El hombrecillo no pudo ocultar su satisfacción. Neferhor le había conseguido trabajo en la panadería del templo y Penw había dado muestras bien pronto de su pericia para hacerse cargo de un empleo como aquel. Controlaba hasta el último
hekat
de harina que había en los almacenes, y aunque el grano escaseaba se las arreglaba muy bien para sustraer algún que otro pan cuando era necesario, como había hecho durante toda su vida en las cocinas del faraón porque, eso sí, su familia nunca había pasado hambre.
—¡Gracias, gracias! —exclamó Penw—. Rezaré a Bes para que proteja a tu hijo y nazca sano.
—Será una niña —le contestó Sothis, en tanto volvía a sonreírle.
Sothis dio a luz una niña, como ella misma había predicho, para henchir de felicidad el corazón de su esposo y el de toda su casa. La vida había terminado por reservarle fortuna, y aquel regalo colmó todo lo que la nubia esperaba de ella. En una de las centenarias glorietas de nacimientos, Sothis trajo al mundo a su pequeña ante el estupor de las comadronas que porfiaron en atenderla, ya que la nubia se las bastó para parir ella sola, como siempre había hecho, aunque fuera ya una «vieja» de treinta años.
El padre de la criatura fue el encargado de elegir el nombre, como era costumbre cuando se tenía una niña, y la llamó Muthotep, algo que resultó lógico para la madre. Ya que Amón les había acogido como si fueran hijos pródigos, qué mejor nombre que el de su divina esposa Mut. De este modo ofrecían su hija al que fuera rey de los dioses como agradecimiento por su generosidad. ¿Cabía mayor prueba del poder del Oculto?, se decía una y otra vez Neferhor, arrepentido de los años en los que había dudado del dios de Karnak y su clero. «Hubo un tiempo en el que me sentí abandonado —se lamentaba—, y sin embargo ahora... solo tengo alabanzas para mi padre.»
Una mañana, un ilustre visitante se personó en Karnak de forma inesperada. Embozado para ocultar su identidad, el desconocido requirió la presencia de Wennefer, quien en los últimos tiempos se ocupaba del buen funcionamiento del templo, y también la de Neferhor, para tratar asuntos de la máxima importancia.
Wennefer supo disimular muy bien su sorpresa, aunque no Neferhor, por motivos que bien conocía.
—¡Paatenemheb! —exclamó el escriba, sorprendido de encontrarlo allí.
—Me alegro de verte de nuevo, después de todos estos años, noble escriba.
—El general nos hace un honor inesperado al visitarnos —intervino Wennefer con cortesía, pero sin ocultar el recelo que le causaba aquella visita.
—Es grato a mis ojos el que Ipet Sut vuelva a la vida —se apresuró a contestar el general—. Para un
mer mes
como yo, la guerra solo representa el fracaso de los que no se entienden. Siempre he sido un hombre piadoso de los dioses.
Wennefer esbozó una leve sonrisa al tiempo que cruzaba su mirada con la de Neferhor, que todavía parecía sorprendido.
—Sin embargo, he de deciros que hoy visito Karnak como general que soy al servicio del dios Ankheprura, vida, salud y protección le sean dadas. Es el faraón quien me envía a vosotros con este mensaje de amistad. Ankheprura se encuentra en su palacio de Tebas, complacido por mirar hacia Karnak, y desea que el muy noble Neferhor se presente ante él.
—¿El señor de las Dos Tierras me reclama? —inquirió el escriba sin ocultar su desconfianza.
—Como servidor suyo que siempre has sido. Su corazón se alegra al saber que te encuentras bien, como me ha ocurrido a mí. Mas es preciso que comprendáis lo delicado de la situación, y la discreción que el dios espera de todos nosotros. Nadie debe hablar de mi visita, ¿comprendéis?
—Perfectamente, noble Paatenemheb —se apresuró a decir Wennefer, que ocultaba su excitación sin ninguna dificultad.
—Eso esperaba yo también. Confío en vuestro tacto y buen juicio.
—Pero... ¿qué es lo que el dios desea de mí? —preguntó Neferhor, desconcertado.
Paatenemheb le miró divertido.
—Eso no me lo ha dicho. Pero, créeme, te hace un gran honor, y también a este templo.
Cuando Paatenemheb abandonó el santuario, Wennefer permaneció un buen rato en silencio, pensando en cuanto había escuchado. Con el tiempo todo tendía al natural equilibrio, y se congratuló por ello. El sacerdote no pudo evitar el esbozar una sonrisa para, seguidamente, mirar a Neferhor. Él era la llave que abriría los caminos, como ya había sido augurado hacía muchos años.
Ankheprura Nefernefruatón perdía su mirada en el río. Desde una ventana del palacio de Per Hai observaba distraída cómo las aguas se extendían por los campos como era natural durante la inundación. La Casa del Regocijo le traía recuerdos que se le antojaban extrañamente lejanos, y que nada tenían que ver con el presente. Incluso el nombre del palacio le parecía poco apropiado. Ya no había regocijo en Kemet, donde el luto y la desesperación se habían instalado desde hacía demasiado tiempo. La muerte de su querida hija, Meketatón, había supuesto un golpe terrible que, sin embargo, solo había significado el principio de otras desgracias. A Meketatón la había seguido su hija pequeña, Setepenra, y luego su nieta Meritatón-Tasherit.
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Esta última había nacido como consecuencia de las relaciones que había mantenido su esposo Akhenatón con Meritatón, la hija mayor. El dios buscaba desesperadamente mantener el linaje de su divina casa tan puro como correspondía al Atón. Anhelaba un hijo varón de una de sus hijas, pero únicamente el príncipe Tutankhatón, habido con su hermana, llevaba la pureza de su sangre. Todos sus descendientes habían sido hembras, y ahora el mal se las arrebataba de manera cruel, una a una, sin que pudiera hacer nada. Las múltiples representaciones familiares que había ordenado grabar solo eran espejismos. La pareja feliz rodeada por sus hijas mientras se demostraban su amor formaba parte de un deseo que a la postre había resultado demasiado efímero. El suelo se agrietaba bajo sus pies, y era difícil disimular el tambaleo.
Hacía ya tres años que Nefertiti ocupaba la corregencia con el nombre de Ankheprura, y durante ese tiempo las decisiones tomadas por su real esposo habían resultado ser cada vez más erráticas. Akhenatón se había abandonado definitivamente a una desidia difícil de imaginar, absolutamente convencido de que su papel entre los hombres se reducía al hecho de que estos le adorasen. Su barriga había aumentado de forma notable, y su tiempo lo dedicaba a llevar una vida ascética y a satisfacer sus apetitos.
La situación en Palestina hacía mucho tiempo que se les había ido de las manos. La nefasta política exterior que había llevado durante su reinado había terminado por dibujar el nuevo mapa de los territorios de Siria. Los hititas y los mitannios hacía años que mantenían una guerra feroz, y los comisionados egipcios en aquella zona habían hecho lo posible por mantener algún rey vasallo que se mostrara fiel, pero Retenu se había convertido en un avispero donde los intereses y las constantes intrigas habían dado lugar a frecuentes enfrentamientos entre los príncipes locales.
La peste también había asolado esta región, y desde la lejana isla de Alashia, Chipre, su rey se lamentaba de no poder mantener la producción de cobre tan necesaria para Egipto. Todo eran sombras alrededor de Kemet, y sin embargo Nefertiti no renunciaba al pensamiento que los había llevado hasta allí. Pero la actual corregente era una mujer práctica, consciente de la realidad que la rodeaba. El pensamiento atonista no había calado en el pueblo, que en secreto continuaba adorando a los antiguos dioses. El futuro de la nueva fe estaba comprometido, sobre todo porque todas aquellas desgracias que asolaban Kemet eran vistas por sus paisanos como una consecuencia del abandono de las viejas tradiciones y sus milenarios dioses.
Desde que ascendiera al trono como corregente, Nefertiti había intentado hacer frente a los problemas que agobiaban al país, y de los que su indolente esposo apenas se había preocupado. Pero enseguida se percató de la magnitud de la empresa y de la dificultad de llevarla adelante en aquellas circunstancias. Por todo ello, desde el primer momento, Ankheprura suavizó su política para con los templos en un intento de acercamiento sin abandonar por esto sus ideas religiosas. Nefertiti se daba cuenta de queÀ; las persecuciones ordenadas contra los poderosos cleros habían producido un efecto no deseado, así como del rechazo de gran parte del pueblo. Era preciso, por tanto, reconducir aquella política sin que ello significara volver a otorgar a los grandes templos el enorme poder que detentaran antaño.
Nefertiti se había sentido faraón desde el momento en que había sido coronada como corregente, y una de sus primeras decisiones fue la de tomar esposa, como rey que era, para reforzar su posición de forma conveniente. Para ello eligió como reina a su propia hija mayor, Meritatón, con lo que conseguía acentuar el significado ritual de su enlace y además mantenía el poder dentro del ámbito familiar.
Ahora sus decisiones eran consideradas como las de un verdadero dios, y Ankheprura dio orden de que cesaran los ataques contra los antiguos cleros, para permitir que Karnak regresara a su vida templaria de forma discreta, aunque Nefertiti no dictara ningún edicto oficial al respecto. Los altos dignatarios que la rodeaban tenían sus ambiciones políticas y no podía volver abiertamente a una situación que generaría graves problemas en su corte. Akhenatón se apoyaba en todos aquellos «hombres nuevos» que habían acogido su fe, y que a su muerte esperaban verse convertidos por el dios en
maatyu
.
Nefertiti decidió obrar con cautela. Durante todos aquellos años, ella siempre había ejercido una influencia decisiva sobre su esposo, y ahora que gobernaba a su lado tenía el propósito de normalizar la situación de Kemet sin menoscabo de sus propios intereses.
El clero de Amón resultaba fundamental para llevar a cabo sus planes. Su debilidad actual lo hacía fácilmente controlable y después de aquellos tres años de gobierno Nefertiti determinó acercarse a él con discreción. Ankheprura miraba al futuro, y su ambición le llevaba a considerar la posición de los sacerdotes de Karnak.
Como corregente, se había hecho construir un templo en Tebas que llevaba su nombre, y vio llegado el momento de procurarle un uso adecuado. Para dar aquel primer paso, Nefertiti había elegido al general y escriba real Paatenemheb. Este era un hombre astuto y sumamente diplomático, curtido en las intrigas palaciegas, que se había mantenido al margen de la ola de persecuciones desatada contra el clero de Amón. Sus soldados lo respetaban y Ay, comandante de los ejércitos y padre de Nefertiti, lo tenía en gran consideración aunque advirtiera a su hija sobre la enorme ambición que escondía aquel general. Ankheprura ya conocía este detalle, pues pocos la superaban a la hora de leer los corazones, mas el oficial le sería de utilidad en el trato con los taimados sacerdotes y por eso le envió a Karnak. No obstante, Nefertiti no tenía intención de dejar en manos de Paatenemheb un asunto tan delicado como aquel. El general cumpliría las funciones que ella determinara, pero las directrices solo serían marcadas por Ankheprura.
La corregente conocía a la persona idónea para tender aquel puente inicial, y el destino había decidido colocarlo a su alcance. Cuando Nefertiti supo que Neferhor se hallaba recogido en Karnak se felicitó íntimamente. Ignoraba cómo el escriba había podido salir con bien de su persecución, pero este hecho había terminado por convertirse en una buena noticia para ella. Ankheprura conocía a Neferhor desde hacía muchos
hentis
, y sus simpatías por el clero de Amón le eran sabÀidas desde que le advirtiera su tía, la difunta reina Tiyi, que le había descubierto la primera vez que le vio. El escriba era un hombre inteligente y capaz, pero aquel detalle había marcado su carrera para siempre.
No obstante, Neferhor no pertenecía al sacerdocio de Amón. Oficialmente era un seglar con ciertas inclinaciones hacia el Oculto pero con el que Ankheprura podía entrevistarse sin que ello levantara suspicacias. Él se encargaría de transmitir sus palabras, y Nefertiti se congratuló de ello.
Neferhor se hallaba tan absorto en sus pensamientos, que parecía ajeno a cuanto le rodeaba. Ni el creciente nivel del río ni el parduzco color de sus aguas llamaron su atención. La embarcación real cruzaba el Nilo atravesando una corriente que daba la impresión de arrastrar fluidos espesos que ralentizaban la navegación, en tanto el calor comenzaba a apretar de firme, aunque fuera temprano. El verano en Tebas significaba toda una prueba para quienes vivían allí, y durante los meses en los que la canícula se hacía insoportable, hasta los difuntos que descansaban en las necrópolis permanecían olvidados. Los valles desérticos quedaban en silencio y en los farallones del oeste, donde reposaban los restos de los antiguos faraones, nadie era capaz de aventurarse; la soledad resultaba sobrecogedora.
Neferhor observó los acantilados que se recortaban frente a él, más allá de la orilla occidental del Nilo. El agua anegaba ya los campos situados junto a los márgenes habituales del río, y amenazaban con llegar a los templos funerarios que los reyes habían levantado como sus castillos de Millones de Años. Siempre ocurría así, pero los pensamientos del escriba se encontraban muy lejos de allí, pues estaba preocupado. En su opinión no había nada peor que desconocer el terreno que un hombre pisaba en cada momento, y él se hallaba muy lejos de saberlo.
Que la corregente demandara su presencia ya era motivo suficiente para alarmarse, y si encima era Nefertiti quien encarnaba aquella figura su temor podía llegar a convertirse en fundado, como bien sabía.
Neferhor no guardaba un buen recuerdo de Nefertiti. Sus audiencias habían resultado ser experiencias desagradables de las que, además, él no había obtenido ningún beneficio. Más bien al contrario; durante mucho tiempo al escriba no le había abandonado la idea de que su figura no era bien vista por la Gran Esposa Real, y que su labor como funcionario en la Casa de la Correspondencia del Faraón había quedado relegada al más absoluto de los ostracismos.
Nefertiti siempre le había parecido altiva, y su extraordinaria belleza se le antojaba tan fría como las nieves que cubrían las montañas del Líbano, de las que tanto había oído hablar. Él sabía lo calculadora que podía llegar a ser esa mujer, y también que no le tenía ninguna simpatía. Nada bueno podía depararle aquella audiencia, pensaba el escriba, y menos desde que la Gran Esposa Real se había convertido en Ankheprura Nefernefruatón.