Aquel año resultaría funesto para el valle, y también para Neferhor. La crecida resultó escasa, como presagio de una mala cosecha, y Osiris hizo llamar a su presencia a aquel a quien el escriba más amaba. Una tarde, al llegar a su casa, sus vecinos lo saludaron con la vista baja, extrañamente mudos, como si hubieran perdido la lengua. En el interior de su hogar, Sothis y Tait lloraban en tanto lo miraban con pesar; un sirviente les había traído la funesta noticia, aquella que ningún padre debería escuchar jamás. Antef había muerto aquel día, tras caerse del carro en el que acompañaba a Kaleb durante un paseo. El niño había fallecido al instante al golpearse con una piedra en la cabeza, la única que había en el camino, según aseguraban algunos, como si tan terrible accidente hubiera estado preparado de antemano por aquel dios del destino al que Neferhor ya nunca perdonaría. Entre el llanto inconsolable, el escriba abominó de él, como también de la hermosa Niut, el amor de su vida, que había terminado por convertirse en la fuente inagotable de sus desgracias. Esta última superaba a todas con creces. No existía consuelo posible para él, y su corazón se retorció de dolor.
Cuando el escriba vio el cuerpo sin vida de Antef, Niut no se atrevió a mirar a los ojos del que fuera su esposo. Ella sollozaba desconsoladamente mientras Neferhor la maldecía en silencio; a su ambición, a la casa en la que vivía, al príncipe que había surgido del Amenti dispuesto a destruirlos a todos. Anubis siempre espera dispuesto detrás de cada esquina, decían muchos, y así era como se presentaba, entre quebrantos e inútiles juramentos.
Neferhor se encargaría de que su hijo fuera declarado justificado de voz ante el Tribunal de Osiris. La
psicostasia
resultaría un mero trámite, pues ¿qué pecados puede albergar el
ba
de un niño inocente?
La mortalidad infantil en el país de Kemet era elevada; sin embargo, nadie se acostumbraba nunca a perder a sus hijos.
«¡Oh, señor de la Eternidad, ante quien todos se presentan al final, soy un niño libre de culpa!»
,
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escribió Neferhor en el epitafio de su hijo.
Su tumba de Saqqara se encontraba lista y nadie mejor que Antef para ocuparla, aunque Neferhor siempre hubiera pensado que su hijo debería ser el último en hacerlo. La mastaba era un regalo de Nebmaatra, y Antef se beneficiaría de aquel privilegio durante toda la eternidad. Niut estuvo de acuerdo, aunque apenas cruzara palabra alguna con el escriba. No había más que sollozos en su garganta, y una sensación de abatimiento como nunca había padecido. Sus miradas hablaban por sí mismas, y por primera vez la princesa leyó el rencor en los ojos del hombre que tanto la amara, por un hecho que a ella misma la había destrozado.
Era mejor no decir nada, y durante el funeral solo los gritos de las plañideras que habían contratado envolvieron al pequeño cortejo que se dirigió hacia la milenaria necrópolis. Neferhor ofició como si de un sacerdote
sem
se tratara, y devolvió los sentidos a su difunto hijo con la azuela en la misma entrada de la tumba. En el interior todo se encontraba dispuesto, y el magnífico ataúd que el escriba había encargado se hallaba repleto de inscripciones y conjuros. Los textos de los sarcófagos habían sido reproducidos por su propia mano, para asegurar el tránsito del finado hasta los Campos del Ialú sin sobresaltos, como era costumbre cuatrocientos años atrás. Antef aguardaría feliz en el paraíso, y quizás algún día volvería a ver a su padre, si Ammit, la Devoradora, se lo permitía a este.
Neferhor se emocionó al recibir las condolencias de Sothis y Tait, y también con las del bueno de Penw, que no faltó a la cita. Otras gentes, que apenas conocía, le dedicaron unas palabras durante el habitual banquete funerario celebrado allí mismo. La bella Niut se marchó con ellas, dando traspiés, y sin volver la cabeza atrás. Del príncipe Kaleb nada se supo.
Con la llegada de Neferkheprura al trono de Egipto, el mundo conocido se dispuso a cambiar para siempre. Su padre había impulsado la divina figura del faraón hasta cotas ya olvidadas, en un proceso que le llevó todo su reinado y que se desarrolló de forma lenta pero continuada. La autoridad del soberano debía ser restablecida por completo, tal y como fue concebida en el nacimiento de Kemet, y a ello se había dedicado el gran Nebmaatra, aunque sin olvidarse en ningún momento de los tradicionales dioses de las Dos Tierras, de los que también era devoto. Además, Amenhotep III estuvo rodeado de hombres de enorme valía por los que se dejó aconsejar para aceptar sus buenos juicios cuando el país así lo requiriera. Pero con su hijo esta política no tenía cabida, pues tenía prisa por llevar a cabo la misión que él mismo se había encomendado, y las únicas opiniones que le interesaban eran la suya propia y la de su hermosa esposa, Nefertiti.
A pesar de su juventud, Amenhotep IV, nombre por el que también sería conocido el soberano, era un profundo conocedor de los archivos guardados en los templos, y durante años se sintió atraído por los cultos solares hasta que él mismo los adecuó a las ideas que había ido desarrollando, y que acabaría por imponer en Kemet llevado por un ímpetu insospechado.
Su arrogancia le impulsó a emprender una obra revolucionaria en el mismo corazón del clero de Amón durante su segundo año de corregencia. Neferkheprura ordenó levantar un templo a Atón en Karnak, el Gemetpaatón, para que no hubiera duda de cuáles eran sus intenciones religiosas. En un claro desafío a los sacerdotes de Amón, el faraón ordenó abrir las canteras de arenisca de Gebel-el-Silsila a la vez que se rodeaba de nuevos arquitectos y escultores capaces de llevar a cabo sus ideas. Kemet se sorprendió ante la audacia de su proyecto, pues los arquitectos construyeron los muros de aquel primer templo utilizando bloques de piedra arenisca de menor tamaño y, por tanto, mucho más manejables. Cada bloque era extraído con una medida de medio codo de anchura, unas tres manos, por algo más de un codo de longitud (sesenta por veinticinco centímetros), y con el tiempo se los denominaría
talatats
. Era un procedimiento innovador, y sobre todo rápido, puesto que permitía manejar los bloques con facilidad. El rey Djoser, más de mil años antes, también había utilizado piedras de menor tamaño al erigir su pirámide escalonada, y ahora Neferkheprura demostraba que se encontraba listo para seguir los pasos de los dioses que gobernaron en aquellas lejanas épocas. El templo fue dotado de un enorme patio rectangular orientado al este, flanqueado por una columnata contra la que se apoyaban veintiocho colosos que representaban al rey portando la doble corona, y con dos plumas sobre el
nemes.
Mas lo verdaderamente significativo era el aspecto de las imágenes, que en nada se parecían a las estatuas que se habían levantado en Egipto con anterioridad. Estas parecían andróginas, con exageradas caderas y rostros extrañamente alargados; grotescas e incomprensibles para muchos, y representativas de las nuevas ideas para otros.
Bek, el nuevo escultor real, hijo de Men, el anterior artista que trabajaba a las órdenes de Nebmaatra, daba vida a un estilo que trascendería los tiempos, y que le había sido inspirado por el nuevo dios para expresar con él la complejidad de un pensamiento que solo unos pocos comprenderían.
Todo el conjunto fue rodeado por un muro de adobe, y en su interior el joven rey construyó un palacio en el que pasaría los inviernos, junto con su familia, durante algunos años. Además en él hizo erigir una ventana de las apariciones, para recompensar a los que le sirvieran bien, como ya hiciera su padre en Malkata, justo en la otra orilla del río. En el sagrado templo de Karnak, Neferkheprura levantó pues el Gemetpaatón, «el Atón ha sido hallado», para que no existieran dudas respecto a su política futura con el Oculto. No obstante respetó a su clero, al que sin embargo estaba decidido a mostrar su desafecto.
Tras la muerte de su augusto padre, la coronación del nuevo faraón significó una prueba más de todo lo anterior. Tradicionalmente el acto se llevaba a cabo en Menfis para luego ser corroborado en Tebas, ante el dios Amón, en una ceremonia cargada de simbolismo en la que el Bajo y el Alto Egipto quedaban representados como una unidad indisoluble; el
sema-tawy
, que tanto significaba para los habitantes del valle. Pero Neferkheprura cambió la costumbre para ofrecer un nuevo desplante a Karnak. En vez de presentarse ante Amón, el joven ratificó su entronización en la vecina Hermonthis, en el templo de Montu.
Semejante decisión tenía un gran significado, ya que Montu había sido durante muchos siglos el dios por excelencia de Tebas, que había terminado por ceder su preponderancia a Amón con el advenimiento de la XVIII dinastía. Neferkheprura relegaba de esta forma la importancia del Oculto al situarlo por detrás del dios guerrero tebano, en un momento tan señalado como era aquel.
El clero de Amón no tuvo ninguna duda de lo que le esperaba, y decidió mantener su tradicional política de prudencia para salvaguardar sus intereses. Pero el nuevo rey estaba decidido a continuar con su proyecto, y al poco volvió a sorprender a todo el país con la proclamación de su primer jubileo cuando apenas llevaba dos años gobernando Egipto en solitario. Semejante pretensión resultaba inconcebible en un joven recién ascendido al trono. Las fiestas del
Heb Sed
solían celebrarse a los treinta años de reinado y, para la mayoría, aquella conmemoración era una muestra más del carácter arbitrario del faraón y su extravagante comportamiento.
Sin embargo, se equivocaban quienes pensaban de este modo. El dios poseía razones fundadas para llevar a cabo aquel jubileo, que nada tenía que ver con los años que él llevaba en el trono, sino con los de su augusto padre. Su primer
Heb Sed
se correspondería con el cuarto de Nebmaatra, quien, de haber vivido, lo hubiera celebrado en el año cuarenta y uno de su reinado. De este modo Amenhotep IV los hacía coincidir para emprender un cambio trascendental.
La antigua representación del Atón como un dios con cabeza de halcón sobre la que portaba un disco solar desaparecía, para dar vida a una nueva imagen en la que dicho disco solar extendía sus rayos portadores de vida hasta alcanzar la figura del faraón y su esposa Nefertiti.
Después de la muerte de Nebmaatra, este se había transformado en una divinidad solar al fusionarse con su disco en el Más Allá. Su esencia era divina, y por tanto el Atón y el viejo rey formaban una misma manifestación.
Neferkheprura planeaba aquel jubileo para formalizar y ensalzar a su padre como deidad solar. De este modo el carácter divino del faraón cobraba una nueva dimensión, ya que todos los reyes de Egipto pasaban a participar de esa misma condición. Así, la adoración al Atón se transformaba en un culto al propio faraón quien, de esta forma, recuperaba el poder absoluto que un día le fuera arrebatado; el rey ya no era un simple nexo de unión con los dioses estelares, sino un verdadero dios.
Pero el «primer jubileo de su majestad concedido por Atón»
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tuvo más significados. A las tradicionales ceremonias se unió la Gran Esposa Real con un protagonismo desconocido hasta entonces. Sentada en una espléndida silla gestatoria, totalmente de oro, Nefertiti encabezaba muchas de las procesiones, seguida por las damas reales, en tanto su divino esposo la contemplaba ensimismado en compañía de sus dignatarios desde su trono dorado. La preponderancia de la reina cobraba una nueva dimensión, pues Bek, el escultor real, se había encargado de erigir estatuas en las que se representaba a Nefertiti con los atributos de faraón, el cayado y el flagelo, del mismo tamaño que los de su marido.
De esta forma Nefertiti manifestaba públicamente el poder que el dios le había conferido y comenzó a ser conocida como «la excelsa y la poderosa en el palacio, aquella en la que confía el faraón».
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El pueblo observaba todos aquellos cambios sin comprender su auténtico significado, pero no así los grandes templos, de los que empezaron a surgir las primeras voces, y cuando aquel mismo año se inició la construcción de dos templos más, el Rudmenu, «perdurable en los monumentos», y el Tenimenu, «exaltado en los monumentos», junto al noveno pilono de Karnak, el clero rompió su silencio.
A la muerte de Nebmaatra, Tiyi decidió apartarse de la vida pública con discreción. La sucesión estaba consolidada, y la elección de Nefertiti como reina había sido una prueba más de su buen criterio, del que por otra parte siempre había hecho gala. Su joven nuera superaba a su hijo en todos los aspectos, a la vez que daba inequívocas muestras de la talla política que atesoraba. Resultaba idónea para moderar el carácter caprichoso de Neferkheprura y sus dificultades para relacionarse con los demás. Por tal motivo Nefertiti se convirtió en la gran confidente del faraón y, por ende, en conocedora de todo cuanto ocurría en Kemet.
Pero la realidad a la que se enfrentaba la Tierra Negra iba mucho más allá de los cambios políticos y religiosos en los que Amenhotep IV se había embarcado. Tiyi lo sabía bien, y en su palacio de Mi-Wer, al que se había retirado, tuvo tiempo para pensar en ello. La antigua reina mantenía a Kheruef, su mayordomo de toda la vida, como el último eslabón que la unía a un pasado que no pocas veces se le presentaba con nostalgia. Su cocinero Bakenamón y su escultor Iuti también le habían seguido a su dorado retiro, aunque Tiyi pasara la mayor parte de las horas junto a su músico Mi y las doncellas Tuti, Nebedya y Tama, que le alegraban el corazón y la ayudaban a olvidarse de las malas noticias que le llegaban del exterior. La situación en Retenu y Siria era preocupante, y muchos príncipes habían escrito, alarmados por la indiferencia que de un tiempo a esta parte les mostraba Kemet. Una amenaza cierta planeaba sobre ellos, pues desde el norte los hititas se habían vuelto más beligerantes y ya no ocultaban sus ansias de expansión.
Estos acontecimientos hicieron que Tiyi decidiese ocuparse personalmente de unos problemas que su hijo era incapaz de resolver. En los últimos meses, este había comenzado a demostrar desinterés y hasta cierto desprecio por lo mundano, y Neferkheprura no disimulaba su indolencia para con aquellos reyes vasallos que tan poco significaban para él.
Pero el faraón se equivocaba, y su madre se dispuso a tomar su lugar para hacer frente a las quejas que llegaban del exterior. Entonces Tiyi pensó en la conveniencia de recuperar el concurso de Neferhor. Este era el escriba más capacitado de cuantos trabajaban en la Casa de la Correspondencia del Faraón, y ya no representaba ningún peligro para los intereses de su majestad. Por todo ello la
mut
-
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hizo ver a Tutu la utilidad del escriba en el asunto, y el embajador obró en consecuencia. Al poco tiempo la correspondencia con el rey de Mitanni se hizo más fluida, aunque las noticias no mejoraron. El rey Tushratta escribió personalmente a Tiyi en términos que no dejaban lugar a dudas, para requerir la influencia de la reina madre sobre su hijo, al que el mitannio consideraba un joven inexperto.