Neferhor hizo un gesto para que se tranquilizaran, y avanzó hacia ellas lentamente, a la vez que trataba de averiguar lo que ocurría.
—¿Qué pesadumbre es esta? ¿Qué es lo que tanto os aflige? —les preguntó.
Madre e hija se estrecharon aún más, sorprendidas por aquella inesperada visita.
—¿Os encontráis enfermas? ¿Por qué estáis atribuladas? —volvió a preguntarles el escriba. Pero como seguían sin contestar, este les inquirió de nuevo—: ¿Queréis que haga llamar a un
sunu
? —Sothis negó con la cabeza en tanto se apresuraba a limpiar las lágrimas de su niña—. ¿Entonces?
La nubia levantó su mirada hacia Neferhor, y este pudo leer en ella zozobra y desesperación. La joven parecía tan angustiada que el escriba no pudo evitar apiadarse.
—Estamos bien, mi señor. Es solo que hemos sido imprudentes —acertó a decir al fin.
Neferhor enarcó una de las cejas y al punto pensó en Niut, ya que era corriente escuchar las malas palabras que dedicaba a la esclava. Él sentía aprecio por la joven, que le parecía prudente y dispuesta, y también por su hija, que participaba de los juegos de su hijo en muchas ocasiones. Sothis había criado a su pequeño como lo haría una madre, y el escriba no veía motivos para aquella congoja.
—¿Qué ha ocurrido para que llegarais a la imprudencia? —les preguntó él de nuevo. Sothis negó con la cabeza, y luego miró a su señor tan asustada que este leyó el miedo en sus ojos—. No debéis llorar más. Si ha habido algún malentendido, mañana se aclarará —apuntó el escriba, conciliador.
La esclava desvió la vista y pareció reflexionar, pero al poco volvió a abrazar a su hijita. Neferhor torció el gesto.
—Ahora mismo me dirás qué sucede —ordenó el escriba, molesto por la situación.
Entonces Sothis volvió a sollozar y, postrándose en el suelo, se agarró con ambas manos a una pierna de su amo.
—¡Gran señor! —exclamó la joven, ahogando a duras penas sus lágrimas—. No permitas que nos separen. Sé indulgente con nosotras. Tú eres justo y sabio; no dejes que se la lleven…
—Schsss —susurró Neferhor en tanto se deshacía del abrazo—. ¿De qué separación me hablas? —quiso saber, en tanto la obligaba a levantarse.
Entonces Sothis le contó sus temores y las amenazas que había recibido. Estas se hallaban próximas a cumplirse, según le había asegurado la señora, y ante semejante trance se encontraba desesperada.
Neferhor permaneció pensativo. La esclavitud en Egipto se había extendido durante el último siglo, desde que Tutmosis III iniciara sus campañas militares para ampliar las fronteras de la Tierra Negra. Los enormes botines conseguidos dieron paso a una nueva forma de vida entre las clases máamps altas, que se acostumbraron al disfrute de los lujos llegados de Oriente, y a una gran afluencia de cautivos que pasaron a engrosar los bienes de los templos y de la casa del dios, amén de servir como moneda con la que recompensar a los soldados. Esto trajo consigo el que se estableciera un mercado encargado de la compra y venta de esclavos para los ciudadanos que se lo pudieran permitir. Estos podían deshacerse de ellos o adquirir algún otro que hubiera servido con anterioridad a un dueño diferente. Era un buen negocio para los tratantes, que en numerosas ocasiones comerciaban incluso con ciudadanos libres que se prestaban a la esclavitud para así salir de la indigencia.
No obstante, tan infame mercado tenía sus reglas en Kemet. Aunque dependieran de sus amos, los esclavos tenían derechos legales que debían ser respetados. En los tribunales de justicia su testimonio era válido, y podían poseer bienes como cualquier otro ciudadano. Los había que se casaban con personas libres y llegaban a heredar sus posesiones. Pero también se cometían abusos; sobre todo debido al desconocimiento de las leyes por parte de muchos de los siervos.
El escriba recordó uno de los textos que, en su día, había estudiado en la Casa de la Vida: «El niño es traído al mundo para ser arrebatado a su madre y, cuando se convierte en hombre, se le quiebran los huesos.»
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Esto era lo que ocurría a menudo, pues muchos opinaban que el servidor apaleado era más diligente; aunque también existieran casas en las que se les trataba con consideración.
—Así pues, la señora tiene la intención de venderos —señaló Neferhor, como volviendo de sus pensamientos.
—Pero no al mismo dueño —se apresuró a decir la joven, al tiempo que se llevaba ambas manos a la cabeza—. Pero tú puedes ayudarnos, gran señor. Si hemos de abandonar esta casa, al menos que los dioses no nos separen —suplicó.
A Neferhor se le partió el corazón al ver cómo la pequeña Tait miraba a su madre sin comprender bien las consecuencias de todo aquello. La crueldad de Niut ya no le sorprendía, pero aquellas esclavas le parecieron tan vulnerables que sin proponérselo vinieron a su recuerdo las arbitrariedades y los terribles abusos sufridos por su propia familia durante su niñez. En lo más profundo de su corazón, el escriba se resistía a admitir que la mujer a la que aún amaba fuera capaz de semejante comportamiento. Era como si algún conjuro hubiera taponado los
metu
que conducían al razonamiento. ¿Cómo era posible, si no, que cometiera tales iniquidades?
Lo que ignoraba Sothis era que la ley contemplaba la posibilidad de que un esclavo se negara a cambiar de amo, bajo ciertas condiciones, y Neferhor decidió ayudarlas.
—No debes derramar más lágrimas. Los dioses se entristecen al vernos llorar.
—Yo les imploro su ayuda cada noche —volvió a lamentarse la nubia—. Rezo a aquella que me dio su nombre.
Neferhor asintió. Él conocía bien a la diosa puesto que había estudiado los Textos de las Pirámides con motivo de la celebración del primer
Heb Sed
. Sothis era muy antigua y formaba parte de una tradición estelar que se perdía en la memoria del hombre. Era una divinidad rodeada de magia, hasta el punto de que algunos la consideraban como una expresión de Isis, la gran maga. No en vano, Sothis conducía al faraón difunto hasta el Más Allá para fusionarse y dar origen a la estrella de la mañana. Pero sobre todo, Sothis anunciaba la crecida de las aguas, y gracias a su fecundidad se la relacionaba con las buenas cosechas. Sirio, como se la conocería siglos después, era el heraldo del año nuevo, la que determinaba su comienzo.
—Sothis, la «brillante del año nuevo» —musitó Neferhor con respeto—. Tus preces serán escuchadas, ya lo verás.
Un sentimiento de esperanza inundó el corazón de la esclava nubia. Igual que la avenida que anunciaba la diosa cuando se elevaba tras haber estado oculta durante setenta días, su corazón se sintió jubiloso, dispuesto a que el limo que arrastrarían las aguas lo fertilizase para dar lugar a la mejor de las cosechas. Ella no se había equivocado, pues el
ka
de su señor, aunque atormentado, estaba lleno de bondad. La joven intuía lo que se avecinaba. El desenlace se hallaba próximo y solo la intervención del escriba podía evitar la desgracia. Su diosa lo había enviado a ella, como sabía que lo haría, pues la magia de Sothis trascendía el cosmos, las fronteras de los hombres; la diosa era el tiempo, y contra este nadie podía luchar.
Mientras observaba a su hijita jugar con el pequeño Neferhor, Sothis entrecerró los ojos y pensó en su ama. El
ba
de esta era tan oscuro como el
khol
con el que se perfilaba las pestañas, pues ni siquiera se molestaba en ocultar el desprecio que sentía hacia la joven. Parecía tener todo planeado, y la nubia formaba parte de sus más aviesas intenciones.
La esclava volvió a prestar atención a los juegos de los chiquillos. Ambos se querían como si fueran hermanos, y la nubia no pudo evitar experimentar cierto desasosiego al ver al pequeño Neferhor reír junto a Tait. Pronto se separarían, y aquellos juegos formarían parte del pasado. El niño sería empujado a un camino rodeado de sombras en el que Sothis era capaz de percibir la desdicha que acechaba cada uno de sus pasos. Ese era su destino, y ni su padre podría cambiarlo.
Al pensar en Neferhor, su corazón volvió a llenarse de gratitud. El escriba navegaba en aguas tempestuosas, como las que ella había oído que se originaban en el proceloso Gran Verde, pero él nada debía temer, pues Sothis lo protegería.
Durante aquellos días ocurrió un hecho que tuvo gran repercusión en la corte menfita, pues alimentó todo tipo de comentarios, chanzas e incluso sentimientos de incredulidad. Todo se debió a la más perversa de las mentes, y ocurrió en uno de los patios columnados anexos al Cuartel General, donde Neferhor debía entrevistarse con uno de sus colegas castrenses para ultimar los detalles acerca de los soldados que deberían acompañar al embajador hasta Babilonia, a fin de escoltar a la nueva esposa del dios de regreso a Egipto. La reunión resultó tan tediosa como podía esperarse. Los
sesh mes
, los escribas militares, tenían una gran rivalidad con sus homólogos civiles, y hacía muchos años que existía una feroz pugna por acaparar los puestos de mayor relevancia dentro del Estado. La clase militar había experimentado un gran auge desde los tiempos de Tutmosis I, y aunque los últimos treinta y cinco años habían discurrido prácticamente libres de conflictos, el ejército se las había arreglado para mantener su parcela de poder intacta.
Con la minuciosidad de la que solían hacer gala, el
sesh mes
tomó buena nota de los pormenores del asunto y aseguró con aire afectado que todo se desarrollaría como era norma en el ejército del dios: a la perfección.
Neferhor le miró entre perplejo y divertido, pues las bravatas a las que eran tan aficionados los escribas militares nunca dejaban de sorprenderle. No conocía en la administración funcionarios tan presuntuosos como ellos, y cuando el susodicho le hizo saber que debía atender otros asuntos de la máxima importancia, dando así por terminado el encuentro, el joven escriba no supo si mandarlo al Amenti o soltar una carcajada. Al final optó por salir de la estancia sin despedirse, ya que ni siquiera dedicó a su colega una última mirada.
Cuando atravesaba uno de los corredores, un heraldo salió a su paso para reclamar su atención.
—Noble Neferhor, alguien te espera con impaciencia; debes acompañarme —le dijo.
—¿Alguien? ¿Adónde debo acompañarte?
—Solo puedo decirte que la máxima autoridad militar te reclama.
—¿El muy alto Ay quiere verme? —preguntó el escriba, extrañado.
—Debes seguirme —señaló el heraldo con un gesto de respeto.
Sin entender lo que ocurría, Neferhor acompañó al enviado a través de largos corredores hasta que salieron a un pequeño patio flanqueado por grandes columnas papiriformes. El heraldo le señaló la cámara que se hallaba al fondo y se despidió sin más palabras. El escriba se detuvo para observar al ujier irse por donde habían venido, y luego cruzó el patio, todavía sin comprender cuanto ocurría. El sol lucía en lo alto, y sus rayos reverberaban sobre un pequeño estanque que se mostraba tan solitario como el resto del lugar. Allí no había nadie, pues ni los habituales trinos de los pájaros se asomaban a aquel patio, que parecía abandonado.
Tras un instante de indecisión, Neferhor se encogió de hombros y decidió encaminarse a la cámara situada al otro lado. Durante unos momentos se sintió disgustado, ya que nadie le había informado acerca de una reunión como aquella. Ay era la persona más influyente del ejército del dios, y aquel no era el procedimiento más adecuado para concretar un encuentro.
El escriba iba absorto en tales cuestiones cuando escuchó un ruido que le hizo regresar de sus pensamientos de inmediato. Intrigado, el joven detuvo su paso y aguzó el oído, pero tan solo oyó algunos gritos en la lejanía, como de soldados ejercitándose.
Al punto continuó su camino, pero no había dado dos zancadas cuando volvió a percibir el extraño sonido. Esta vez le llegó con mayor nitidez, y se le antojó como si se tratara de un suave ronroneo, quizás un arrullo.
Neferhor volvió a detenerse sin saber de qué se trataba, pues el patio seguía tan solitario como al principio. Sin embargo había alguien más en aquel lugar, y el escriba se dirigió presto hacia uno de sus laterales, al abrigo de las hermosas columnas. Desde allí observó con atención, y enseguida volvió a escuchar los ronroneos. Entonces Neferhor se quedó petrificado.
Los arrullos se transformaron, de improviso, en ronquidos amenazadores, y de detrás de las columnas situadas frente al escriba surgieron dos criaturas que helaron la sangre del joven. Sin prisas avanzaron hacia él, casi con desgana, pero sin perderlo de vista. Entonces una de ellas rugió, y Neferhor pensó que Anubis venía en su busca.
Los dos leopardos se detuvieron un instante para observar al extraño. Este aguardaba, inmóvil, recostado contra una de las pilastras, con la vista fija en ellos. Enseguida los animales sintieron curiosidad hacia él, y se aproximaron con paso cansino, como si no tuvieran prisa en decidir lo que harían.
Neferhor los vio venir y se encomendó al divino Thot, del que todos habían asegurado que era hijo. Allí no había nada que hacer, pero evitó el primer impulso de salir corriendo, pues sabía que lo atraparían sin remisión. Era tal el terror que le infundían aquellas fieras, que se vio incapaz de gritar, como si su voz se viera paralizada por el pánico que lo invadía. Apoyado contra la columna, el joven se lamentó por el hecho de acabar sus días entre las fauces de aquellos felinos. Había quien aseguraba que eran más peligrosos que los leones del desierto, y en aquel trance Neferhor se temió lo peor. Entonces alguien le gritó:
—¡Señor de los gatos, a ver si eres capaz de domar a estos!
Acto seguido resonó una estruendosa carcajada.
El escriba se quedó atónito, pero al punto miró con atención a los leopardos para descubrir que ambos llevaban sendos collares en sus poderosos cuellos, eran de oro, y al incidir sobre ellos los rayos de Ra-Horakhty, brillaban con inusitado fulgor. Era corriente entre la realeza que sus miembros domesticaran animales de este tipo, que solían emplear para cazar e incluso para combatir en las guerras. Aquellos animales tenían un dueño que era persona principal, alguien que deseaba verle en semejante brete y que además le advertía de que iba a disfrutar con lo que allí ocurriese.
Neferhor se vio perdido, pero continuó inmóvil, consumido por el miedo que le atenazaba por completo.
Uno de los leopardos animó su paso hacia él, y el escriba lo miró fijamente a los ojos. Estos no le transmitieron más que la fría realidad de una muerte cierta; entonces creyó oler el aliento nauseabundo de la fiera, que comenzó a rugir.