El secreto del Nilo (97 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del Nilo
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Neferhor frunció el ceño, pues en ocasiones no le gustaban las bromas de su amigo.

—Tu familia se encontró a salvo desde que llegara a Tebas.

—Pero... ¿cómo supiste de ellos?

—Como te adelanté todo se lo debemos al Oculto, aunque creas que me burlo de ti. Bata ha trabajado toda su vida para los Dominios de Amón. Cuando la desgracia se cernió sobre los suyos, nuestro divino padre le permitió que conservara una pequeña parcela y la casa en la que vivía, ya que Bata siempre le había servido bien. Su fervor hacia Amón llegó a ser muy conocido entre los profetas y cuando clausuraron Karnak Bata continuó viniendo, de vez en cuando, en busca de consuelo. Un día me contó que su hermano había vuelto, y con él una gran señora que huía de la ira del dios hereje. Fue así como apareció tu nombre, el de su esposo, para nuestra sorpresa. Convendrás conmigo en que solo una mano divina podía encontrarse detrás de tal cantidad de prodigios; y todos acabaron por confluir en tu persona. Sabes muy bien, amigo mío, que la casualidad no existe.

Neferhor lo miró pensativo, pues recordaba las lecciones del viejo Sejemká cuando les decía que las casualidades eran circunstancias planeadas por los dioses y que por ello nos sorprendían.

—Amón dispuso todo a su conveniencia y también a la tuya, aunque tuPvieras que sufrir por ello. Pero le corresponderás con largueza, pues se aproximan los tiempos en los que el Oculto necesitará de ti.

Tal y como los sacerdotes habían intuido, la corregencia del nuevo faraón trajo consigo la recuperación del culto a Amón. Aunque sus dominios continuasen en poder del Estado, se permitió que Karnak fuera abierto de nuevo a sus acólitos, que, aunque medrosos, se alegraron de poder retomar el servicio al Oculto. El señor de Karnak volvía a mostrarse a sus devotos, y esto insufló optimismo a las gentes que anhelaban regresar a los viejos tiempos.

No obstante, la situación en Egipto distaba de ser halagüeña. El Estado se encontraba en la ruina, y las malas cosechas que habían padecido durante los últimos años no habían conseguido sino agravar aún más las circunstancias adversas por las que atravesaba la Tierra Negra.

En Tebas confiaban en que el renacimiento de Amón trajera consigo de nuevo la abundancia, y el templo comenzó a recuperar su actividad aunque fuera con estrecheces. Las capillas volvieron a recibir ofrendas, y aunque las dádivas resultaran exiguas, el clero las administró con la sabiduría que siempre había demostrado. Las pocas posesiones que aún conservaban les ayudaron a sobrevivir, y al poco los ancestrales ritos mistéricos tenían de nuevo lugar en la penumbra del sanctasanctórum.

Neferhor se sentía feliz, y trabajaba cada día en los huertos del recinto templario y en la Casa de la Vida, que había abierto sus puertas como antaño. Su hijo crecía sano, y Sothis se había quedado embarazada a la avanzada edad de veintinueve años. Un milagro más del Oculto, sin duda, que parecía decidido a colmar de parabienes a aquel
meret
que él mismo había elegido.

Sin embargo, Neferhor continuaba siendo un seglar al amparo de aquel templo. A nadie se le escapaba este detalle, y mucho menos al clero que, de forma paulatina, comenzaba a organizarse de nuevo. Pero el hermetismo era una seña de identidad de Karnak, en donde hasta el más mínimo designio era promulgado por el Oculto.

La joven Tait, por su parte, vio cómo un universo de posibilidades se abría para ella en el que resultaba su nuevo hogar. La quietud del lugar y el misterioso ambiente que lo envolvía le parecían fascinantes. A sus dieciséis años Tait se había convertido en una mujer que ansiaba heredar el conocimiento de Neferhor, al que adoraba. Para ella este había sido siempre su padre, pues su madre había tenido gran cuidado de no contarle nunca la verdad acerca de su nacimiento. Sothis pensaba que tales hechos solo producirían pesar en el corazón de su hija. Para Tait su padre había muerto antes de que a su madre la esclavizaran, y esto era todo cuanto debía saber.

Hacía mucho tiempo que Tait había llegado a la edad casadera, pero apenas había mostrado interés por los hombres. Su vida había sido ciertamente azarosa y ahora que había conseguido ser una ciudadana libre solo pensaba en alcanzar su sueño de convertirse en escriba, como el padre al que tanto admiraba. Tait era una joven no carente de gracias, aunque era su penetrante mirada, heredada de su madre, lo que más llamaba la atención a los demás. Al poco de estar en Karnak ingresó en la Casa de la Vida, y como ya tenía conocimientos el aprendizaje de las palabras de Thot le resultó sencillo. Su futuro se adivinaba entre los muros dJe aquel templo y Neferhor se mostró complacido.

A Sothis los deseos de su hija le parecían bien. De sobra conocía ella el poder del cálamo y el de las palabras que este podía dibujar sobre el papiro. En un mundo de hombres, solo la perspicacia y la habilidad femeninas podían ayudarlas a salir airosas de la lucha a la que se veían abocadas. De una forma u otra todas combatían, como ocurriera con el resto de las especies, por su subsistencia diaria.

Como escriba, Tait podía ganarse la vida de forma honorable, sin ser sojuzgada por ningún mentecato, y eso era más de lo que su madre hubiera soñado nunca para ella. Sothis tenía una idea deplorable del alma humana, y estaba convencida de que más allá de su amado Neferhor solo se extendían abismos insondables y miserias del corazón de la peor condición.

Para la nubia, Karnak representaba un enclave rebosante de magia. Ella era capaz de captarla en cada sala, en cada capilla, y hasta en los muros profusamente decorados que todo lo cubrían. Era un lugar enigmático, sin duda, del que percibía un poder milenario que trascendía al de los hombres. Había verdadera fuerza en Karnak, y a Sothis le gustaba. No se le ocurría un sitio mejor para que su futuro hijo viniera al mundo, aunque ella no fuera devota de los dioses de Egipto.

Sothis se mostraba feliz en la humilde casa en la que vivían, próxima al lago sagrado. El pequeño Nebmaat era la alegría de toda la familia, y el amor de su esposo daba sentido a su existencia como nunca imaginara que pudiera ocurrir.

Junto a él, la nubia se sentía más fuerte, capaz de velar por los suyos, y aquella misteriosa fuerza que poseía le hacía tener revelaciones, sueños que la desasosegaban y también advertían. Muy pronto supo que sus presentimientos eran mucho más que simples quimeras de una vulgar hechicera, y que se cumplirían sus peores vaticinios.

La noticia de la muerte de Tiyi conmovió el corazón de Kemet. En cada uno de sus rincones hubo un recuerdo para la vieja reina que, no en vano, había sido protagonista de la historia del país durante los últimos cuarenta y siete años. Sobre su menuda figura, Tiyi había sido capaz de llevar el peso del mayor desafío de la historia de Egipto; una contienda que terminaría por ganar en la persona de su hijo.

La trascendencia de su reinado en la sombra había sido enorme, y así se lo reconocían todos, incluidos sus enemigos. Para muchos de sus ciudadanos ella representaba los interminables años de abundancia que habían disfrutado. Cosechas generosas, riquezas por doquier, bendiciones sin fin. Toda una generación de egipcios había vivido sin penurias, sin guerras, y con los graneros siempre repletos. Kemet había conocido una época de permanente fiesta, y Tiyi era la última representante de aquella edad de oro que todos sabían no se repetiría.

Más allá de la percepción del pueblo se encontraba su talla como mujer de Estado. Su poder había sido enorme y su lucha por el control de la administración, titánica. Con astucia y tenacidad, Tiyi había sido capaz de emprender una guerra contra las fuerzas que asfixiaban el poder del faraón que duraría decenios, en un plan cuya complejidad solo estaba al alcance de ella.

Como Gran Esposa Real resultó implacabNle, y se las arregló para mantener en su lugar a los miles de amantes que había llegado a tener su augusto esposo durante los treinta y ocho años que reinó. Controlar un harén semejante solo estaba al alcance de alguien como Tiyi, a la que Nebmaatra tanto quiso.

En Karnak la muerte de Tiyi no supuso un motivo de alegría. La vieja dama les había derrotado en una lucha sórdida pero feroz, en la que les había demostrado sus grandes dotes políticas. La situación en la que había desembocado Egipto no empañaba la grandeza de la vieja dama. Tiyi había sido una gran reina, y así sería reconocida por el clero de Amón para que constara en los anales de la historia.

A Neferhor el suceso le dejó indiferente. Él, que había conocido personalmente a la Gran Esposa Real y padecido sus intrigas, hacía mucho que tenía forjada una idea acerca de ella. Tiyi había velado por los intereses que había considerado legítimos, sin importarle el coste que estos pudieran tener. Los hombres apenas significaban algo cuando había asuntos de dioses por medio, y ningún mortal puede enfrentarse a estos sin riesgo de ser destruido. Él había participado en aquel juego y el resultado había sido el esperado. Lo había sufrido en sus carnes, y Neferhor nunca olvidaría que el rencor de los reyes es eterno.

Pero al final Anubis se había llevado a la reina como si fuera un paisano más, y en la Sala de las Dos Justicias tendría que rendir cuentas al Señor de Occidente, aunque el escriba ignorara si las intrigas de Estado serían pesadas ante Osiris utilizando el mismo fiel que para los demás.

Sea como fuese, con Tiyi finalizaba una época que siempre sería recordada por la grandeza de los hombres que sirvieron en ella. Hombres capaces como el gran Amenhotep, hijo de Hapu, al que Neferhor llevaría en su corazón el resto de su vida.

Tiyi fue enterrada en la gran tumba real de su hijo, Akhenatón, al que tanto quiso. Por fin, Amenhotep III el Magnífico se reuniría con su amada esposa para brillar juntos de nuevo, esta vez cerca de las estrellas imperecederas por toda la eternidad.

5

La muerte de Tiyi trajo consigo oscuros nubarrones al país de las Dos Tierras. El horizonte se tiñó de negro y tenebrosas fuerzas se cernieron desde el norte, procedentes del mismísimo Amenti. Eran sombras de muerte, de desdicha y sufrimiento las que llamaban a las puertas de la Tierra Negra, y estas abarcaban hasta donde la vista alcanzaba, como si cubriera la tierra toda. No había nada que Kemet pudiera hacer.

El luto se extendió por Egipto como impulsado por el aliento de los genios infernales. De forma paulatina el mal se arrastró por el valle para cubrirlo con su ponzoña, sin que nadie pudiera evitarlo. Sekhmet corría desbocada para mostrar su cólera a aquel pueblo de impíos que había dado la espalda a los padres creadores. La enfermedad avanzaba lenta pero implacable entre el llanto y la desesperación, pues no había
sunu
capaz de expulsarla de las Dos Tierras.

Al parecer aquella peste se había iniciado en las lejanas islas del Egeo, y desde allí había extendido su mal por toda Siria hasta llegar al Jpaís de los faraones. Los puertos del norte habían supuesto el principal foco de entrada, y en Menfis la gente moría en medio de altas fiebres y grandes padecimientos. A no mucho tardar la epidemia alcanzó Akhetatón, donde se desarrolló con especial virulencia. La ciudad del Horizonte de Atón sucumbía a manos de la ira de Sekhmet para cobrarse las vidas de sus habitantes sin reparar en ninguna condición. Los paisanos se miraban entre impotentes y desconcertados, sin saber a qué atenerse. ¿Cómo podrían calmar la cólera de la diosa leona después de que los dioses hubieran estado proscritos durante tanto tiempo? ¿Quién se atrevería ahora a hacer ofrendas a Sekhmet?

Hasta Tebas llegaron aquellas terribles noticias envueltas en lamentos y malos presagios. La muerte se había cernido sobre la misma familia del dios, y su segunda hija, Meketatón, había fallecido con tan solo once años de edad. Decían que el dolor de sus reales padres había sido tan grande que el funeral se había visto acompañado por sus desgarradores sollozos, entre el pesar general de cuantos asistieron a él.

Meketatón fue enterrada en la tumba real de su padre, en tanto los ciudadanos se estremecían ante el mal que se cernía sobre ellos. Los dioses nos castigan por nuestros pecados, se decían algunos en secreto. Pero Akhenatón continuó fiel a su política más unido al Atón que nunca, en tanto Nefertiti lloraba amargamente.

En Karnak, Sothis escuchaba las malas nuevas en silencio, con la mirada perdida en las imágenes de un pasado no muy lejano.

—¡Oh
nebet
sapientísima! —exclamó Penw como acostumbraba una tarde que fue a visitarla—. Bes iluminó mi corazón cuando atendí a tus consejos. Todos te debemos la vida —señaló, al tiempo que hacía un ademán por besarle la mano. Pero la nubia la apartó al momento—. Aseguran, mi señora —continuó el hombrecillo—, que hay más princesas enfermas, y que en palacio caen como moscas; que no queda un solo pinche en la cocina con vida.

Sothis miró a Penw con su acostumbrada ternura, aunque bien supiera ella lo dado que este era a la exageración.

—Mi esposa y mi hija te deben la vida, y no hay día en el que no alaben tu nombre. ¡Cuánta razón tenías! ¡Quién hubiera podido suponerlo!

La nubia se limitó a asentir sin dejar de mirarlo.

—Debes comprender que nuestras entendederas no son capaces de dar explicación a un hecho semejante —se lamentó Penw, que se hallaba preso de la excitación—. Tu poder escapa a nuestra razón.

Ahora Sothis sonrió, ya que las representaciones teatrales que solía hacer el hombrecillo mientras hablaba le resultaban graciosas.

—Pero dime, oh reencarnación viviente de la gran maga Isis, ¿qué ocurrirá en el futuro? ¿Todavía corremos peligro? —inquirió con mirada astuta.

—El mal habitará en Akhetatón durante años. Allí encontrará su morada, pues ese lugar está maldito. El desierto terminará por devorarlo y nada crecerá. Donde hoy se levantan hermosos jardines mañana solo habrá olvido que HՔvaticinó la nubia con la mirada ausente.

—Bes bendito —murmuró Penw, atemorizado.

—Pero tú y tu familia no debéis temer nada —le tranquilizó ella, en tanto volvía a sonreírle—. Dentro de estos muros la enfermedad no encontrará cobijo.

Penw sacudió la cabeza como si se quitara un gran peso de encima, y acto seguido sacó unos panecillos del zurrón que llevaba y se los ofreció a la mujer.

—Toma, gran
nebet
. Están horneados hoy mismo. Rellenos con un poco de miel que he conseguido. Un manjar digno de ti que espero aceptes.

—Lo acepto —contestó Sothis, agradecida, ya que le gustaba mucho la miel.

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