El secreto del Nilo (61 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del Nilo
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Así fue como una especie de irrefrenable obsesión se apoderó de su alma. Día tras día, Niut buscó con frenesí aquel hijo que tanto deseaba. Para ello imploró a Tueris, la diosa hipopótamo patrona de las embarazadas, e incluso se la volvió a tatuar en el vientre, pero todo resultó inútil. A pesar de que el príncipe la poseía cada día en una afrodisíaca atmósfera cargada de embriagador olor a canela, que invitaba al amor, Niut no pudo concebir, y su carácter calculador se tornó exasperado hasta alcanzar una crueldad que aumentó con el tiempo.

En palacio su fama cobró auge y, como ya le ocurriera antaño, sus sirvientes la rehuían en lo posible. Con veinticinco años recién cumplidos, Niut había sobrepasado la mitad de la esperanza de vida de sus paisanos, y al no llegar aquel retoño tan deseado, la dama se examinaba a diario en busca de las arrugas que tarde o temprano comenzarían a aparecer, y a las que temía sobre todo lo demás. Conservar un marido como el que tenía no era una misión fácil. Kaleb pasaba la mayor parte de su tiempo en los cuarteles, entre caballos y fieros guerreros, derrochando su energía a la vez que engrandecía su figura, como soldado apuesto y arrojado; entonces Niut comenzó a tener la sensación de que se encontraba más sola que nunca.

Para Neferhor, la vida transcurría de forma bien diferente. A él la soledad no le asustaba. Esta había sido su fiel compañera durante la mayor parte de su vida, y ahora que su esposa le había abandonado, su sentimiento era de profunda tristeza, aunque no exento de resignación. A lo que se resistía era al hecho de perder a su hijo y, así, cada día acudía a visitarlo con discreción al
kap
, donde se emocionaba. El niño se abrazaba a él en cuanto lo veía, y soltaba algunas lágrimas con las que rompía el corazón de su padre.

—Algún día volveremos a estar juntos —le animaba este—, ya lo verás.

—¿Cuándo, padre? —respondía el chiquillo.

—Muy pronto. Pero ahora debes estudiar y aplicarte en cuanto tu maestro te diga. Recuerda que el conocimiento hace diferentes a las personas. —El pequeño asentía sin mucha convicción, ya que echaba de menos a su padre—. Dime, hijo, ¿eres feliz en tu nuevo hogar? —le preguntaba el escriba.

—Tengo todo cuanto deseo, pero nadie juega conmigo. ¿Por qué no le dices a Tait que venga a visitarme?

—Tait no pertenece a esa casa, y no la dejarían entrar —trató de explicarle Neferhor, con un nudo en la garganta—. Pero el príncipe te mostrará cosas nuevas que te gustarán.

—Me ha prometido llevarme en su carro a cazar leones al desierto. ¿Sabías que posee leopardos?

Neferhor hizo un gesto de resignación.

—Algo he oído al respecto, hijo mío.

—A veces me gustaría jugar con ellos, pero madre me lo tiene prohibido. Se pone de mal humor si me ve acercarme a ellos.

—Debes hacer caso a tu madre, y protegerla cuanto puedas. ¿Me prometes que lo harás?

—Te lo prometo, padre. Ven mañana a buscarme. Quiero verte todos los días.

Estas solían ser las conversaciones que mantenían. Escuetas, si se quiere, pero al menos tenían lugar casi a diario.

Neferhor decidió olvidarse del resto de recuerdos que le ataban a Niut. Ese fue el motivo por el cual abandonó la residencia real para trasladarse a una mucho más modesta, situada en el barrio de los alfareros, junto al río. La visión del Nilo le resultó como un bálsamo para su espíritu maltrecho, y le ayudó a recuperar los escenarios que le acompañaron durante una niñez en la que fue feliz. Sothis se ocupaba de cuanto necesitaba, y como la casa era pequeña su presencia era más que suficiente. El escriba no precisaba grandes lujos, y al poco de vivir allí se había ganado el respeto y consideración de sus vecinos, que le tenían por un hombre sobrio y cabal.

Neferhor acabó por estrechar lazos con la pequeña Tait, que resultó ser muy espabilada. La chiquilla recordaba hasta el más mínimo detalle de cada una de las historias que a veces le contaba, y un día el escriba decidió enseñarle los símbolos que a él mismo le habían subyugado desde niño.

—¿Es esta la escritura sagrada? —le preguntó la chiquilla con su vocecilla la primera vez que vio los jeroglíficos.

—La misma que verás grabada en los muros de nuestros templos. Los dioses nos la legaron.

Tait lo miró boquiabierta, ya que los dioses resultaban inalcanzables para ella.

—Thot es el más sabio de todos. En él reside el conocimiento.

—¿Y yo podría aprender los símbolos de Thot?

—Si quieres, podrás.

Así fue como la pequeña se inscribió en su Casa de la Vida particular. Un
kap
situado en uno de los barrios más populares de Menfis cuyo maestro, Neferhor, era docto en los textos mistéricos y en las antiguas enseñanzas.

Sothis se sentía dichosa como nunca, pues aquel distrito le acercaba a la gente y le hacía recuperar la sensación de libertad que un día le arrebataran. El río le traía el reflejo de la luz que Ra desprendía de sus aguas, así como la munificencia que se desparramaba por las orillas. La vida diaria resultaba bulliciosa, y a la joven le gustaba escuchar el cántico de los aguadores, de los alfareros y de los pescadores que regresaban con las capturas del día. El sol salía y se ponía cada día para mostrarle lo mejor de la vida, y eso era todo cuanto le importaba.

La relación con su nuevo amo apenas existía. Él la trataba con deferencia y ella sabía lo que correspondía en cada momento. Sus conversaciones se limitaban a las habituales para llevar una casa como aquella, aunque en ocasiones el señor le hablara de Tait, a la que se veía que quería.

Sothis, sin embargo, se mantuvo a una prudente distancia. Ella conocía cuál era el papel que le había correspondido vivir, y a él se atendría, pues su destino estaba sellado desde que el escriba la rescatara de la desgracia. Cuando el silencio de la noche caía sobre la casa, la nubia se acurrucaba en la estera sobre la que dormía, junto a su hija, y pensaba en todo cuanto le había acontecido, y también en el hombre que convivía con ellas. A veces creía escuchar sonidos que llegaban desde su habitación, como gemidos entrecortados, o quizá solo fueran los lamentos del alma. Cada cual debía recorrer solo el camino que tuviera designado, y esa era una verdad inexorable. Solos nacíamos y solos moriríamos; independientemente de todo lo demás.

Neferhor no se preocupaba de tales consideraciones. Cada mañana saludaba a Ra-Khepri, la salida del sol, camino de la Casa de la Correspondencia del Faraón, donde había terminado por convertirse en un funcionario más, gris y sin otra relevancia que la que le proporcionaba el trabajo bien hecho.

En los últimos tiempos, su cometido se limitaba a contestar cartas sin importancia a reyezuelos empeñados en emparentar con el dios. Si alguna de las tablillas recibidas no eran comprendidas, Neferhor se encargaba de revisarlas para traducir su significado, pues el escriba se había convertido en todo un maestro de la escritura acadia. Pero, fuera de estos casos, su labor pasaba desapercibida, sin apenas importancia.

Desde hacía algún tiempo, Tutu, el escriba inspector al cargo de aquel departamento, le había ido apartando paulatinamente de sus anteriores funciones, relegándole al lugar que ahora ocupaba. Por motivos que Neferhor desconocía, el embajador real le demostraba su antipatía a la menor oportunidad, al tiempo que le insinuaba que su concurso no era imprescindible. Neferhor tenía pocos amigos allí, y algunos aseguraban que cuando Nebmaatra pasara a mejor vida el joven acabaría sus días estampando sellos en cualquier papiro sin trascendencia. El escriba se sentía ajeno a cuanto le rodeaba, y comenzó a sospechar que una mano poderosa controlaba su destino.

23

Desde la terraza, Tiyi observaba el atardecer en su palacio de Mi-Wer. Aquel era su lugar favorito, pues desde su posición podía contemplar los hermosos jardines que festoneaban el lugar y las pequeñas lagunas que formaba el río a su paso. En cierto modo le recordaba a su tierra natal, y a menudo le venía a la memoria el lago que su augusto esposo reconstruyera en el undécimo año de su reinado. Nadie en la tierra de Kemet había hecho antes algo semejante, y menos por amor.

La reina se sonrió al pensar en ello. Habían transcurrido veinticinco años desde entonces, y ella seguía manteniendo su ascendiente sobre el señor de las Dos Tierras. Un período de paz y prosperidad como nunca antes se había conocido, y del que ella se sentía en parte responsable. Su mano hábil había conducido con prudencia los pasos del faraón durante todos aquellos años, incluso en los excesos de este. Pero Nebmaatra había envejecido, y ni sus jubileos ni la condición divina en la que aseguraba encontrarse habían podido evitar que el dios se hallara maltrecho. Abotargado por su libertinaje y con la salud deteriorada, el monarca se arrastraba por un trono que cada día le era más difícil de ocupar. Su tiempo estaba próximo a cumplirse, y Osiris lo llamaría a su presencia el día menos pensado, como siempre ocurría. Era el momento de preocuparse por su sucesión, y esta se hallaba preparada desde hacía muchos
hentis
. Tiyi volvió a sonreír, ya que en realidad llevaba toda una vida disponiéndolo. Su lucha había sido sorda pero titánica, mas en breve se recogerían los frutos de una partida en la que ella había salido triunfante. La corregencia se hacía necesaria en aquellos momentos, y estaba segura de que Nebmaatra recibiría la sugerencia con agrado; encantado de que le liberaran de sus responsabilidades después de más de treinta y cinco años en el trono. Así él podría dedicarse a disfrutar de su vejez, entre sus mujeres y su afición a los excesos, mientras otro Horus viviente, con nuevos bríos, se encargaba de la tarea de gobernar Kemet. La corregencia entre monarcas y herederos se había dado en Egipto en diversas ocasiones, y suponía una forma de tránsito en la que el nuevo faraón conocía más de cerca los entresijos del poder bajo la vigilancia de su antecesor.

El príncipe Amenhotep se mostraba listo para comenzar su andadura como señor de la Tierra Negra, y no convenía dilatar más tan culminante momento.

La reina se estremeció ligeramente y se arropó un poco más con su chal. Las fiebres que de tiempo en tiempo venían a visitarla la habían dejado, en esta ocasión, más débil que de costumbre.
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Se trataba de un mal que aquejaba a muchos de sus súbditos, y era imposible librarse de él una vez que te visitaba. Sus mismos padres lo habían padecido y, con frecuencia, ni las figuras protectoras del dios Bes talladas en las cuatro patas de su cama podían derrotar a la enfermedad. Pero ahora ella se encontraba mejor, y muy complacida ante el cariz que tomaban los acontecimientos.

Esto la llevó a repasar la lista de altos cargos cuyos servicios habían dejado de ser útiles para la corona, y también los que dejarían de serlo en breve. Una generación de hombres nuevos se hallaba preparada para ayudar a su hijo en las tareas de gobierno, y eso la satisfacía. Llegada a este punto, Tiyi se acordó de Neferhor, y de todo cuanto le había ocurrido. No pudo evitar sonreír de nuevo al hacerlo, para felicitarse por su maestría en el control de cualquier movimiento en la corte. El escriba nunca le había parecido de fiar, y no tenía cabida en el nuevo orden que se avecinaba. Su augusto esposo le había otorgado demasiado poder, pero desde hacía tiempo había caído en desgracia; su lugar se encontraba lejos de detentar ningún cargo de responsabilidad, pues aquel joven podría resultar peligroso. Tenía el don que Thot solo daba a unos pocos, un regalo del dios de la sabiduría contra el que era difícil luchar.

Sin lugar a dudas, su esposa Niut había resultado de gran utilidad en todos aquellos acontecimientos. Era hermosa y calculadora, dos virtudes indudables a la hora de conseguir grandes metas. Pero la pobre no dejaba de ser una aldeana ignorante de su propia idiosincrasia. Esto representaba una losa para la que la joven no estaba preparada. Su ambición nunca tendría suficiente, como la reina sabía que ocurría en tantas ocasiones entre las clases bajas, y a la postre significaría su perdición. La figura de Kaleb había sido determinante. Hathor había creado al príncipe para el amor, y Set había inoculado en su corazón las gotas de su ira. ¿Qué se podía esperar de alguien así? Solo el amor tempestuoso, el caos de las pasiones incontroladas, la violencia de una arrogancia desmedida… La desgracia estaba servida bajo el manto que le proporcionaba el más hermoso de los hombres. Kaleb estaba hecho a la medida de la bella Niut, y Tiyi supo reunirlos en el momento adecuado.

Para ello se hizo necesario alejar a Neferhor por un tiempo. De ella partió la idea de que el escriba abandonara Malkata en pleno jubileo, y le resultó sencillo convencer a su marido de ello al animarle a tomar una nueva esposa. La hija del rey de Babilonia se le antojaba perfecta para sus propósitos, y esa fue la causa por la cual al escriba se le envió a Menfis. El plan se desarrolló conforme a lo esperado, y los posteriores escándalos fueron parte de un folclore que a la reina apenas extrañó. La escena de los leopardos le pareció muy propia del príncipe y su bárbaro temperamento, aunque justo era reconocer que el juicio superó todas las expectativas. Tiyi no pudo sino reírse a carcajadas cuando se enteró de los motivos que esgrimió Niut para conseguir el divorcio. Las orejas de su esposo serían recordadas en los tribunales durante milenios, en una demostración palpable de hasta dónde era capaz de llegar el ser humano para satisfacer su ambición.

La intriga había dado sus frutos, y con ellos Neferhor quedaba definitivamente apartado de los círculos del poder. Estaba destruido, y su carrera sería gris hasta donde la reina alcanzase. Egipto no necesitaba a un hombre capaz de preocuparse por el precio que pagaba por su paz. Esta debía continuar para que el futuro faraón, Amenhotep, llevase a cabo su proyecto universal. La reina estaba convencida de que este trascendería las propias fronteras de Kemet; no había lugar para la guerra en los tiempos que se avecinaban, aunque para ello la Tierra Negra se viera obligada a gastar hasta la última pepita de oro.

A Tiyi la vinculación que el joven escriba pudiera mantener con el clero de Amón era algo que ya no le preocupaba. Aunque Neferhor lo ignorase, en el fondo había sido afortunado, ya que se le mantendría en la Casa de la Correspondencia del Faraón como un funcionario más. La reina podría haberlo mandado a los confines del imperio para aprovechar sus conocimientos del acadio, de donde nunca habría regresado; sin embargo, la afición que los gatos le demostraban la hizo recapacitar al respecto. Ella los veneraba, y aquella extraña conexión que el escriba mantenía con los mininos fue la que la decidió a fraguar otros planes. Al fin y al cabo el joven era amado por Bastet, una diosa profundamente integrada con los mitos solares, a la que Tiyi nunca se atrevería a hacer un desaire.

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