizar al chiquillo, que se puso a llorar de nuevo—. Sus almas estarán perdidas para siempre —señalaba el niño una y otra vez—. Debo ir a ayudarles.
El escriba volvió a abrazarle.
—Escucha —le susurró—, ya no puedes hacer nada por ellos. El primer profeta ha enviado a la persona indicada para que les ayude: un
hery sesheta
, un sacerdote lector.
Aquello pareció calmar algo al pequeño, que se sonó la nariz con un pañuelo de lino que le dio el escriba.
—De los mejores —le confió este—. La magia no tiene secretos para él, y oficiará el culto funerario apropiadamente.
Neferhor dejó entrever un rayo de esperanza en su mirada.
—Ya lo verás. Él colocará una pequeña figura dorada en cada difunto que simbolizará su
ba
, para que este pueda reconocer sus cuerpos. Luego los protegerá con conjuros tan poderosos, que hasta los cuarenta y dos jueces del Tribunal de Osiris se sentirán impresionados. —Aquellas palabras parecieron convencer a Neferhor, que se calmó un poco—. Ahora formas parte de una gran familia que vela por ti, no lo olvides. Repyt y Kai te observan orgullosos desde el paraíso, donde algún día seguro que te reunirás con ellos; pero aún no.
Tal y como se temía el escriba, los peores presagios se cumplieron a los poedeerght="1cos días. Una tarde, Nebamón recibió la noticia de que se habían encontrado otros dos cadáveres en los Dominios de Amón en el nomo de Min. Ambos habían sido hallados en parecidas condiciones; ahogados cerca del río y en estado de descomposición.
—La crecida de este año ha resultado singularmente desastrosa —se lamentó con pesar el escriba.
Sin embargo, más allá de sus sarcasmos, Nebamón no albergaba ninguna duda de que todas aquellas muertes tenían un mismo autor. Particularmente no le sorprendía en absoluto, dadas las circunstancias, aunque no por ello dejara de sentirse horrorizado. En el país de Kemet se cometían crímenes de vez en cuando, mas los
medjays
eran unos policías implacables, y la justicia caía con todo su peso sobre los que perpetraban aquellos delitos. Las gentes del valle del Nilo eran pacíficas, y se asustaban cuando se enteraban de casos como los que habían tenido lugar en Ipu, atribuyéndolos indefectiblemente a castigos divinos o, lo que resultaba peor, a genios venidos del Amenti.
El verdadero culpable era otro, como sabía muy bien el escriba; un tipo vil que, además, nunca sería acusado. Pepynakht estaba fuera de toda sospecha de antemano, aunque aparecieran todos los cadáveres de aquellos que le delataron junto a los diques. No había modo de llevarle ante un tribunal, ni tampoco ningún testigo dispuesto a hacerlo. No obstante, aquello no era lo que más le preocupaba. Neferhor estaba señalado, y fuera del recinto de la ciudad santa de Amón correría peligro.
Ptahmose podría haber intervenido directamente para esclarecer aquellas muertes. Como
ty-aty
del sur, él era el jefe de los magistrados y la persona idónea para juzgar un caso como aquel, que iba contra los intereses del templo de Amón, y por tanto contra la religión. Pero decidió no actuar y dejar que la policía local se encargara del asunto. Esta confirmaría que los campesinos se habían ahogado fortuitamente, y él no tendría que verse inmiscuido en un problema que, aunque deleznable, solo alimentaría rencores y susceptibilidades. Como visir tendría que llegar hasta el final, y ello traería inevitables enfrentamientos con un enemigo contra el que no debía luchar de momento.
Sin embargo, con gran astucia, el primer profeta hizo correr la noticia de que el pequeño Neferhor había muerto. Un mal día Sekhmet le había enviado su cólera, y el niño había fallecido de fiebres sin que nadie hubiera podido hacer nada por él. Sus restos descansaban en la necrópolis de la ciudad; en un pequeño túmulo donde Neferhor descansaría por toda la eternidad.